Una
excursión
Les di la noticia a mis amigos y a mi familia. María me felicitó por haberme separado de Thomas y me deseó una larga vida llena de sexo y pasión. Mis padres se mostraron cautelosos; les preocupaba mi futuro y, sobre todo, mi trabajo. Le di la noticia también a Helen, que me animó a ir a visitarla a Londres si quería cambiar de aires, y a Enrique. Él, fiel a su forma de ser de vividor y Don Juan, me ofreció ser mi amante si andaba necesitada.
Esa noche la pasé casi toda en vela. Los sentimientos confusos y dispersos sobre mi pasado y futuro se entremezclaban. Me sentía feliz y abrumada, independiente y atada, encontrada y perdida al mismo tiempo. Pero por fin estaba libre y podía concentrarme en mí, en lo que iba a hacer y en cómo me gustaría vivir mi vida.
No pude evitar pensar en Russell, por primera vez sin cohibirme.
Él había trabajado en una empresa financiera inglesa que tenía el despacho en el mismo centro de negocios que nosotros, y a veces habíamos coincidido. Al principio me había parecido un tipo muy reservado, incluso arrogante, porque siempre iba con prisa, conversaba poco y solo en inglés con marcado acento británico. Aparentaba ser joven, pero la gran cantidad de canas que tenía le daba un color gris plateado a su cabello. Sus ojos eran de color azul intenso y su mirada era inquisitiva, de aquellas que retan y desvisten. Era corpulento y de tez muy blanca, y siempre vestía con su particular «uniforme»: un traje oscuro y una camisa blanca con los dos botones superiores desabrochados.
Aparte de los ocasionales saludos por los pasillos del centro de negocios, no habíamos conversado mucho hasta el día en que presenció una pelea entre Thomas y yo en una cafetería cercana al trabajo. Después de que Thomas se hubiera ido, se había acercado a mí y me había invitado a tomar un café. Desde el primer momento me pediría que le llamara Russ y en seguida anunciaría que mi marido era un«tío miserable». Me había deslumbrado con una sonrisa asombrosamente atractiva, un sentido del humor divertido y el brillo travieso de sus ojos celestes; presa de un inesperado cosquilleo en el estómago, yo aceptaría una invitación de cena. Al día siguiente vendría una declaración de amor que amenazaría con derrumbar mi mundo ordenado, lógico y predecible al lado de Thomas.
En la cena me diría que no solía salir con mujeres casadas, que le bastaba la oferta abundante de solteras, pero que me había visto como a una mujer atractiva llena de problemas: un blanco fácil. Me había invitado a cenar con la única intención de acostarse conmigo. Sin embargo, mi aura le había agradado demasiado, al parecer, como para olvidarse de mí después del desliz. Yo le parecía sexy y mi aparente inconsciencia de mi propio atractivo lo hechizaba; le fascinaba mi personalidad frágil y fuerte a la vez. Intuía que se enfrentaba a algo más que una atracción temporal, y yo también, pues la incertidumbre en mis ojos delataba mi confusión. Russ estaba convencido que nuestras vidas cambiarían para unirse. Él podía ver que mi matrimonio llegaba a su fin, aunque yo todavía no me daba cuenta de ello.
La buena noticia era que él no tenía prisa, me podía esperar. Al decírmelo, yo casi me había desmayado por su franqueza y mis propias inseguridades. Se me había nublado la mente y había vivido días envuelta en una especie de bruma ilusoria que a veces me había hecho perder la capacidad de concentración y audición. Con mi alma soñadora, romántica y hambrienta de ser amada, me había planteado dejarlo todo —mi matrimonio y el trabajo— para lanzarme a los brazos de Russ. Él llenaría mi vida de ilusión, alegría, pasión, espontaneidad y experiencias nuevas.
Solo la perseverancia que tanto me caracterizaba —ah, y la ciega lealtad, que no tenía claro si era una virtud o un defecto— habían logrado que me mantuviera a distancia de Russ mientras no me aclarara. Había dudado si romper mi matrimonio sofocante o seguir en estado vegetativo al lado de Thomas. Me había refugiado en el trabajo con la esperanza de que la vida me daría la señal de que estaba lista para un cambio, para salir del estancamiento. Russ se había ido del centro de negocios para asociarse con otra empresa financiera, pero no dejaba pasar mucho tiempo sin llamarme. Había transcurrido así un año.
Russ definitivamente figuraba entre mis planes de futuro, pero primero iba a hacer algo sola, de inmediato, algo que no había hecho desde hacía años: una excursión. Después de pensar durante horas en el hombre que me quitaba el sueño, conseguí dormirme.
A la mañana siguiente, me subí al coche y salí rumbo a los Pirineos. El Parc Nacional d’Aigüestortes y el Estany de Sant Maurici estaban situados al norte de la provincia de Lleida. Pasé el túnel del Cadí y seguí en dirección a La Seu d'Urgell. Los picos de los Pirineos estaban cubiertos por la nieve. Las vistas eran espectaculares, frías y solemnes. No llevaba más equipaje que una mochila pequeña con algo de ropa cálida. Quería una experiencia en la naturaleza. Era enero, pleno invierno, y nevaba en las montañas, pero me daba igual.
