María me llamó a media mañana del día siguiente. Ya la habían dado de alta y estaba en su casa. Compré un par de ensaladas y pasta con pesto y piñones en el Nostrum, y fui a visitarla. Se la veía todavía débil, pero con más color en las mejillas. La ayudé a sentarse cómodamente en el sofá, a apoyarse en las almohadas, y cubrí la mesa del té con la comida.
—Tengo que darte una noticia —dije mientras le servía Coca-Cola.
—Estás embarazada —afirmó.
—¿Cómo lo sabes? —exclamé abriendo los ojos.
Me sonrió.
—Porque por fin has subido de peso, folláis como dos conejillos y se os cae la baba el uno con el otro… Era de esperar.
Tragué saliva. Parecía que yo era la única que no se daba cuenta de que era un paso lógico en la relación.
—Ven aquí.
Me acerqué y ella me abrazó.
—Enhorabuena —me susurró al oído.
—María, me da reparo… —dije apartándome un poco.
—Me alegro por ti —me interrumpió y me apretó las manos con fuerza—. Lo mío es triste, pero yo también lo conseguiré algún día.
La vi pensativa. Le acerqué la ensalada y comenzamos a comer en silencio.
—La manera como ha sucedido es un poco… —comencé a decir.
—¿Cómo ha sucedido?
—Dejé de tomar las pastillas y, bum, unas semanas más tarde ya estaba embarazada.
—¿En serio? —preguntó sorprendida.
Asentí, y ella sonrió.
—Tía, eres de lo más fértil —aseguró con rostro alegre.
Sonreí y un calor en la cara me indicó que me ruborizaba. Para mi enorme sorpresa, el embarazo comenzaba a imponerse por encima de mis temores y a llenarme de alegría.