El accidente ocurrió en una fracción de segundo. El coche de mi izquierda se desvió de su carril en la rotonda de Francesc Macià y me embistió. Instintivamente giré el manillar para esquivarlo, pero su lateral me alcanzó y perdí el equilibrio. Todo a continuación sucedió con una rapidez abismal. La moto tambaleó y caí con ella del lado derecho. Las motos me esquivaron y oí el derrape de algunos coches. Mi mente se nubló, noté una sombra que se extendía sobre mí y sentí una fuerte sacudida. El ruido del tráfico desapareció durante un rato. Después de lo que me pareció una eternidad, oí gritos y vi como algunas personas se amontonaban a mi alrededor.
—¿Te puedes sentar? —preguntó alguien.
Asentí. Varias manos me ayudaron con cuidado. Alguien me sostenía por la espalda y otro me hablaba, pero no lograba entender lo que decía. Me sentía dolorida. Subí la visera del casco.
—Llamen a una ambulancia —me pareció entender.
—No… —protesté débilmente—. No hace falta.
Me costaba hablar, sentí un dolor atroz en la mandíbula. Intenté quitarme el casco, pero alguien me cogió las manos.
—No lo hagas —me ordenó una voz—. Espera la ambulancia.
—No hace falta —protesté de nuevo mirando el gentío que se había amontonado a mi alrededor—. Me… me encuentro bien.
Me costaba enfocar la mirada y era consciente de que titubeaba. De repente, visualicé una figura alta que emergía de entre el mar de personas. Se agachó frente a mí y me habló con autoridad, en catalán.
—Em pots escoltar?
Su voz me llegaba de lejos. Le iba a contestar, pero el dolor me lo impedía. Asentí apretando los dientes.
—Estàs marejada?
Sacudí la cabeza. Quería que se apartaran todos y me dejaran ir. Estaba comenzando a recobrar el control. Me di cuenta de que habían llegado varios agentes de la Guardia Urbana en motos y que habían detenido el tráfico. Se oían las bocinas de los enfadados conductores.
—Et fa mal alguna cosa? —seguía preguntando.
Volví a negar con la cabeza, aunque el dolor era espantoso. Lo observé. Con el casco puesto, no podía distinguir si era un chico o un hombre. Tenía una mirada fuerte. Me miró con intensidad unos instantes y luego se incorporó para hablar con el guardia urbano que se había acercado. Entre los dos comenzaron a invitar a la gente a despejar el área. Poco a poco, todos se fueron yendo. El que me sostenía la espalda apartó las manos después de asegurarse de que podía mantener el equilibrio. Uno de los policías comenzó a ordenar el tráfico. Vi como otro se llevaba mi moto. Hice el amago de protestar. El hombre que me había hablado estaba conversando con el policía, se percató de mi gesto y volvió a agacharse.
—Podries caminar?
Asentí, pero no me moví.
—Què tal si t'ajudo?
Me hablaba despacio, como a una cría. Volví a asentir. Dos manos fuertes me cogieron por debajo de los brazos y me incorporaron. Gemí del dolor y lo agarré de la cintura con fuerza. Él esperó un instante. Los primeros pasos fueron agónicos, me dolía la cadera, pero podía caminar. El guardia urbano detuvo el tráfico para que nosotros pasáramos. Luego se nos acercó.
—Està bé? —le preguntó al hombre que me ayudaba.
—Crec que sí. Ara veuré —contestó él.
—Ara vinc a fer l’atestat —dijo y retomó su labor de controlar el tráfico.
El hombre me llevó hasta la mesa de un bar. Cada movimiento me cortaba la respiración. Me costaba decidir si lo que más me dolía era la cadera o la mandíbula. Me ayudó a sentarme y después se quitó el casco. Había supuesto que se trataba de alguien mayor, pues su voz sonaba ronca y autoritaria. Sin embargo, sin el casco parecía tener mi edad o incluso ser más joven.
—M... moto —gemí.
Miró la moto, que estaba parada en la esquina.
—Vaig a portar-la —dijo.
Se marchó y me sentí extrañamente abandonada. Buscó la moto y la aparcó cerca de mí. De inmediato, vi que mi mochila no estaba. Ansiaba incorporarme para mirar si mi bandolera seguía debajo del compartimento del asiento, pero me dolía el cuerpo entero. Se acercó un camarero, que me observó con curiosidad.
