Mi hijo pesó casi cuatro kilos y medio al nacer, y en los primeros días de vida ya demostró ser hijo de su padre. Dormía poco, intentaba mirar todo lo que tenía alrededor, cada ruido le llamaba la atención, constantemente emitía sonidos, tosía o reía, tenía hambre a todas horas y no quería separarse de mí. Cuando lo dejaba en su cuna o alguien lo quería tener en brazos, protestaba con llantos. Pero, sobre todo, su parecido con Russ se le notó en los ojos, de un color celeste marcado y definido que no cambió con el crecimiento. Lo llamamos Dylan.

Mi vida cambió radicalmente. De estar centrada entre el trabajo y Russ, pasé a dedicar todo mi tiempo y mis fuerzas a esa pequeña criatura. Me frustraba el no saber cómo hacer las cosas y a veces me desesperaba, ya fuera porque Dylan no quería comer o dormir, o porque se hacía caca demasiadas veces al día. En mi mente racional no sabía aceptar los cambios impredecibles e inesperados, aunque fueran de lo más normales para un bebé. Entonces, le llenaba los oídos a Russ con mis quejas. Había días en que me sentía tan agobiada, que en cuanto él entraba por la puerta, después de un día de trabajo, lo asaltaba con una temible verborrea. En otras ocasiones, ni siquiera podía esperar a que llegara a casa y lo llamaba al móvil.

—Russ, el bebé ha estornudado muchas veces —me quejé un día.

—¿Cuántas? —preguntó tranquilo.

Miré a Dylan, que estaba acostado en la cuna y observaba en silencio el móvil musical que giraba encima de él.

—Muchas —murmuré insegura.

—¿Estas con él?

—Sí.

—No se le oye.

—¡Es porque ahora se calmó! —exclamé a la defensiva—. ¿No me crees lo que te estoy diciendo? Es muy fácil para ti estar en la oficina y que yo me tenga que preocupar de si el niño está enfermo o no. ¿Y qué pasa si le sube la fiebre? ¿Tendré que arreglármelas yo sola?

—No, no tendrás que arreglártelas sola. Llámame cuando comience a estornudar de nuevo, regresaré a casa e iremos juntos a urgencias.

Le colgué y me sentí ridícula. Russ tenía la inusual capacidad de ser paciente cuando era crucial. Me di cuenta de que aguantaba mis inseguridades, malos humores y frecuentes quejas con pragmatismo y una heroica tolerancia. Cuando me encontraba en momentos de lucidez, y no cansada por la falta de sueño, se lo agradecía.

Russ adoraba a Dylan. Intentaba regresar temprano del trabajo para poder pasar tiempo con el bebé. Le hablaba, le cantaba, le mecía en brazos y, si se dormía, se quedaba al lado de la cuna y lo miraba largo tiempo. Yo los observaba y sonreía.

A pesar de mis incertidumbres y el cansancio, me sentía feliz. Comprendí que los miedos que había tenido en el pasado —la responsabilidad de ser madre, la dependencia económica de otra persona durante la baja maternal, la incertidumbre de afrontar una nueva y desconocida situación—, eran someros. La razón de fondo de por qué no había querido tener hijos antes era que no estaba con la persona correcta. No me sentía amada ni amaba lo suficiente como para querer dar este paso tan importante en la vida. Había recorrido un largo y difícil camino para encontrar la felicidad, había luchado, había sufrido, pero lo había logrado, a pesar de haber dudado mucho por el camino. Había encontrado a Russ y ahora tenía también a Dylan.

Mis padres y los padres de Russ vinieron a visitarnos durante algunas semanas. Los cuatro se derretían con Dylan. Cuando el bebé estaba despierto, se turnaban para hacerle muecas, cosquillas y contarle cuentos hasta que el pequeño se hartaba del alboroto y comenzaba a llorar. Solo se calmaba en mis brazos, donde se quedaba relajado y se dormía.

Tanto mi madre como la de Russ no dejaban de darme consejos sobre cómo cuidar a un bebé. El agobio que me producían llegó a tal nivel, que deseaba poder llorar como Dylan. Hacia el final de la visita, comencé a contar los días que faltaban hasta su partida.

Para mi decepción, aunque no me sorprendiera, Iván no llamó para felicitarnos. Mis padres evitaron el tema, aunque pude notar que estaban tristes y decepcionados por el comportamiento de mi hermano.