Espot era uno de los pueblos por donde se podía acceder al parque nacional. De no haber estado interesada en refugiarme entre los bosques del Pirineo, habría pasado de largo la pequeña señalización. El pueblo era diminuto y tenía dos calles, una de las cuales acababa en la entrada del único hotel —o, mejor dicho, del hostal— donde quedaban habitaciones disponibles. Me registré y averigüé todo lo necesario para subir al parque. La recepcionista del hotel me miraba sorprendida. Poca gente subía a pie en esa época por el frío que hacía y por la necesidad de utilizar raquetas de nieve. Preferían esquiar, pero yo no. No quería hacer ningún deporte o actividad que me recordara a Thomas. Para mi suerte, en el pueblo había un pequeño centro deportivo donde alquilaban las raquetas y me informaron de que cada media hora había transporte hasta la entrada del parque.
Como ya era mediodía, decidí aventurarme a la montaña al día siguiente. Me sentía cansada. Pasé la tarde leyendo y durmiendo. Cené sola en el restaurante del hotel la típica comida catalana: una ensalada con embutidos, seguida de carne a la brasa y, para finalizar, una crema catalana. Seguía cansada y quería entregarme de nuevo a un sueño profundo e imperturbable.
Mi móvil estaba sonando cuando subí a la habitación. Contemplé un buen rato ese número tan conocido en la pantalla antes de contestar.
—¿Diga?
—¡Por fin te dignas a responder! —exclamó su voz seductora.
—Sí, más vale tarde que nunca —dije, distraída, imaginándome la expresión traviesa en la cara de Russ.
Sentí el cosquilleo en la barriga.
—¿Cómo estás? —preguntó con alegría.
Parecía estar siempre de buen humor, risueño.
—Bien, gracias.
—¿Dónde estás? Se te oye como si estuvieras en un túnel.
La habitación estaba decorada con el mobiliario imprescindible. El eco resonaba entre las paredes vacías.
—En un pueblo llamado Espot —dije mirando el folleto que había en la habitación.
—¿Espot? Querrás decir Sport.
Su voz reflejaba sorpresa.
—No, Espot. Se llama así.
—¿Y qué hay en ese pueblo de nombre tan extraño? ¿Una fábrica? —preguntó con gracia.
—No. No hay ninguna fábrica. Me he tomado unos días de descanso. Es un pueblo de montaña. Mañana pienso hacer una excursión —comenté sonriendo.
—¡Qué bien! ¿Y por qué no me has invitado? —exclamó en broma.
—Porque me apetecía estar sola. Además, pensaba que estabas en Gales.
—Volví ayer —dijo—. ¿Cuánto tiempo te quedarás por allí?
—No estoy segura. Un par de días.
—Así que has cortado con Thomas… —dijo de repente.
—¿Cómo lo sabes? —pregunté.
—Te noto la voz triste, pero también tranquila.
Russ se calló unos instantes.
—Me parece fantástico que te estés tomando un descanso.
—A mí también—reconocí.
—¿Te gustaría tener compañía? —preguntó esta vez sin bromear.
Suspiré.
—Russ, es que…
—No digas nada —me interrumpió; y con una nota de misterio en su voz añadió—: Prométeme que te cuidarás.
—Lo haré. Bueno, te dejo, que estoy cansada.
—Adiós.
Antes de dormirme, me prometí que las próximas vacaciones las iba a pasar con Russ. Me sumergí en un sueño profundo pensando en él.
Al día siguiente me subí a uno de los taxis que llevaban a la puerta del parque nacional y luego subían hasta el Pic de Ratera, que estaba a dos mil ochocientos metros de altura. El taxi era un Range Rover y el viaje duró unos veinte minutos por el bosque de abetos, uros y cedros de un intenso color verde. Cuanto más ascendíamos, más cubierta de nieve estaba la flora. Eran las diez de la mañana y hacía frío, pero el sol ya se estaba asomando y prometía calentar un poco el parque. Al bajarnos del coche, el guardabosques me entregó un mapa, me sugirió utilizar las raquetas de nieve y no salirme del camino marcado, y me deseó que pasara un buen día. Me quedé atrás, dejándome adelantar por los otros dos excursionistas que subieron conmigo. Me apetecía estar totalmente sola.
La entrada al parque nacional estaba casi al final del bosque. Cuando salí de él, se abrió una vasta pradera ante mí. El silencio era absoluto, excepto por el sonido de la nieve crujiendo bajo mis pies. Los árboles parecían congelados. Era un paisaje hermoso y silvestre. Atravesé la pradera y entré en otro bosque menos denso. El camino comenzaba a ascender. A pesar de la advertencia del guardabosques, me quité las raquetas de nieve y aceleré un poco el paso. Se comenzó a oír el ruido de algún riachuelo de montaña. Había uno que se abría paso al lado del sendero que yo recorría. De repente, vi otro serpenteando unos metros más allá. Luego vi otro. El ruido del agua incrementó. Alcé la mirada y me detuve.