—Porta'ns gel —le ordenó el hombre antes de sentarse.
—Et pots treure el casc?—me preguntó.
Asentí, pero no me moví.
—Ho fem junts —decidió.
Entonces acercó su silla a la mía, con la mano derecha me rodeó el cuello por detrás y con la otra la garganta. Me sostenía con cuidado. Comenzó a hacer presión hacia arriba. Asintió y lo tomé como señal de subir el casco. El movimiento me hizo ver las estrellas, el dolor me atravesó como un cuchillo. Empleé toda mi voluntad para no gritar y me lo saqué. Sus manos siguieron sosteniéndome el cuello; noté que la derecha se desplazaba hacia la nuca. Me observó con intensidad. Sin el casco me sentí desprotegida y frágil, pero el dolor se atenuó un poco. Lentamente él apartó las manos.
—Crec que t'has fet mal a la mandíbula, tot i que no hi ha trencament —dijo—. Hauria de portar-te a l'hospital —concluyó.
—No —protesté a pesar del dolor y me llevé las manos al cuello—. No, estaré bien, solo necesito un poco de tiempo.
No bajó la guardia y siguió observándome. El camarero trajo el hielo y servilletas de tela. El hombre me preparó una compresa y me la colocó sobre el lado derecho de la mandíbula. Grité del dolor.
—Aguanta —me ordenó, ahora en castellano—. Si no quieres ir al hospital, aguanta.
Asentí y cogí la compresa con las manos.
—Mis cosas… —musité.
Me miró con expresión de no entender, pero luego lo comprendió. Se incorporó y se acercó a la moto. Al levantar el asiento y sacar mi bandolera, suspiré aliviada.
—¿Cómo te sientes? —preguntó.
Dejó la bandolera sobre la mesa.
—Más o menos… —dije—. Gracias —añadí.
Me observó un instante.
—De nada. Ahora va a venir mi compañero a levantar el atestado del accidente —me informó mientras tomaba nota de la hora.
—¿Cómo te llamas? —le pregunté por curiosidad.
Se sorprendió con la pregunta y sonrió apenas.
—Marc —contestó simplemente.
—Marc, ¿tu compañero…?
—Trabajo para los Mossos d’Esquadra.
Lo observé intrigada. Parecía más bien un joven empresario de la industria de los punto com que un oficial que velaba por la seguridad de los ciudadanos. Tenía el cabello castaño, un poco largo y despeinado, una barba moderna y un estilo de vestir informal: vaqueros y anorak deportivo. Pero, por otro lado, su autoritario tono de voz y la seguridad con la que había actuado insinuaban que se trababa de alguien de rango y con experiencia, acostumbrado a actuar en situaciones críticas.
—Así que eres un policía —dije.
Algo en mi observación le pareció divertido, porque volvió a sonreír. Me comenzaba a tranquilizar su sonrisa, parecía genuina.
—Sí.
—No llevas uniforme —resumí.
—Me dedico a otros temas, no ando por las calles —dijo de forma evasiva.
Vi que se acercaba hacia nosotros el guardia urbano que había ordenado el tráfico.
—Bon dia —saludó.
Se sentó en la silla de al lado. En la mano llevaba un formulario oficial. Al igual que Marc, era joven. Yo tan solo asentí.
—Què tal està? —le preguntó a Marc.
—Crec que està bé —contestó él observándome.
—Em vols explicar com ha passat? —me preguntó el urbano mientras sacaba un bolígrafo.
—No estoy segura —contesté.
Me encogí de hombros y sentí de nuevo un espasmo doloroso en la mandíbula.
—Dime lo que recuerdas —insistió.
Marc se apoyó en el respaldo de la silla sin dejar de observarme.
—El semáforo cambio a verde y arranqué —dije—. Un segundo más tarde sentí que un coche me chocaba por el lado izquierdo, perdí el equilibrio y caí al suelo. No recuerdo nada más, solo el miedo de que algún coche me aplastara.
El guardia urbano me observó sin decir nada y luego comenzó a apuntar cosas en el formulario.
—¿Cómo te llamas?
—Ana.
—¿Qué más?
—Ana Stoichev.
Vi a Marc fruncir la frente.
—¿Dónde vives?—preguntó el guardia urbano.
Le di mi dirección y todo lo demás que quiso saber: teléfono, lugar de trabajo, estudios, profesión, licencia de conducir, número de tarjeta de identidad.
