El lunes a las diez estaba en la oficina. La nueva recepcionista, Rosi, no menos cotilla que la antigua, Alejandra, quien se había ido a trabajar con Russ, me evaluó de pies a cabeza con una mirada veloz y sonrió. Yo no llevaba vaqueros, sino un elegante traje gris y una camisa de color rosa.
—¿A quién vas a conquistar hoy? —preguntó.
—¿Estás disponible? —sonreí y le guiñé un ojo.
Se quedó perpleja.
Me dirigí a nuestra oficina. Hacía tan solo un año éramos tres personas en un despacho pequeño con pocos muebles y, cuando hablábamos, el eco de las voces resonaba entre las altas paredes. Ahora los quince ocupábamos unas oficinas grandes con varias divisiones y el ambiente era mucho más aminado.
«¡Que dure!», pensé.
—Buenos días —saludé a todos.
—Hola —contestaron algunos, entre ellos Kiko.
—¿Estás preparado? —le pregunté mientras dejaba mis cosas sobre el escritorio, junto a él.
Asintió y ladeó la cabeza; una sonrisa algo tímida curvó sus labios. Pensé que no habría dormido mucho después de mi llamada de la noche anterior; tenía las ojeras marcadas y sus ojos, topacios, parecían cansados. Kiko señaló hacia el fondo de la oficina. Me dirigí hacia allí. Thomas miró por encima de la pantalla de su portátil. Sin saludarlo, fui directa al grano.
—Me gustaría tener una reunión con todos en quince minutos. ¿Me acompañas para preparar la sala de reuniones?
Él iba a decir algo, pero se contuvo. Asintió, se levantó y me siguió.
Encendí las luces de la sala y conecté mi portátil al proyector. Thomas se sentó en una silla y me observó sin decir nada. Había cruzado los brazos sobre el pecho. Lo miré de reojo. Llevaba un pantalón caqui y una camisa amarilla que resaltaban su palidez. En seis años de matrimonio, yo no había logrado que se deshiciera de sus camisas amarillas, rosas y verdes, pero ya no estaba en su vida para corregirle el gusto a la hora de vestir. Ahora seguro que lo hacía su madre y de ella venía su inclinación por los colores pastel.
—Estás guapa —dijo de repente.
Lo miré sorprendida.
—Gracias —contesté reprimiendo un temblor—. Hablemos de dinero —añadí.
Frunció los labios. Se levantó de la silla y cerró la puerta.
—Esta mañana he hablado con una abogada que me recomendó María. Se llama Isabel Torres y está de acuerdo con representarnos a los dos en todo lo que concierne a nuestro divorcio —dije.
Thomas asintió. Su rostro había adquirido rigidez. La paz y tranquilidad que irradiaba habían desaparecido. Parecía estar lleno de resentimiento. Me entristecí al ver ese cambio. Supuse que si no hubiera existido Russ, yo estaría aún peor que él. Reprimí un fugaz remordimiento y proseguí.
—En cuanto a la empresa, estoy de acuerdo con lo que pides, con una sola condición: el dinero se te pagará una vez el cliente nos haya pagado la totalidad de las facturas emitidas durante el periodo que hayas estado llevando el proyecto.
Se limitó a asentir.
—Es todo por mi parte. Llamemos a los chicos —le dije de repente deseando no estar a solas con él.
—¿Me quieres adelantar qué les vas a decir? —preguntó.
—La verdad —contesté con ironía.
—¿Por qué tienes que ser tan venenosa? —preguntó enfadado.
Durante un instante, estuve a punto de contestarle con todo el rencor acumulado que le guardaba: recordarle cómo él evitó las conversaciones abiertas conmigo durante años, reprocharle el silencio oprimente que reinaba entre nosotros por todo lo que él calló y las innumerables veces que dejó que mis preguntas flotaran en aire sin darme respuestas. Pero me contuve, no quise insistir en temas que ya deberían haber quedado en el pasado. Tenía un futuro por delante del que ocuparme.