Había llegado al pie del Estany de Sant Maurici. El agua era de un hermoso color azul zafiro y, hasta donde la vista alcanzaba, el lago estaba rodeado por unos altísimos abetos verdes y los picos blancos de las montañas. Parte de él estaba congelado y sus orillas cubiertas de nieve. Era como estar en un mundo de hadas, blanco y brillante. Me sentí cautivada por la intemperie, y un agradable sentimiento de libertad me llenó de pleno. Rodeé el lago siguiendo el camino marcado. Hacía frío, pero el sol ya comenzaba a calentar un poco.
Consulté el mapa. Había todavía otros dos lagos grandes: el segundo, el Estany de Ratera, al que me animé a subir, y el último, el Estany Gran d’Amitges, que se encontraba a unos dos mil cuatrocientos metros. El camino se desviaba un poco, pero el lago siempre permanecía visible. La ascensión fue impresionante, no era demasiado inclinada, así que podía seguir disfrutando de la naturaleza sin quedarme sin aliento. Llevaba un buen ritmo, a pesar de que me había vuelto a poner las raquetas de nieve. Las sesiones ocasionales de natación me habían mantenido en forma. Como había cogido comida y agua, decidí hacer una pausa nada más llegar. Disfrutaba de cada instante y estaba fascinada por la naturaleza.
Me quedé haciendo un pequeño picnic y leyendo al sol. Me sentía tan relajada que, de no haber sido por el frío, tal vez me hubiera dormido. Tomé la decisión de dejar el lago Estany Gran d’Amitges para el día siguiente e hice todo el camino de regreso hasta el pueblo a pie, lo que me tomó unas cuatro horas. Cuando volví al hotel, estaba mojada y agotada, pero muy tranquila y contenta a la vez. Me dí una larga ducha caliente. Luego me dispuse a leer, pero mi móvil me avisó de que tenía llamadas perdidas. Consulté el número. Era el de Russ. Sonreí. Ya no se iba a mantener alejado de mí tras saber que me había separado de Thomas. Lo llamé.
—Russ, creo que te dije que necesitaba algunos días para descansar —reclamé.
—Y yo lo he ignorado. —Rio—. Lo siento.
—¿Por qué me llamas? —le pregunté.
—Porque necesito tu ayuda —confesó.
—A ver.
—Estoy tirado en un pueblo que se llama La Pobla de Segur y no hay buses para Espot hasta mañana por la mañana. Tampoco hay taxis disponibles que quieran hacer el trayecto, porque dicen que va a nevar. Así que, aunque lamento enormemente estropear la sorpresa, ¿te sería posible venir a recogerme? —dijo de un solo respiro.
Sentí un vacío en el vientre y me senté en el borde de la cama.
—Russ, yo quería estar sola —le recordé al rato, cuando conseguí recuperarme de la sorpresa.
—Ya lo sé. Pero no he podido evitarlo. Tenía que intentarlo. Hay buses para Barcelona, si decides despacharme —dijo con su voz seductora, pues creo que, a esas alturas, él ya sabía que me gustaba.
—¿Dónde estás exactamente? —pregunté al final.
—En la estación de autobuses.
—¿Te has venido en autobús?
Russ no parecía el tipo de hombre que utiliza transporte público y menos en un país del que no hablaba el idioma.
—Yep.
—Quédate allí. Voy para allá —le contesté y colgué.
Me costaba concentrarme. Exaltada, busqué las llaves del coche y salí corriendo del hotel. Mientras conducía recordé que Russ, cuando me había invitado a salir, me había preguntado si yo siempre era tan directa al decir las cosas, porque le había advertido que no tenía espacio en mi vida para un nuevo enamoramiento. Sin embargo, ahora demostraba que él era tan directo como yo, no con palabras, sino con acciones; no se andaba con rodeos si veía la oportunidad. Me sentí algo cohibida.
Cuando llegué a la estación de buses, ya era de noche. Russ estaba sentado en un banquito, tratando de leer un periódico bajo la pobre luz que iluminaba la calle. Vestía pantalones y chaqueta de esquiar. Hice sonar la bocina. Alzó la mirada y sonrió. Incluso con la escasa luz que había, pude ver cómo sus ojos brillaron. Se levantó de golpe y cogió la mochila pequeña que había puesto a su lado, en el banco. Parecía el único equipaje que llevaba.
—No está mal para un galés lograr llegar hasta la Cataluña profunda por su cuenta —le dije a modo de saludo cuando se subió al coche.
—¡Si supieras! —contestó, y me dio un beso en la mejilla.
Puse el coche en marcha. Cuando nos acercamos a Espot, había comenzado a nevar y tuve que avanzar a velocidad mínima. No llevaba cadenas. Russ se quedó perplejo.
—¿Cómo conseguiste dar con este pueblo minúsculo?
—Es precioso, ya lo verás mañana. Debes de tener hambre. ¿Quieres cenar? —le pregunté.
—Sí, lo necesito con urgencia antes de desplomarme por malnutrición, provocada por bolsas de patatas chips y bocadillos resecos.
Aparqué al lado del hotel y entramos en el modesto restaurante. Lo miraba de reojo. Estaba impresionado por la sencillez del lugar y parecía que le gustaba. Se disculpó un momento para ir al baño. Tardó algo de tiempo, por lo que decidí pedir la cena y el camarero trajo el vino y agua.
—Me he tomado la libertad de pedir por ti —le dije cuando regresó.
