Me despertó el sonido del móvil. Como pude, me incorporé en la cama y estiré la mano hasta la mesita de noche.

—¿Diga? —contesté con voz soñolienta, volviéndome a acostar boca abajo.

—Feliz Navidad.

El corazón me dio un vuelco y me senté de un salto.

—¡Russ! —grité fuera de mí.

—Sí, soy yo —contestó con alegría.

—Russ, no estoy soñando, ¿verdad? —exclamé exasperada.

Enterré una mano en mi pelo alborotado, como si quisiera asegurarme de que tenía la cabeza en su lugar.

Russ se rio. Su risa era única, inconfundible.

—No, amor, soy yo. Feliz Navidad.

—Feliz Navidad —logré decir y comencé a llorar.

—Amor… ¿por qué lloras? —preguntó asustado.

—Por nada, Russ, es que es tan insólito que me llames… —contesté mientras me secaba las mejillas.

—Me han dado permiso para hacer una llamada porque es Navidad. ¿Cómo estás?

—Mal —dije sin pensarlo dos veces—. Mal.

Y estallé en llantos. Me acurruqué en la cama y me envolví en la sábana.

—Amor, tranquila… —Su voz acarició mis oídos y mi alma—. Tengo dos minutos. Cuéntame cosas.

Pensé frenéticamente por dónde comenzar.

—Estoy bien, mi amor, extrañándote horrores. Mi madre está mejor.

—¿Estás trabajando estos días?

—No, estamos de vacaciones. El restaurante solo lo abriré en Nochevieja.

—Estupendo. ¿Te ha llamado Anton?

—Sí, me dijo que pronto te podré visitar.

—Mañana levantarán la retención, así que ya podrás llamar para reservar visita.

No me lo podía creer.

—Russ, esto es fantástico. Ha sido una locura no poder verte en tantas semanas. ¿Cómo te encuentras?

—Bien, pero te he extrañado como un loco —Su voz se entristeció—. Ha sido duro, pero también me he reído bastante.

—¿Que te has reído? —pregunté sorprendida.

—Sí, porque tenía a seis policías a mi disposición para acabar con su paciencia. Si quería tomarme una ducha, sacaban a todos los demás presos de los baños y se colocaban frente a la puerta. Por lo menos tenía privacidad —bromeó—. Si quería hacer footing, dos corrían conmigo y los otros cuatro nos vigilaban. Dave estaba igual que yo, pero como no nos dejaban coincidir, él se divertía en otro horario. El colmo fue cuando tuve que ir al Palacio de la Injusticia para entrevistarme con el juez y la policía suiza. Vino una furgoneta blindada, nos esposaron, cuatro policías se sentaron dentro con nosotros y dos de ellos nos escoltaron en motos con las sirenas puestas. Y todo esto para recorrer unos quinientos metros.

Cerré los ojos para imaginarme cómo Russ había vuelto locos a los funcionarios.

—Me alegro de que te lo estés pasando bien.

—No lo estoy pasando bien —contestó con su voz aterciopelada—, porque no estás a mi lado. Solo busco pasatiempos para no volverme loco.

—Ya lo sé, mi amor, yo ocupo mi tiempo con trabajo.

—¿Qué estás haciendo estos días de Navidad?

Se me formó un nudo en la garganta y me senté de nuevo en la cama.

«¡Marc!», pensé.

—Ana, ¿sigues ahí?

—Sí —contesté controlando la inseguridad de mi voz—. Es que estoy de resaca.

Russ rio.

—¿Tienes Coca-Cola en la nevera?

Quería llorar del engorro. Tragué saliva.

—Espero que sí —dije en voz baja.

Russ siguió riéndose. De su lado de la línea, de fondo, se oyó a alguien que le hablaba.

—Amor —dijo rápidamente—, tengo que colgar. Quería desearte feliz Navidad y decirte que te quiero mucho.

—Russ, yo también. Feliz Navidad. Ahora llamo para pedir la visita.

—Adiós amor, te esperaré.

—Adiós.

Colgué el móvil.

«Somos masoquistas por nuestras propias decisiones», pensé recordando la conversación con Marc de la noche anterior.