—Confía en mí —le dije con una sonrisa sarcástica dirigiéndome hacia la puerta—. Además, al fin y al cabo, ya no debería importarte.
Aquella reunión sería el inicio de una nueva etapa en mi carrera. Hasta entonces desconocía lo decidida y tenaz que podía llegar a ser cuando era necesario. Ya no estaba en un segundo plano, detrás de Thomas; me encontraba en primera línea para liderar, darme chascos y aprender. Había temido ese momento y la reacción de los consultores. Tal vez la idea de no tener nada que perder me ayudó a sacar valor y a dominar la emotividad.
Mi plan era sencillo pero arriesgado. Cuando estuvieron todos sentados alrededor de la mesa ovalada en la sala de reuniones, recorrí con rapidez las caras con la mirada. No quería detenerme un tiempo prolongado por miedo a que me invadiera un sentimiento de inseguridad. Me levanté.
—Hola —saludé—. Hola —repetí mientras todos enfocaban su atención en mí—. Tengo una importante noticia que daros. Thomas se va de la empresa.
De inmediato, doce miradas se clavaron en él. Él sonrió. Las miradas se volvieron entonces hacia mí. Había inquietud y asombro.
—Mi principal meta es asegurarme de que su salida no afecte al negocio del que vivimos y esto conllevará los siguientes cambios —hablé decidida—. Thomas, que hasta el momento era quien mantenía el contacto con el cliente, traspasará sus responsabilidades a Federico y a mí.
Al oír esto, Thomas, que miraba fijamente la mesa, alzó la vista sorprendido.
—Como sabéis, Kiko lleva el mismo tiempo en la empresa que Thomas y yo, de hecho nos ayudó a fundarla —proseguí apoyándome en la mesa con las yemas de los dedos—. Él conoce bien todos los proyectos en curso. Su responsabilidad será llevarlos operativamente. Él os supervisará y os apoyará con el análisis del potencial, con la implantación de las mejoras y con el seguimiento.
Kiko era un consultor brillante y solía llevarse bien con los clientes. Sin embargo, era muy joven. Tenía veintisiete años y parecía tener menos. La mayoría de los consultores tenían más edad que él. Esperaba que ello no resultara un problema, ya que no tenía otra alternativa.
—Mis responsabilidades serán dirigir la empresa y las ventas. Necesitaré de vuestro apoyo, tanto para la adquisición de nuevos clientes como para cerrar más proyectos con los clientes habituales. No se espera de vosotros que salgáis a la calle y vendáis, sino que una vez precalificado el cliente, me ayudéis desde el punto de vista técnico con el cierre de la operación.
De reojo, percibí como algunos asentían con la cabeza.
—El siguiente punto —proseguí con voz tranquila queriendo restar importancia a mis palabras— es que estamos entrando en una crisis, pero eso ya lo sabéis y no me voy a extender en ello. Lo que tal vez no sepáis es que se espera una caída en el negocio de la consultoría en un 50%. Este aspecto sí que merece la pena comentarlo. No os asustéis por esta cifra, porque nuestra empresa tiene una ventaja frente a muchos competidores, y es que somos operativos, trabajamos en la reducción de costes y del despilfarro en los procesos. —De nuevo los recorrí con la mirada—. Nuestros proyectos traen mejoras financieras inmediatas y ahorros para nuestros clientes. Sin duda, tendremos un descenso en el volumen de trabajo, pero creo que nos mantendremos a flote. Sin embargo, si bien la índole de nuestro negocio no representa una limitación en un mercado en contracción, tenemos una desventaja fundamental como cualquier otra consultoría: nuestros costes fijos son muy altos, lo que, sumado a un descenso en el volumen de proyectos, sí nos puede perjudicar.