—Estupendo.
Sonrió de forma cautivadora y me miró con una sugestiva intensidad en los ojos.
Una sensación olvidada, la que dispara la adrenalina en las venas, despierta el hormigueo en el vientre y debilita las rodillas, me recorrió el cuerpo y embriagó mis sentidos. Un calor me trepaba por el rostro, y agaché la cabeza esperando que Russ no se diera cuenta de que me hacía ruborizar.
Pensé en las noches que había pasado sola desde que Thomas se había ido a dormir a la habitación de invitados, y en cómo, presa del insomnio, cerraba los ojos e imaginaba a Russ en la intimidad; había decidido que las palabras «apasionado» y «travieso» lo describirían bien.
Y allí estábamos, los dos solos, cenando. Yo por fin me había quitado de encima el opresivo peso de mi matrimonio fracasado y él me miraba con actitud expectante. Aunque me emocionaba verlo, de una forma extraña temía lo que pudiera ocurrir entre nosotros. Lo deseaba con toda mi alma, pero hacía mucho tiempo que no había estado con otro hombre, mejor dicho, que no había estado con un hombre. Tal vez, la palabra que me describía mejor en la cama en aquel momento era «torpe». Atontada, me bebí el vino.
Durante la cena Russ se mostró encantador en todo momento y no hizo ningún gesto para acercarse a mí. Tal vez intuía mi incomodidad y le daba tiempo al tiempo. Hablaba con tranquilidad y se desenvolvía con soltura y encanto. Su sonrisa, deslumbrante, no abandonaba sus labios, y su mirada, inquisitiva, no se desviaba de mi cara. Logró distraerme y hacerme reír hasta que nos dijeron que iban a cerrar el restaurante. Fue el momento de subir a la habitación.
—¿En qué habitación estás? —preguntó como si nada mientras subíamos por las escaleras.
—En la 22.
Metió la mano en su bolsillo y sacó una llave.
—Yo estoy en la 28.
Reprimí un suspiro de alivio.
—Pues, si te parece, vamos a dormir, porque mañana nos espera mucho camino —dije—. Por cierto, ¿por cuántos días has venido?
—¿Cuántos días me dejarás estar contigo? —preguntó con su voz aterciopelada.
El silencio se prolongó.
—No lo sé. Depende de como te portes —logré decir al final.
—Si me porto bien, tal y como tú quieres, ¿me dejarás estar a tu lado toda la vida? —me preguntó con una sonrisa casi irresistible.
Bajé la mirada, incómoda. Él hizo ademán de decir algo.
—Buenas noches —le dije con rapidez y entré a mi cuarto.
Cerré apresuradamente la puerta y me apoyé en ella conteniendo la respiración. Oí sus pasos alejándose. Suspiré y me tiré en la cama escondiendo la cabeza entre las almohadas. Luego me levanté y fui al baño. Me observé en el espejo.
Desde pequeña había practicado natación y el resultado se notaba. Era alta, delgada y ancha de hombros. En la adolescencia había intentado disimular esto último porque me hacían muchas bromas y me llamaban «espalda ancha». Entonces me jorobaba y llevaba ropa dos tallas más grande que la mía. Solo los constantes consejos de mi madre lograron que, con el tiempo, perdiese el complejo y me diese cuenta de que era un rasgo atractivo. Para cuando entré en la universidad, ya había sustituido la ropa suelta por vaqueros ajustados, camisetas entalladas, jerséis informales y zapatos deportivos. Más de una década después, me seguía vistiendo de la misma manera. Llevaba el pelo largo y suelto. Me sentía cómoda así, pero, además, ese estilo pegaba con mi personalidad. Yo era activa y enérgica, siempre estaba en movimiento y caminaba deprisa. Los tacones altos, el maquillaje, el pelo recogido y la ropa entallada o de ejecutiva me sentaban bien, pero los reservaba para las reuniones de trabajo y las ocasionales cenas de empresas.
Me quité la ropa y observé mi desnudez en el espejo. Había perdido demasiado peso desde que habían comenzado los problemas con Thomas, pero seguía teniendo curvas. Me preguntaba por qué no le gustaría mi cuerpo a Thomas. Tenía las caderas sensuales y la cintura delgada. Traté de imaginar cómo sería mi cuerpo con unos pechos más prominentes. Suspiré. Me puse el pijama y me metí en la cama.
Me costó mucho conciliar el sueño. No pude evitar pensar que Russ estaba a solo dos puertas de mí.
Me despertó la alarma del móvil. Eran las ocho de la mañana, pero afuera todavía estaba oscuro. Había dejado de nevar. Me vestí con premura y bajé a desayunar. Russ ya estaba allí tomando té e intentado leer un periódico catalán. Se le veía descansado. Llevaba el pantalón de esquí y un jersey. Cuando me vio, sonrió.
—Menos mal que has llegado. No me estaba enterando de nada —dijo empujando el periódico a un lado.
Me serví café y dedicamos una hora a un relajado desayuno.