María voló desde Madrid para visitarme cuando yo todavía estaba en la clínica. Impaciente por conocer a Dylan, vino directamente desde el aeropuerto. Me dio un abrazo y se acercó a la cuna del bebé. Contempló a Dylan durante un rato.

—¿Le puedo coger en brazos?

—Claro que sí —la animé.

María lo hizo sin dejar de observarlo.

—Es bello, Ana —murmuró.

—Gracias.

—Pero yo prefiero una niña —dijo inesperadamente.

—Al principio del embarazo, yo pensaba que iba a tener una niña —recordé con cariño—, pero cuando supe que era niño, no me importó.

—A mí, sí me importa —insistió—. Las niñas me encantan. Los niños no me gustan tanto.

La observé, algo molesta.

—María, ¡estás sosteniendo a mi hijo en brazos y me estás diciendo que no te gustan los niños!

María se percató del tono de reproche en mi voz, pero en lugar de reaccionar y tranquilizarme, se encogió de hombros.

—Ana, cada uno con lo suyo. Me alegro por ti, pero yo quisiera tener una niña —volvió a insistir.

—¿Y qué harías si te sale un varón? —le pregunté, apenada por lo inconsciente que se mostraba.

—Me saldrá una niña —dijo.

«¡Qué terca, pensé ofendida.

Me forcé a calmarme. María tenía razones para estar enfrascada en sí misma. La ida de Nav la había dejado devastada y, aunque estaba con Roberto, no parecía feliz con la relación. Ambos estaban concentrados en el trabajo y viajaban mucho, se veían poco y se peleaban con frecuencia. Mi amiga estaba muy lejos de lograr su sueño: el de tener una hija y una vida familiar. Eso la mortificaba; recordaba con frecuencia a Nav y se reprochaba no haber podido salvar la relación. El hecho de que era infeliz con él porque no eran compatibles en la cama, parecía habérsele olvidado.

—María, me alegro mucho de que hayas venido —dije con dulzura —. Es muy importante para mí. Gracias.

Ella esbozó su sonrisa carismática. Se sentó al borde de la cama y me acarició la mano.

—Anita, perdona mis estupideces. Estoy muy feliz por ti.

Sonreí, más relajada.

Helen vino a Barcelona al mes de vida de Dylan. Cuando vio al bebé, alucinó. Aplaudió con suavidad, se dio unos golpecitos en el pecho para liberar las emociones y respiró hondo. Fue la primera vez que le vi lágrimas en los ojos. Avergonzada por su debilidad, se secó la cara rápidamente mientras yo la observaba atónita.

—Me he emocionado —dijo en tono de disculpa—. He’s gorgeous —añadió.

Asentí en silencio. Para mí era el bebé más hermoso del mundo.

Enrique no pudo venir durante varios meses por problemas que se le habían presentado en los negocios, pero nos llegaron un montón de regalos que encargó en el Corte Inglés.

Los demás amigos, Kiko, Ignacio, Jan y Magda, y otros, también nos visitaron y nos regalaron aún más juguetes y ropa para Dylan. Todos se maravillaban con él, pero ninguno de ellos lo cogía en brazos. Tardé en darme cuenta de por qué. En nuestro círculo social, éramos los únicos que teníamos un bebé. Los otros eran solteros o estaban casados y no tenían hijos y, como nosotros, vivían lejos de sus familiares. Por lo tanto, no compartían tiempo con niños y no sabían cómo comportarse en su presencia. Evoqué cómo había sido yo con los niños en el pasado; me quedaba tiesa y no sabía qué decir o hacer.

Por lo visto, mi hijo iba a crecer rodeado de adultos, a menos que me esforzara por conocer a otras madres.

«Cada cosa a su tiempo, de momento, lo voy a disfrutar yo», pensé.

Y sí, después de los primeros chascos, ser madre me encantó. Estar con Dylan durante los cuatro meses de maternidad fue una bendición para mí. Cambié, me volví una persona más paciente, más flexible y menos egoísta. Russ me apoyaba mucho y teníamos una relación estupenda. A pesar de que nuestro hijo se despertaba llorando tres veces por noche —ya fuera porque le apetecía leche, necesitaba un pañal limpio o quería cariño— y de que tanto Russ como yo vivíamos cansados, todavía teníamos fuerzas para el sexo y alguna que otra salida romántica.

En septiembre, cuando llegó el momento de buscarle una niñera a Dylan y de volver al trabajo, me tomó tiempo y coraje decidirme a dejarlo en otras manos.

Abuso de confianza. La otra verdad
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