Amor por correspondencia

Tras regresar de Sofía, retomé la rutina de trabajo incesante. Seguía con los dos negocios, pero ahora, además, tenía que preparar el traspaso del restaurante. Contacté con John Taylor, la empresa especializada en compraventa de negocios que me había recomendado Jordi. Al cabo de un par de días, nos visitó en el local la responsable del área de restauración, Vivienne Baron. Era una chica francesa muy atractiva; tenía un cuerpazo impresionante. A los camareros se les cayó la baba. Su cerebro competía con su apariencia y, en lo que respectaba al negocio, me exigió una cantidad abismal de información detallada, lo que provocó que mis horas de trabajo se duplicaran y mis horas de sueño disminuyeran aún más.

Durante los días siguientes, cuando me encontraba en la oficina, a veces me sentía tan cansada que recostaba la cabeza sobre el escritorio para relajarme unos instantes, pero al final me quedaba dormida. Despertaba cuando mi cuerpo, preso de la ley de gravedad, se deslizaba hacia abajo y me raspaba la mejilla con el borde de la mesa.

Aquella mañana no me quedé dormida debido al punzante dolor de cabeza que tenía. Empujé los papeles a un lado y me tomé un par de pastillas de paracetamol. Después apoyé la cabeza sobre las manos. Ya sabía que tardaría unos cinco minutos en hacer efecto. Vivienne Baron me tenía al borde del agotamiento, a veces deseaba tirar la toalla. Los formularios estándares y los índices de solvencia se veían fatal con la cifra de negocios de ese momento. Ni siquiera ayudaba el maquillaje que había hecho Jordi a los estados financieros.

Distraída, cogí el primer sobre de la pila de correspondencia que me había dado la recepcionista y lo abrí sin mirar el remitente. Al leer las primeras líneas, me quedé sin aliento.

Hola, princesa:

¡No sé cuándo recibirás esta carta o si la recibirás! No estaba seguro de si tenía la dirección correcta y no te la quise preguntar para darte una sorpresa.

Amor, no hay casi nada que extrañe de mi vida pasada. No me hacen falta ni mi ropa ni mi cama ni mi coche, ni siquiera mi piso. Aunque estoy viviendo en una celda diminuta, creo que lo estoy llevando bastante bien. Hasta me he acostumbrado a la comida, que no está tan mal, a veces hasta es más sana que el fast food que solía comer en la oficina. No echo de menos ver el cielo todos los días ni salir a pasear cuando yo quiera. No extraño a mis amigos. Nunca he sido muy bueno para mantener amistades, de todos modos. No extraño a mis padres. Sé que están sanos y que reciben apoyo del resto de la familia.

Lo único que echo de menos hasta volverme loco eres tú. Daría todo lo que jamás he tenido para poder estar de nuevo contigo. Me hacen una falta tremenda nuestras conversaciones, los paseos por la ciudad, las comidas de los fines de semana que se extendían hasta la noche y que, a veces, incluían el desayuno del día siguiente. Te echo de menos, amor, y lo único que me alienta es la esperanza, la fe de que algún día volveremos a estar juntos. A partir del momento en que te tenga de nuevo entre mis brazos, me juro a mí mismo que nunca te soltaré ni me apartaré de ti. Te lo ruego, amor, ten paciencia y fe en mí. Sé que todo esto se acabará y volveremos a estar juntos. Siento en lo más profundo de mi alma que te he fallado y que he abusado de tu confianza, pero no soy un mal hombre...

 

No pude seguir leyendo. Las lágrimas cayeron sobre la carta y me temblaron las manos. Aparté la hoja antes de que se diluyera lo escrito y el llanto me sacudió. Una profunda angustia se apoderó de mí, sentí un miedo terrible. Era el temor de tener que vivir sin Russ. Me acurruqué en la silla y me esforcé en frenar el sofocón que me oprimía. Me tomó tiempo. Había otras tres cartas, que logré leer poco a poco.

Eran cartas de amor, arrepentimiento, ternura y pasión. Jamás pensé que Russ fuera capaz de escribir algo tan conmovedor. Justo cuando creía haber suavizado el dolor de su ausencia, cuando pensaba que podía vivir sin él y no desesperarme, sus escritos resucitaron el sufrimiento. Sentí la incontrolable necesidad de salir corriendo de la oficina, como si así fuera a dejar de pensar en él. De nuevo, las dudas, las emociones y los miedos se entremezclaron e invadieron mi ser. Cogí mis cosas y salí a la calle. Desorientada, caminé sin rumbo. Deambulé un buen rato hasta llegar a la Catedral de Barcelona. Me senté desconsolada en un banco. Recordé lo que me había dicho Marc: «El daño que esta gente os hace es brutal.»

Tenía mucha razón, estaba sufriendo como una desgraciada.

«Tengo que hacer algo para parar esto», pensé. «Si no, me voy a volver loca.»

Entonces marqué el número de la trabajadora social.

Bonjour.

Contestó una agradable voz femenina.

Bonjour, j’aimerais parler avec Claire Rua, s’il vous plaît —pedí.

Transfirieron la llamada.

Oui.

—Claire, soy Ana, la novia de Russ —dije en inglés.

—¡Ana! ¿Cómo estás?

—Bien —contesté automáticamente—. Bueno, he estado mejor.