La nevada casi nos estropea los planes. Tuvimos que esperar un buen rato a que las máquinas quitanieves limpiaran la subida hacia el parque. El Range Rover nos dejó en el lago Estany de Ratera. Había más nieve que el día anterior, pero también el sol calentaba con más fuerza. Nos pusimos las raquetas y nos encaminamos hacia el último lago: el Estany Gran d’Amitges. Para mi gran sorpresa, Russ se mantenía en espléndida forma. Caminaba sin detenerse, a un paso constante. Estaba fascinado con el parque. Le gustaba la naturaleza y conocía los diferentes tipos de árboles y la utilización de sus distintas maderas. Había trabajado como aprendiz en una fábrica de muebles.
Sobre las doce, el sol apretaba y Russ se quitó la chaqueta y el jersey. Se quedó en una camiseta blanca de manga larga. El algodón marcaba su cuerpo con cada movimiento que hacía. Me costaba desviar los ojos. Agradecí internamente llevar gafas oscuras. Él tenía un físico estupendo: los hombros y la espalda muy anchos, y los brazos con los músculos marcados y fuertes. Recordé que me había dicho que de joven había jugado a rugby y que en la actualidad se mantenía en forma practicando boxeo. Pensé que todo hombre debería practicarlo. Sacudí la cabeza tratando de despejar la tentación. Más tarde decidimos hacer una pausa para comer. Russ se desplomó tal cual sobre el tronco de un árbol caído. Me senté a su lado y me quité la mochila.
—¿Bueno, qué te apetece? Tengo galletitas integrales, queso de cabra, aceitunas, pasas y manzanas —le pregunté mientras evaluaba el inventario.
—De todo lo que me dices, nada —dijo mirándome con sorpresa, como si le hubiera ofrecido una patata cruda—. Me dijiste que te ibas a ocupar de la comida para el camino —añadió.
—Sí. Y aquí la tienes. ¿Por qué no quieres nada?
—Porque esto no es comida. ¿Estás a dieta? —me preguntó.
—No, no estoy a dieta. ¿Qué esperabas que trajera? —me extrañé.
—Sándwiches de roast beef, patatas chips, salchichas y, de postre, algunos bollos. Ah, y si tuvieras una cerveza, sería el paraíso. Yo solo llevo agua y zumos —dijo divertido.
Me reí. Russ me miraba sonriendo.
—Me alegro de hacerte reír, pero a mí no me parece gracioso tener que comer galletitas integrales —respondió.
—Lo siento, pero es lo que tengo. No sabía que tenía que traer comida elaborada que nos costara digerir y que nos diera sueño para que no pudiéramos acabar el recorrido —le dije riéndome.
Me lanzó una mirada seductora y suspiró.
—Vale, pásame una de esas deliciosas galletas integrales y el exquisito queso de cabra dietético. Has estado demasiado tiempo casada con alguien muy aburrido —concluyó con ironía.
Ignoré su comentario y le pasé lo que me había pedido. Comimos a la vez que conversamos. Pero al final, era obvio que se había quedado con hambre porque me preguntó:
—A ver, ¿qué más traes en tu mochila de sorpresas?
Se la acerqué. Metió las manos y sacó todo lo que quedaba. Me di cuenta de que la cantidad de alimentos que había llevado era en realidad poca. No estaba acostumbrada a estar con alguien que comiera mucho más que yo; Thomas siempre se cuidaba.
—Russ, lo siento, pero creo que no he traído suficiente comida.
—Ya me doy cuenta, ya. ¿Tan mal te caigo, que me quieres matar de hambre? —preguntó con expresión simpática.
Al rato, seguimos caminando. En una hora llegamos al Estany Gran d’Amitges, el último lago. Las vistas eran espectaculares. Se veían otros dos picos y el lago se extendía dentro del valle. El agua era muy fría y tenía puro sabor a montaña. En algunas partes, las orillas estaban cubiertas de nieve y de hielo. Russ estaba fascinado y se maravillaba con la naturaleza. Rodeamos el lago mientras hablábamos y nos reíamos. De nuevo, el tiempo me pasó volando. Cuando nos dimos cuenta de la hora que era, nos dispusimos a volver deprisa. Tuvimos suerte de coger el último taxi, que nos bajó al pueblo.
Al llegar a la habitación del hotel, me duché, me puse mis vaqueros y un jersey blanco. Justo estaba a punto de salir, cuando sonó mi móvil. Russ me preguntó si iba a bajar hoy o en algún otro momento de la vida, y dijo que si no lo hacía pronto, se iba a desmayar de hambre. Me miré en el espejo. Me retoqué los labios con un poco de lápiz de color y me puse el anorak. Fuimos caminando hacia el único restaurante del pueblo, aparte del hotel.
Una vez dentro, en un ambiente cálido y casero, nos sentamos en la mesa de al lado de la ventana. Afuera ya había oscurecido, pero todavía se veía el paisaje invernal, blanco y desierto, a la luz de los faroles de la calle. Cuando nos trajeron el vino, noté que Russ no apartaba sus ojos de mi cara.
—¿Qué te pasa? —pregunté insegura.
—¿Me vas a contar qué sucedió?
Su voz era tan amigable, que acariciaba mis oídos. Se bebió el vino.
—No sé cómo contártelo —dije cogiendo mi copa.
—Empieza por el principio —sugirió.
Reflexioné.