El día anterior, mientras pensaba en alternativas para sacar la empresa adelante, me di cuenta de otra razón por la cual Thomas se iba: la crisis. Estaba convencida de que preveía la caída a nivel de negocios y la labor de mantener a quince personas era enorme. Su pragmatismo lo había empujado a aprovechar nuestra separación para evitarse varios dolores de cabeza.
—Por lo tanto, la única alternativa que tengo es transformar los costes fijos en variables —concluí.
Si surgió alguna duda acerca de hacia dónde se estaba orientado la conversación, esta se despejó con la intervención de uno de ellos.
—Si no me equivoco, el único coste fijo de envergadura en una empresa como esta es la nómina del personal —dijo Ignacio de forma suspicaz.
Lo observé un instante. Ignacio era el más sénior de todos los consultores y el mejor después de Kiko. Se parecía a Woody Allen, tanto físicamente como en la forma de vestir. Aunque, sus gafas —de montura fina— eran más modernas que las del director de cine y no andaba jorobado. Me caía muy bien, porque era directo y crítico, pero en aquel momento pensé que su franqueza jugaría en mi contra.
—Todos pasaremos a tener una remuneración variable. Cobraremos en función de los proyectos que haya —anuncié.
En la sala se creó un incómodo silencio y, si las miradas mataran, en ese mismo momento habría empezado a agonizar.
—No way —oí pronunciar a alguien.
Otro tiró frustrado el bolígrafo sobre la mesa.
—¿Quieres decir que podemos quedarnos sin un duro si la empresa no tiene proyectos? —preguntó Ignacio mirándome con recelo.
—Esto puede pasar de todos modos, tade o temprano, si tienes un salario fijo —objeté.
—Más bien tarde que temprano y si fuera conveniente —refutó sarcástico.
—La empresa se responsabilizará de la puntualidad de los pagos —argumenté.
Me controlé para parecer tranquila. Seguía en pie.
—Es decir —continué—, los largos plazos de cobro no se verán reflejados en el pago mensual de los honorarios. Pero sí es cierto que si no hay proyectos, no habrá pagos. Siento tener que exponerlo tan repentinamente, pero no creo en los milagros, y soy consciente de que hemos vendido y que podremos vender en un futuro cercano. Tenéis la absoluta libertad de tomar las decisiones que os parezcan adecuadas y las comprenderé. Lo único que quiero añadir es que este cambio no se debe a la salida de Thomas, sino a las circunstancias actuales del mercado.
—A mí me parece bien —dijo Kiko de repente.
—Sí, claro, te has llevado el premio de oro —exclamó Ignacio quitándose las gafas y observándolas a contraluz.
—¡Aquí no hay premios de oro ni secretos para nadie! —Intervine enseguida alzando la mano—. Kiko cobrará, al igual que todos, una cantidad variable según los días que esté en proyecto. En cuanto a mis ingresos, estos se fijarán como comisión de venta.
—Con todo mi respeto, Ana, ¿cómo piensas vender en un ambiente gobernado por hombres? —preguntó Ignacio con ironía.
Se volvió a colocar las gafas y me observó con menosprecio. Rechiné los dientes. Eso no iba a ser tarea fácil.
—Voy a lograrlo —dije decidida—, porque si no me quedaría sin ingresos y me tendría que buscar otro trabajo.
—¿Y por qué no buscamos a otra persona como Thomas para que lo sustituya? —propuso.
Los demás nos observaban en silencio.
«Vaya, sí que le echas leña al fuego», pensé para mis adentros.
—Podemos intentarlo, pero, con franqueza, creo que sería perder el tiempo. Una selección ejecutiva es larga y estoy convencida de que son pocos los candidatos que aceptarían una remuneración variable desde un principio, ya que no conocen la empresa.
—¿Y por qué te vas, si no es mucha indiscreción la pregunta? —se dirigió Ignacio algo molesto a Thomas, quien me lanzó una mirada dubitativa.
