Samuel y yo pasamos más de media hora sin hablarnos. Yo no tenía experiencia en tratar con niños y él no mostró ningún interés hacia mí. En algún momento se levantó y sacó unos cochecitos del bolsillo de su pantalón. Se arrodilló frente al banco y comenzó a jugar con ellos. Lo miré durante un tiempo, pensativa, y luego me dediqué a observar a la gente. Parecía que la carrera se había acabado, porque muchos iban abandonando sus sitios. Por fin vi que se acercaba Russ.

—¿No te ha gustado la carrera? —me preguntó con ojos brillantes por la emoción.

Hice un gesto de frustración.

—¡Vale! —exclamó incrédulo—. Tú no eres de este planeta. ¿Cómo puede ser que no te emocione algo como esto?

—¿Qué es en concreto lo que debería emocionarme? —pregunté de forma sarcástica—. ¿El ruido atronador, el hecho de ver coches pasar durante exactamente tres segundos y esperar a que transcurran varios minutos antes de verlos pasar de nuevo, la gente gritando para que se le oiga? Y luego, déjame adivinar… ¿Quién ganó? ¡Schumacher!... Aburrido —exclamé alzando los brazos.

—Una industria millonaria y tú la llamas aburrida —comentó él.

—¿Por qué todo lo caro y lujoso ha de ser entretenido? —objeté con una sonrisa.

Russ me observó un instante y luego se inclinó hacia mí. Su nariz tocaba la mía.

—Sí, tienes razón, Michael Schumacher, que por cierto conduce un Ferrari, por si no lo sabías, ha dominado desde el principio hasta el final. Controló en todo momento la carrera y ni tan siquiera en las paradas de boxes ha perdido el liderazgo. La segunda posición fue para tu querido Montoya, que se benefició de la salida de pista que sufrió Ralf Schumacher —me anunció.

—Gracias por la información.

—De nada. Estaba seguro de que querías saberlo.

Russ sonrió y me dio un beso fugaz en la boca.

—¿Ya acabó? —pregunté.

—Sí —contestó—. Los demás están viendo el entrenamiento calificativo de Porsche. Veo que te has quedado de canguro.

Se agachó y le habló a Samuel:

—Hombrecito. ¿Me enseñas tus coches?

Inseguro, Samuel le acercó uno.

—¿Qué coche es este? —le preguntó Russ.

—Un melcedes —dijo el niño tímidamente.

—¿Y el que tienes en la otra mano?

—Un felali —dijo orgulloso.

—¿Me los prestas?

—No, es mío —exclamó Samuel y se los escondió debajo de la axila.

Los ojos del niño brillaron. Russ se rio. Tardó solo un minuto en romper la barrera de la vergüenza de Samuel y lograr que le diera el felali. Al poco rato estaban jugando con los coches y riéndose. Los observaba con curiosidad. Russ no aparentaba ser un hombre al que le gustaran los niños. Sin embargo, ahora mostraba mucha soltura y una innata facilidad para tratar con él. De repente, alzó la vista y nuestras miradas se encontraron. Él sonrió. Un temblor me recorrió la espalda y desvié la mirada. Vi como se aproximaban los demás. Samuel, tan pronto divisó a su padre, se olvidó de Russ y salió corriendo. David lo cogió en brazos y lo lanzó al aire. El niño gritó de felicidad.

—Ana, te has ido pronto —constató David.

—Sí. Mucho ruido. No estoy acostumbrada —me disculpé.

—Ye te acostumbrarás. Vanessa al principio no lo soportaba y ahora lo lleva bien.

David sonrió. Vanessa evitaba mirarme.

—Bueno, nosotros nos tenemos que ir —anunció David—. Compromisos familiares.

Con disimulo, solté un suspiro de alivio.

—¿Qué hacemos nosotros? —me preguntó Russ.

—Vamos al Hotel Arts. Mi amigo se aloja allí —propuse.

—¿Queréis venir? —le preguntó Russ a Jan.

Apreté los dientes. Enrique se iba a lanzar a Magda como una abeja a la miel.

—Nos encantaría. Me gustaría conocer a tu amigo millonario—exclamó Jan.

Abuso de confianza. La otra verdad
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