—No recuerdo el principio, solo el final. Se ha terminado. Cuando vuelva, buscaré un abogado —resumí abrumada.
El recuerdo de la última conversación con Thomas me sobrecogió.
—¿No quieres contarme los detalles? —insistió.
—¿Quieres saberlos?
Asintió. Probé el vino, que era casero y afrutado, y luego dejé despacio la copa sobre la mesa. Lo observé unos instantes y comencé a hablar. Al principio lo hice indecisa y dolida, con los brazos cruzados, pero poco a poco fui recuperando la postura a la vez que me soltaba. Se lo conté todo, no podía parar, las palabras fluíande mi boca sin recato: el intento de Thomas de convencerme para que tuviera hijos con él, su decisión inesperada de irse de la empresa, mi incertidumbre por si lograría sacar adelante la consultoría, mi interés en abrir el restaurante y el avance que había hecho con el plan de negocios. El semblante de Russ iba cambiando de seriedad a enfado, de gracia a incredulidad.
—Puedo entender a Thomas hasta cierto punto —dijo al final.
Me observaba con la barbilla apoyada en la palma de la mano.
—¿En serio? —exclamé sorprendida.
Russ dejó caer la mano sobre la mesa y sacudió la cabeza.
—Creo que ha hecho un intento desesperado por quedarse contigo —me dijo con una mirada suspicaz—. Él te quería a su manera, Ana. Y creo que de verdad quería formar una familia contigo.
—Esto no justifica que me pusiera entre la espada y la pared, ni que saliera corriendo de la empresa dejando en riesgo el empleo de catorce personas —dije indignada.
—A veces el fin justifica los medios. No siempre sabemos comportarnos de la manera correcta y a menudo hacemos intentos desesperados por lograr lo que queremos —filosofó.
—No es justo —repetí, y bebí vino.
—No me malinterpretes. Lo entiendo, pero no lo justifico —dijo Russ frunciendo el ceño—. Si tuviera la oportunidad, le rompería la cara.
Me froté las sienes. Un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. De repente, la tarea de sacar adelante la consultoría me inquietó. ¿Realmente podría hacerlo? Russ se estiró por encima de la mesa y me acarició la mano. El roce me estimuló. En ese instante, se acercó el camarero con nuestros platos.
—No sé cómo lo voy a hacer, pero tengo que lograrlo —dije desanimada mientras probaba un bocado de la carne guisada, que, por cierto, estaba deliciosa.
—Ana, no me cabe duda de que sabrás hacerlo muy bien, si te lo propones —me animó Russ con voz serena—. Creo que estás muy capacitada —concluyó cogiendo sus cubiertos.
—Russ, soy consciente de mis capacidades —dije inclinándome un poco hacia él—, pero también soy consciente de que algunos negocios solo salen adelante si hay un equipo fuerte detrás, y la dimisión de Thomas va a debilitar nuestro equipo. Él es muy bueno en lo que hace. Me tengo que ganar a los consultores, para quienes es su líder y mentor. Él los ha contratado y ha trabajado con ellos, les ha prometido logros y avances en sus carreras. A mí me conocen como su mujer, la que se ocupa del marketing y la administración. Aparte, tengo que demostrar a los clientes que pueden confiar en mí.
—Tómalo como un reto —sugirió.
—Créeme, es como me lo estoy tomando —exhalé con sarcasmo—. Lo que sucede es que se me están acumulando los retos.
—Quiero que sepas que, si necesitas apoyo, puedes contar conmigo —añadió.
—Gracias —contesté.
—También, si necesitas de apoyo financiero, no dudes en decírmelo.
Lo miré unos instantes sorprendida.
—Gracias de nuevo, pero no creo que sea necesario.
—Sobre todo para el restaurante. Considérame como una alternativa de financiación.
La voz de Russ había cambiado y ahora sonaba a negocios. Sus ojos habían adquirido una firmeza extraña. Esa actitud me hizo recordar su historia personal. Al principio de conocernos, me había contado que provenía de un condado de Gales y que su familia era humilde. Tras acabar la escolarización, había comenzado a trabajar de inmediato. Sus padres no se habían podido permitir pagarle la universidad. En una ocasión, Russ me había dicho que él no tenía planes de futuro aparte de hacerse rico. No quería tener la vida planificada. Creía que eso era una manera de limitar las oportunidades que podrían surgir. Recordé que me había reído con el comentario, y que me había mirado con una extraña expresión de determinación y desafío. Poco tiempo después, Russ ya no trabajaba en el centro de negocios, y a los pocos meses habíamos coincidido en un restaurante. Ahí me había contado sus nuevos proyectos laborales: se había hecho socio de una empresa que ya llevaba en el mercado varios años y tenía una cartera de clientes; se dedicaban a la venta de acciones y colocaciones privadas. Yo ya había notado que el vestuario de Russ era mucho más bueno y más caro que cuando trabajaba en el centro; sin duda, ganaba mucho más que antes.
De repente, me llegó su voz como un eco e interrumpió mis recuerdos.
—Me gustaría ver los números, cuando los tengas listos.
Respiré profundamente y parpadeé.
—¿Y qué retorno esperas a cambio? —le pregunté.
Russ me miró con ojos de soñador.