—Thomas y yo nos vamos a separar —dije directamente.
Las miradas de algunos se tornaron empáticas, pero la mayoría permaneció distante.
—¿Y por qué no se va Ana de la empresa y te quedas tú?
Ignacio volvió a tensar el ambiente.
Sentí que un espasmo de miedo me convulsionaba el vientre. Ignacio no se rendía y era obvio que me desaprobaba como jefa. Los demás pensaban, seguramente, como él, ya que estaban todos callados siguiendo la conversación. Thomas carraspeó.
—Eso es un tema personal… —dijo escueto y enmudeció.
Lo miré sorprendida. Los consultores se merecían una respuesta mejor. Él había sido su líder y había mantenido una relación bastante estrecha con muchos de ellos.
—Es tan personal que no lo puedes compartir con nosotros… —La ironía en la voz de Ignacio no tenía límites—. Déjame hacerte otra pregunta entonces. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Adónde te vas a trabajar?
Vi como Thomas apretaba la mandíbula. No le gustaban para nada las confrontaciones.
—Voy a trabajar para una empresa alemana.
—Ajá… —prosiguió Ignacio de forma aún más irónica mientras se ajustaba las gafas a la nariz—. Así que te vas a trabajar asalariado y abandonas tu cargo de director en una empresa que sabes que es posible que se hunda en esta crisis, olvidándote de todo lo que nos has ido prometiendo, por lo menos a mí —Se señaló el pecho con ambas manos—, durante el tiempo que hemos trabajado juntos.
Ignacio estaba indignado. Thomas lo miraba fijamente mordiéndose el labio inferior.
—¿Acaso has olvidado tus promesas durante la entrevista de trabajo cuando me contrataste? —prosiguió gesticulando con las manos—: Ignacio, esta empresa es una oportunidad de oro, más adelante todos participaremos en la repartición de beneficios, no tenemos competencia en el mercado español, mi meta es que seamos treinta personas en dos años y cincuenta en cuatro, quiero llevar la empresa a cotizar en la bolsa…
Sus palabras eran balas. Observé a Thomas, me parecía que se retraía más y más.
—Y un año más tarde —añadió—, anuncias que te vas de la empresa coincidiendo con el comienzo del estancamiento en el mercado. No puedo evitar pensar que todo lo que prometiste eran o bien mentiras o bien ideas de un soñador ingenuo, porque un directivo con una visión tan ambiciosa como la que pretendías tener tenía que prever que se avecinaba una crisis, tenía que tener un plan de acción alternativo que no fuera salir huyendo —La entonación en la voz de Ignacio se tornó burlona—. Pero no, ahora, en vez de apretarte el cinturón y dar la cara, estás dejando a tu mujer, o futura exmujer, al frente de la empresa —Me señaló con la mano y me miró—. Ana, con todos mis respetos, aunque tengas una preparación académica excelente, no tienes la experiencia de Thomas en proyectos para luchar y sacar la empresa adelante —Volvió a mirar a Thomas—. Vaya, me equivoqué contigo. Me equivoqué al pensar que eras un profesional.
La declaración de Ignacio fue tan súbita y directa que causó mayor impacto que la noticia de la dimisión de Thomas. El silencio parecía agarrotado. Nadie se movía ni se atrevía hablar. Yo estaba desconcertada por el giro que había dado la reunión. Sinceramente, me costaba asimilar que alguien más, aparte de mí, pudiera analizar a Thomas tan bien. Ignacio y Thomas se observaban con tirantez. Al final, Thomas desvió la mirada.