—¿Estado civil?
Un remolino de respuestas me alteró. Mi situación era casi cómica.
—Separada —murmuré al final.
Él malinterpretó mi desánimo.
—Lo siento —dijo.
—Yo no… —dije.
Tuvo la prudencia de ignorar mi comentario.
—¿Te falta algo? —me preguntó.
—Llevaba una mochila que ahora no está.
—¿Dónde la llevabas?
—Entre las piernas, en la moto.
—¿Qué llevabas?
—Ropa y algunos objetos personales.
—¿Algo de valor?
—No, realmente nada.
—Vale —dijo tomando nota—. ¿Puedes firmar aquí?
Me acercó el formulario y firmé distraída. Luego miró a Marc, que le comenzó a narrar su versión. Me di cuenta de que estaba declarando como testigo del accidente.
—¿Qué coche era? —le preguntó el guardia urbano.
—Un Ford Focus negro de vidrios oscuros, modelo 2003.
—¿Cómo se produjo el accidente?
—Fue intencional —sentenció—. La seguían y la empujaron con premeditación pocos segundos después de que cambiara el semáforo en Francesc Macià, y se llevaron la mochila. Había demasiado tráfico, sino los hubiera perseguido. Se fugaron por Urgell.
—¿Pudiste ver la placa?
Sacudió la cabeza.
—No la llevaban, fue lo que me llamó la atención.
El guardia urbano seguía apuntando y haciendo preguntas. Ninguno de los dos se percató del efecto que las palabras de Marc tuvieron en mí. Al comprender lo que había ocurrido me costó respirar. Miré mi bandolera, que estaba sobre la mesa, y por un momento me olvidé el dolor de mandíbula. Otro sentimiento más poderoso me invadió: el miedo. El accidente había sido premeditado para robarme la mochila, y no por cualquiera, sino por alguien de la plantilla de Jay. Me habían seguido desde el piso y, a esas alturas, ya sabían que la mochila no contenía nada de valor. Iban a volver.
«¡Dios! ¿Qué voy a hacer?», me pregunté horrorizada.
Pensé en Russ y en lo urgente que se me hacía saber de él. Esa gente era capaz de meterse conmigo, al contrario de lo que pensaba María. Me sentí desconsolada y empecé a llorar. Apreté la mandíbula intentando frenar las lágrimas. De nuevo, gemí de dolor. La vista se me nubló.
—Voy a llamar a una ambulancia —decidió Marc.
Se había dado cuenta de mi reacción. El urbano me lanzó una mirada suspicaz.
—No, por favor, no —protesté y me erguí en la silla—. Estaré bien, solo necesito un rato más.
No podía ir al hospital, tenía que averiguar qué demonios hacer. En ese momento, se me ocurrió. Marc me observaba.
—¿De dónde venías? —me preguntó el agente.
—De mi piso —contesté inquieta.
—¿Has notado si alguien te seguía?
Sacudí la cabeza deseando que las preguntas cesaran.
—He de marxar —le dijo el guardia urbano a Marc y se incorporó.
Al parecer, perdió interés en el interrogatorio.
—Ana, presentaré tu declaración en la jefatura de Vía Augusta. Cuando te encuentres mejor, pásate por allí para que te den una copia.
Asentí, y enseguida se alejó.
—Estás fatal —insistió Marc mirándome con intensidad—. Estás llorando del dolor.
Lo cogí del brazo.
—¿Me puedes conseguir un Nolotil? —le supliqué.
Siguió mirándome. Debí de pedírselo como una desesperada, porque le noté un matiz de lástima en los ojos.
—Vale —asintió—, pero después me tengo que ir y antes necesito asegurarme de que puedes caminar.
—Bien —musité.
Me dejó sola mientras iba a buscar la medicina. De nuevo, me sentí extrañamente abandonada y supe por qué. Marc era policía y, aunque no lo conociera, me inspiraba confianza. Se había preocupado por mí más de la cuenta. Pudo haber llamado a una ambulancia y dejado que los paramédicos se ocuparan de quitarme el casco y de mi mandíbula. Además, había dicho que se dedicaba a temas que no tenían que ver con patrullar las calles. Tras los últimos acontecimientos, yo ya temía por mi integridad física. Tal vez pronto tendría que acudir a la policía y era mejor empezar por alguien a quien ya había conocido.