—El máximo —dijo, y por fin probó la comida—. Hmm, está exquisito.
Inquieta, desvié la mirada.
—¿Qué te hace pensar que comenzaría otro negocio con otro hombre? —le pregunté al rato.
—No me interesa comenzar un negocio contigo —contestó—, solo te estoy ofreciendo mi apoyo, si lo necesitas, claro. En cuanto a lo de la recompensa… Era broma.
Entonces sonrió, tan irresistible como siempre, así que preferí dejar el tema de lado y no pensar en el trabajo.
Una hora más tarde y frente a mi habitación, con la puerta ya medio abierta, Russ me susurró al oído:
—He pasado un día fantástico. —Se apartó, y añadió—: Dulces sueños.
Me noté el pulso acelerado y sentí como se me debilitaban las rodillas. No era por el vino.
«Ahora soy una mujer libre», me recordé.
Estiré una mano y lo atraje hacia mí. La mirada de Russ se tornó ardiente de inmediato. Tan pronto sus labios calientes rozaron los míos, el corazón se me aceleró al máximo. Se me olvidó respirar. Su masculinidad, su esencia y la pasión que sentía por él me marearon. Las rodillas me cedieron.
—¿Estás bien? —exclamó Russ aguantándome.
—Sí —musité avergonzada.
Parecía una colegiala que besaba por primera vez. De repente, el mundo se desvaneció bajo mis pies. Me había cogido en brazos. Entró en la habitación y cerró la puerta con el pie. Se sentó en la cama y me colocó con cuidado encima de su regazo. Nuestros ojos se encontraron. Los suyos estaban nublados por el deseo.
—Ana, hay algunas cosas en esta vida que tienes que dejar que hagamos los hombres —dijo en susurros—, y una de ellas es besar.
Me besó con ternura. Estaba ansiosa, lo deseaba tanto que me dolía el alma. Toda la pasión dormida desde hacía años se despertó y me provocó una exaltación casi incontenible.
—No me hagas suplicarte—murmuré contra sus labios mientras disfrutaba del vértigo que comenzaba a sentir por lo que vendría.
Russ sopló con delicadeza para retirarme un mechón de pelo que tenía en la cara.
—No sabes nada. Únicamente te pido que no te desmayes.
Me volvió a besar, esta vez con más pasión. Sus manos me habían atrapado y yo me dejé llevar. Pasaron solo unos instantes hasta que mi pulso volvió a acelerarse al máximo. Me sentía urgida por el ardor del deseo, pero él no se apresuraba en absoluto. Me desvistió, me acarició y me besó por todo el cuerpo con tanta paciencia y sosiego, que me llevó al extremo del delirio. Sus manos se deslizaron por mi piel como gotas de agua caliente provocándome gemir del placer. Las caricias eran cada vez más excitantes. Cuando ya pensaba que mi corazón iba a explotar y sentía mis respiraciones entrecortadas, Russ me poseyó con deliberada lentitud. Sus movimientos lanzaron una corriente eléctrica por todo mi cuerpo, pero, de nuevo, él no se apresuraba, y cada vez que sentía que yo me acercaba al clímax, se detenía aún más. Me dominó de manera fascinante. Las sensaciones tan intensas me sacudieron hasta mi más profundo ser. Grité ahogadamente. Escuché su respiración acelerada y, después, su cuerpo rígido y fuerte comenzó a relajarse sobre mí. Mi corazón se desaceleró poco a poco. A pesar de la escasa iluminación, pude verle los ojos: pura adoración. Me acarició la cara y me besó la barbilla.
Enterró la nariz en mi cuello por debajo de la mandíbula. Sentí un cosquilleo. Me estrechó contra sí, como si pudiéramos estar más unidos. La consciencia del peso de su cuerpo sobre el mío cobró vida y me hizo quejarme. Relajado, Russ podía aplastarme como una mosca. Con mucha agilidad se recostó de espaldas y me atrajo en sus brazos. Podía sentir el calor de su cuerpo y oír como los latidos de su corazón se iban apaciguando. Me estuvo acariciando el pelo. Estuvimos largo tiempo en silencio, en la oscuridad.
Abrí los ojos lentamente. Las cortinas del ventanal estaban corridas de par en par y la habitación bañada en la suave luz del día invernal. Poco a poco, brotando a través de las múltiples capas de paz absoluta que embriagaban mi mente, emergió el recuerdo erótico. Volví a cerrar los ojos pensando en él: en sus manos varoniles y hábiles que sabían cómo tocar y excitar, en su cálida piel, que olía a masculinidad pura, en las pupilas que se dilataban por el deseo y oscurecían el fondo celeste, en su sutil dominio al tomarme, sentirme, poseerme, ante el que me rendí de forma incondicional. Los recuerdos me aceleraron el pulso y un cálido cosquilleo me recorrió bajo la piel. Era mejor de lo que me había imaginado. Me preguntaba dónde estaría, reinaba un silencio absoluto. De nuevo abrí los ojos y me incorporé en la cama.
—Así es como te ves por las mañanas —Oí un murmullo agradable.
Giré la cabeza. Estaba sentado en el sillón de al lado, ya vestido, y sostenía un libro en las manos. Sus ojos brillaban por algún pensamiento travieso.