—Ignacio. —Se oyó su voz baja, pero firme—. Algunas veces tenemos que tomar decisiones que no hemos previsto. —Volvió a mirarlo—. No quiero que penséis que estoy abandonando la empresa en el peor momento por miedo. La separación con Ana ha surgido y nos es imposible seguir trabajando juntos. Fundar esta empresa fue idea suya y aunque yo he estado en la dirección, ella es quien en realidad ha sabido compaginar todas las piezas para que funcione. Creo que os estoy dejando en muy buenas manos, aunque femeninas —Sonrió—. Y que Ana, con vuestro apoyo como técnicos, logrará sostener la empresa. La medida que ella propone de pasar a remuneración variable es bastante arriesgada, pero muy adecuada, dadas las circunstancias, y estoy seguro de que si todos hacéis bien vuestra parte, vais a ganar incluso más que ahora.
De nuevo, reinó el silencio. Me costaba decidir si Thomas era sincero o no. ¿Era cierto que me estaba valorando o era una estrategia para parecer menos culpable? Ignacio iba a decir algo pero se contuvo. Kiko también estaba callado.
—De momento, nada cambia en cuanto al trabajo —dije de inmediato para evitar otro argumento por parte de Ignacio—. Seguimos como lo hemos estado haciendo hasta ahora. Kiko se reunirá esta tarde con todos vosotros para organizar los proyectos que hay en curso y los próximos. Yo también estaré en la reunión y hablaremos sobre costes y ventas. A partir de este momento, estaré disponible para comentar los hechos con cada uno de vosotros personalmente. ¿Alguien tiene preguntas? —añadí con nerviosismo mientras me frotaba las manos, sudorosas.
Nadie se aventuró.
—Gracias. Esto es todo —concluí nerviosa.
De repente, la sala se llenó del murmullo de la gente y del ruido de las sillas que se movían. Uno detrás de otro todos salieron de la sala de reuniones, excepto Ignacio.
—Ana, voy a ser el primero en tomar tu invitación de reunirnos —me dijo decidido sin mirar a Thomas.
—Por supuesto. Estaré contigo en unos momentos —contesté inquieta.
Pensé que tal vez iba a ser el primero en renunciar y un espasmo me estrujó el vientre.
Cuando Ignacio salió de la sala de reuniones, Thomas se levantó de la silla.
—Ana, lo has hecho muy bien —dijo sonriendo.
A esas alturas ya me daba igual lo que pensara. Estaba más preocupada por la reunión con Ignacio y lo que podía resultar de ella. Apresurada, desenchufé mi portátil del proyector, que no había utilizado.
—Gracias —contesté distraída—. ¿A qué hora salimos mañana para las visitas con los clientes? —le pregunté.
—A las siete y media en el aeropuerto. Volamos primero a Madrid. Rosi tiene tus itinerarios y reservará los vuelos esta tarde —dijo.
—Bien —respondí.
—Ana, una cosa más —dijo Thomas.
Alcé la mirada. Se acercó. Pensé que me iba a besar o abrazar. Instintivamente mi cuerpo se tensó. Pero él metió su mano izquierda en el bolsillo y sacó la sortija de matrimonio. Me la acercó del todo. Lo miré sin comprenderlo.
—Quería darte esto y decirte que la he llevado con todo el amor y el orgullo de ser tu marido —sonrió con tristeza.
No tuve fuerza para frenar las lágrimas. Sentí como me nublaban la vista y se derramaron por mis ojos. Ya no lo podía mirar y me costaba respirar. Entre la neblina, su mano cogió la mía y puso la sortija en mi palma. Luego la cerró. Con la mirada borrosa, vi que me daba la espalda y salía de la sala. Para él, ese capítulo ya había terminado.
Había pasado mucho tiempo intentando salvar mi matrimonio y tratando de convencerme de que podía seguir viviendo con Thomas, aunque ya no lo amara. Había sido una idea descabellada. Me dolió reconocer que tenía que divorciarme, pero las cosas eran como eran y tenía que aceptarlas sin juzgarme y seguir adelante. Pensé en Russ y sonreí. Me quité la sortija y, junto con la otra, la guardé en el bolsillo. Luego me sequé las lágrimas y fui a la reunión que tenía con Ignacio.