—Aquí tienes.
Su voz interrumpió mis pensamientos.
—Gracias —dije cogiendo la cajita.
Marc se volvió a sentar.
—¿Hay manera de averiguar quién lo ha hecho? —pregunté.
Sus ojos, penetrantes, me evaluaron.
—Si me dices de quién sospechas —insinuó y se inclinó un poco hacia mí.
O era muy bueno adivinando mis pensamientos o tenía mucha experiencia en el trato con gente metida en líos. Tuve la extraña sensación de encontrarme frente a alguien reservado que sabía mucho más de lo que aparentaba.
—No sospecho de nadie —contesté con cuidado—, pero me gustaría recuperar mis cosas.
Él se encogió de hombros.
—Imposible. No hay por dónde comenzar.
Asentí desanimada.
—Ana, me tengo que ir —dijo de repente tras consultar su reloj.
Entonces me desesperé porque no quería perderle la pista. En breve tal vez me vería forzada a acudir a la policía.
—Marc, si lo necesito, ¿cómo podría contactar contigo?
—No me vas a necesitar, cualquiera de la jefatura te podrá ayudar.
Su voz sonaba distante y sus ojos tenían una expresión reservada. Estrujé mi cerebro para encontrar una razón sensata para que me diera su tarjeta, sobre todo porque no quería que pensara que tenía interés personal en él.
«Digas lo que digas, sonará personal», pensé.
—El jueves es la inauguración de mi restaurante. Me gustaría invitarte como agradecimiento por lo que has hecho por mí.
De nuevo, algo lo divirtió, porque sonrió. Su mirada se suavizó un poco.
—¿Restaurante? Dijiste que eras consultora.
—Sí, porque preguntasteis cuál era mi profesión. Pero estoy abriendo un restaurante. Es una nueva iniciativa.
—¿Dónde está?
—En Diputación con Pau Claris.
—Buena zona.
—A partir de las ocho de la noche. ¿Vendrás?
—Me intentaré pasar —contestó al fin.
Reprimí un suspiro de alivio. Confiaba en que viniera.
—Estupendo.
—Ahora me tengo que ir —anunció antes de incorporarse—. ¿Podrás caminar?
Asentí pensando ya en mis siguientes pasos.
—Cuídate.
—Gracias por todo —repetí.
Marc se puso el casco y se alejó deprisa. Vi que se subía a una BMW grande aparcada en la esquina y con gracia se perdió entre el tráfico. No tenía ningún parecido físico a Russ, pero había algo en sus formas, en la manera de mirarme y cuidar de mí, que me recordó a él. Me ablandó el corazón. No obstante, aparté los pensamientos emotivos y me obligué a concentrarme. Quería entender el motivo exacto por el que Jay me perseguía. Entonces iría a la policía. Ya no tenía tiempo que perder; a él, ya nada lo detenía. Había algo en los documentos de Russ que yo guardaba que era de vital importancia para él.
La única posibilidad para averiguar de qué se trataba era Vanessa. Angustiada, me quité la compresa de la cara y tomé dos pastillas. Saqué el móvil y busqué el número que hasta hacía tan solo dos días desconocía.
—¿Diga? —preguntó con voz soñolienta.
—Vanessa, soy Ana.
Tardó unos instantes en reaccionar.
—¡Ana! —exclamó—. ¿Cómo estás?
—Vanessa, necesito verte. ¿Dónde estás?
—Vernos… No, no hace falta. Hablemos.
Su voz sonaba rara, parecía de persona con deficiencia mental.
—No puedo hablar. Tengo que verte. ¿Dónde estás?
—Ana, ahora no puedo, estoy ocupada —Las palabras le bailaban—. No tenemos nada de qué hablar… Déu.
—Vanessa, ¡espera! —exclamé, lo cual me provocó un dolor agudo.
Tragué saliva.
—Tenemos que hablar —le dije—. Es sobre Jay. Han pasado varias cosas.
Ella se quedó callada. Pude oír su respiración al otro lado de la línea.
—Va... vale —dijo al fin—. Vente.
—¿Dónde vives?
Le tomó varios intentos darme la dirección.
Tras colgar me quedé un rato pensativa. Luego me incorporé con esfuerzo. Cogí mi bandolera, le puse el candado a la moto y me encaminé cojeando hacia una de las zonas más pijas de Barcelona.