Los recuerdos de la noche anterior me invadieron ahora con locura. Me avergoncé como una cría por mi propio desenfreno y sentí como me ruborizaba. Russ sonrió.
—Tu pelo está un poco… alborotado —dijo vacilante.
Hice un movimiento para levantarme de la cama y sentí que tenía todos los músculos doloridos. Gemí ahogada. La falta de práctica se notaba. Me levanté arrastrando con torpeza la manta alrededor de mi cuerpo desnudo. Russ no me quitaba los ojos de encima y sonreía divirtiéndose con mis movimientos desgarbados. Caminé hacia el baño. En el espejo vi que mi pelo era un desastre, estaba despeinado y enredado. Suspiré y me metí en la ducha. Dejé el agua correr largo rato por mi cuerpo disfrutando del calor. Me sentía feliz y plácida. Me enrollé en una toalla y abrí la ventana para dejar escapar el vapor. Me cepillé cuidadosamente el pelo. Cuando salí del baño, Russ dejó el libro de lado y me hizo una señal con el dedo para que me acercara a él. Lo hice sin hablar. Me sentó en su regazo.
—No sueles hablar por las mañanas —observó.
Asentí.
Sonrió y me acarició la cara. El roce me aceleró de nuevo el pulso. Era como si acercara una cerilla encendida a la leña. El fuego se extendió primero despacio y luego con rapidez por mi interior. Bajó su mano y acarició mi espalda siguiendo la línea de la columna. Me estremecí.
—Por favor, recuerda que estás tratando con alguien que ha sufrido abstinencia sexual —susurré.
Russ detuvo la mano y sonrió.
—Ya me di cuenta. Podemos mejorar mucho.
Lo miré sorprendida.
—¿Mejorar? —repetí como un eco.
—Sí. Pero no te preocupes. Ya te he dicho que soy paciente y tengo toda la intención de volverte una adicta al placer —dijo esbozando una enorme sonrisa.
Lo miré algo cohibida. «¿En qué podía mejorar él?», pensé. Era un seductor, un verdadero amante en la cama.
—Café —murmuré.
Me miró unos instantes que me parecieron eternos. Su mirada era dulce y sensual.
—Espera mientras te visto. Así no puedes bajar al restaurante.
Me sentó en la cama mientras yo lo miraba, desconfiada. Sacó de mi mochila un juego de ropa interior. Me agradecí haber metido unos conjuntos decentes. Recogió mis vaqueros y el jersey tirados en el suelo y se me acercó de nuevo. Muy despacio me levantó y me desató el nudo de la toalla. La dejó caer. Contempló mi cuerpo desudo unos instantes. Sentí que me ruborizaba de nuevo, pero no quería esconder mi desnudez. Me gustaba como me miraba.
—Eres bella, Ana —susurró.
Me colocó las manos sobre las mejillas y luego me recorrió con suavidad el cuello, los hombros y los pechos con la yema de los dedos. Se me erizó la piel y las rodillas amenazaron con ceder. Bajó las manos hasta mi cintura y acarició mis caderas y glúteos despacio, luego sus dedos ascendieron por mi espalda.
—Tus curvas me fascinan —murmuró mientras me excitaba.
Tragué saliva. Russ sonrío; disfrutaba del efecto que provocaba en mí. Apartó las manos. Se agachó y me puso las braguitas. Sentí su aliento sobre mi vientre y la sensación de humedad volvió. Pero él se levantó, me giró de espaldas hacia él y me puso el sujetador. Mi corazón latía a tal ritmo que me costaba respirar. Se detuvo unos instantes, indeciso, buscando la parte delantera del jersey. Me hizo subir los brazos al aire y me lo puso. Con cuidado, sacó mi pelo húmedo por encima. Por último, se ocupó de los vaqueros. Suspiré aliviada porque no había más prendas de ropa que ponerme, sino me habría vuelto loca.
Me miró de arriba abajo.
—Ya estás presentable.
Sonrió. Se detuvo a mirar mi cara de cerca.
—Yo no pondría maquillaje —añadió.
A esas alturas estaba deseando locamente que me desvistiera, pero me ayudó a ponerme los calcetines y las botas, me secó la humedad del pelo con el secador y bajamos al restaurante.
Después de la primera taza de café, recuperé el habla y los escrúpulos.
—Russ… —comencé—. Lo que sucedió anoche…
—Ana —me interrumpió sonriendo—, ¿por qué las mujeres siempre tenéis que hablar sobre «lo que sucedió anoche»?
Russ se inclinó hacia mí:
—No quiero hablar de lo que pasó anoche. Solo quiero pasar muchas noches más contigo una y otra vez —susurró—. No me temas y no te cohíbas conmigo. No tienes idea de lo espectacular que eres y de lo mucho que te deseo.
Lo miré agradecida. Le habría querido explicar mi torpeza y mi timidez, y prometerle que iba a mejorar con el tiempo. Pero no hizo falta. Con Russ no hacían falta las explicaciones innecesarias ni las excusas. Estiré la mano y le acaricié la cara. Me daba igual conocerlo poco y que solo hubiéramos compartido una noche de intimidad; quería estar con él.