Al regresar a Barcelona me sentí casi deprimida. Las vacaciones habían sido tan idílicas, que la realidad de la vida cotidiana me abrumó. Me hubiera gustado quedarme a vivir en aquella isla con Russ para siempre.
No obstante, me esforcé en concentrarme en el trabajo. Firmé el alquiler del local para el restaurante. Durante años, el establecimiento había sido una tienda de camisas a medida para hombres. Los techos tenían al menos seis metros de altura y dos de las paredes estaban cubiertas por unos fantásticos frescos con motivos de caza. El local quedaba a una manzana del Paseo de Gracia y a dos de mi oficina. Su ubicación era estupenda, sin embargo, tenía que ser reformado casi en su totalidad. Íbamos a conservar partes de la estructura, pero teníamos que instalar el aire acondicionado, la campana y los muebles de la cocina. Se tenían que construir lavabos, un almacén y el vestuario para el personal. Claudia había desarrollado el proyecto arquitectónico sobre la base de la combinación entre el estilo neoclásico de las paredes y el techo con muebles y detalles decorativos modernos y minimalistas. Los colores que iban a predominar serían el blanco, el ocre, el plata y, para satisfacción de Russ, el granate, pues tenía debilidad por todas las tonalidades del rojo.
Comenzamos las obras y, de un día para otro, la elegante camisería se convirtió en un lugar de construcción lleno de paletas, polvo y escombros. Parecía que había explotado dinamita en su interior. Habían levantado el suelo y de las paredes colgaban un montón de cables. Había tubos de aire acondicionado del diámetro de una persona que se asomaban de un lado del techo. Claudia se movía como pez en el agua y coordinaba a los constructores y decoradores con suma facilidad. La dejé a cargo y me concentré en la parte de la gestión y la tesorería. El banco me iba dando el dinero del préstamo a medida que presentaba las facturas de los proveedores o los subcontratistas. Había decidido contabilizar el préstamo de Russ como préstamo de socio y acreditarlo con aportaciones periódicas, por lo que él realizó dos transferencias a mi cuenta personal y autorizó otras tres a ser abonadas mensualmente.
Tan solo surgió un inconveniente. Seguía casada con Thomas y legalmente él tenía derecho sobre la mitad del negocio. Cuando le pedí firmar un acuerdo por el cual se le privaba de cualquier reclamación sobre el mismo, Thomas se negó a hacerlo sin primero consultar a un abogado. A los dos días me llamó y me dijo que firmaría sin problemas, pero que en el contrato tenía que aparecer una cláusula para que ninguna deuda u obligación pudiera serle adjudicada a él. Deseé que llegara el día en que saliera el divorcio, aunque según la abogada iba a tardar todavía un año por lo menos.
Los días pasaban rápido y los fines de semana volando. Entre el trabajo y Russ, no me quedaba tiempo para otras cosas. Con mis amigas Helen y Svetlana hablaba de vez en cuando por teléfono y solo podía verme con María. Mis padres me informaron que mi hermano había aceptado ir a vivir con ellos a Sofía y someterse a un programa de desintoxicación. La noticia me causó una sensación de sosiego; Iván por fin había reconocido que necesitaba ayuda, lo cual eraun enorme paso hacia adelante.
En el mes de agosto, Russ comenzó a viajar con frecuencia a Londres. Había decidido salirse del negocio que tenía con David y comenzar por su cuenta. Estaba evaluando la compra de terrenos en el sur de Londres con la intención de construir. Me inquietó la idea, ya que supondría un distanciamiento y mi experiencia con Thomas había sido desastrosa. Sin embargo, Russ me aseguró que si viajaba no iba a ser a diario.
—Además, Ana, nuestra relación es diferente —comentó sonriendo.
—¿Cómo que diferente? —pregunté.
—Estoy loco por ti y pienso en ti. Si veo que nos estamos distanciando, dejaré de viajar de inmediato.
Lo observé unos instantes mientras disfrutaba del agradable calor que recorrió mi cuerpo. No me cabía la menor duda de que decía la verdad y de que yo era como un tesoro para él.