—Entiendo.

—Claire, ¿se sabe algo del caso de Russ?

Bon, no sé nada. ¿Has hablado con maître Medino?

—Hace una semana.

—¿Quieres que le diga que te llame?

—Vale —Hice una pausa—. Claire, en realidad te llamaba por otra razón… —Titubeé un instante—. He recibido cartas de Russ.

—Ah, estupendo. Él estaba preocupado por si no te llegaban. Se lo diré y se alegrará.

—Esas cartas ¿las lee alguien?

—Sí, la secretaria del director de la cárcel y la del juez.

Reprimí un suspiro de impotencia.

—¿Te puedo pedir que le envíes un mensaje a Russ?

—Sí.

—Por favor, dile que lo quiero mucho, que pienso en él cada segundo del día, desde que abro los ojos hasta que los cierro. Dile que sufro mucho por lo que está ocurriendo y que lo extraño con locura.

En ese momento me pareció que Claire tecleaba al otro lado de la línea. Me sentí ridícula.

—Pero le tengo que pedir que no me escriba más.

—¿Qué? —exclamó sorprendida.

—No lo puedo soportar, Claire, sus cartas están tan llenas de amor y cariño que me hunde cuando las leo. Tengo ganas de tirarme de un puente y creo que eso es síntoma de que me estoy volviendo loca.

Ella se quedó callada.

—Ya sé que parece una locura, pero es que la situación es de locos —solté exasperada—. Él no está a mi lado y al leer sus cartas, siento aún más el vacío. Le escribiré hoy mismo lo que te estoy pidiendo a ti, pero no sé cuando le llegará. Estoy segura de que tú lo verás antes.

—Te entiendo —dijo al fin.

Cerré los ojos para evitar de nuevo el llanto.

—Se lo diré —confirmó—. Supongo que lo entenderá.

Su voz transmitía amabilidad, pero tal vez solo la estaba fingiendo. Me pregunté si conocería el contenido de las cartas.

—Claire, por favor, cualquier noticia o mensaje de Russ, házmelo saber de inmediato.

—Lo haré. Espero poder llamarte pronto con la buena noticia de que os podéis ver. Veremos qué decide el juez.

—Gracias.

Y allí mismo, al lado de la Catedral de Barcelona, redacté la primera carta de amor de mi vida.

Amor:

No te imaginas lo que sentí al leer tus cartas. Despertaron un remolino de emociones que me sobrecogieron y estremecieron hasta mi más profundo ser. No hay cosa que desee más en todo momento que verte. Ya no pido estar contigo, me conformo con solo verte a través de un vidrio antibalas. No porque te quiera menos, sino porque me desespera no tenerte en mi vida y aceptaría la más miserable limosna.

Pero no me dejan, aunque no siento rabia por ellos, supongo que son las reglas y las siguen. Lo único que siento es que, a pesar de las limitaciones que nos han impuesto, te sigo queriendo.

Pero te tengo que pedir algo, algo tal vez absurdo… Por favor, no me escribas cartas de amor. No puedo tolerarlo, me hundo, siento que me asfixio, porque no puedo tocarte ni abrazarte, ni siquiera verte. Tus cartas me recuerdan el hueco tan enorme que hay en mi vida, ese que trato de rellenar todos los días con ocupaciones para no hundirme del todo. Por favor, cariño, entiéndeme; escríbeme sobre trivialidades.

Te adoro,

Ana

Me quedé mucho tiempo en la plaza observando a la gente e intentando despejarme. Añoraba tener noticias sobre el caso de Russ. Me pregunté por qué Marc no me había llamado; hacía ya un mes que le había dado la información. Al final, me incorporé y caminé de vuelta. Esperaba que las emociones se calmaran para poder retomar el ritmo frenético del trabajo.

Dicen que después de la tormenta viene la calma. A las cinco me encontraba de nuevo en la oficina, serena y concentrada frente al escritorio. Entrevisté a un candidato para el puesto de chef y, por primera vez en semanas, pensé que había tenido una suerte tremenda. Se llamaba Pierre y era francés. Había estudiado en la escuela culinaria de Marsella y trabajado como sous chef en varios restaurantes, uno de los cuales tenía dos estrellas Michelin. Su perfil era sobresaliente a pesar de la edad: veintiseis años. A los dos nos quedó claro de inmediato que yo no estaba en condiciones de cubrir sus expectativas económicas, pero Pierre tenía sus propios planes. Su objetivo era abrir una empresa de catering de lujo en Barcelona y Madrid para independizarse. Su mujer quería vivir en España y él buscaba un trabajo temporal para no gastar todos sus ahorros en fundar la empresa. Mis planes eran vender el restaurante y la temporalidad no me molestaba. De hecho, Pierre me ayudaría a posicionar mejor el restaurante y a abastecer a más comensales a diario, lo que me permitiría incrementar los beneficios. Incluso la preocupación porque hubiera una transición suave entre la chef actual y Pierre, él mismo la despejó. Me dijo que lo único que necesitaba para saber las recetas de los platos era degustarlos. Me parecía demasiado perfecto para ser real, pero ya necesitaba un poquito de buena suerte. Quedamos en que vendría a cenar para probar los platos a partir de aquella misma noche.

Abuso de confianza. La otra verdad
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