—¿Te encuentras bien? —fue lo primero que preguntó cuando por fin respondió a mis llamadas.
—Sí —dije nerviosa.
Habían pasado tres horas desde la primera llamada.
—Necesito hablar contigo —añadí.
—¿De qué?
—De algo personal.
Calló un instante.
—Ana… —comenzó a decir.
—¿Qué ha pasado esta madrugada? —le interrumpí.
—No pasó nada que no quisieras —dijo de forma cortante—. Tuviste un bajón.
—Marc, no recuerdo el bajón, pero recuerdo parte de lo pasó antes. Necesito hablar contigo. Creo que te debo una explicación.
—No me debes nada, Ana, déjalo.
Tenía helada la voz.
—Vale —acepté, aunque no estaba dispuesta a ceder—. Si no quieres hablar de esto, no insisto más, pero me gustaría hablar contigo de otro tema, del accidente y los saqueos. Me diste tu tarjeta para cuando quisiera hacerlo. Ahora es el momento.
Vaciló, y yo apreté los dientes esperando su respuesta.
—Estoy ocupado ahora…
Entonces estallé:
—Marc, me ha costado muchísimo decidirme a hablar. Puedo meterme en un lío cuya magnitud no me cabe en la imaginación. La única razón por la que quiero hacerlo es porque te conocí y me inspiras confianza. De lo contrario, jamás acudiría a la policía. Si no te importa nada de esto, cuelga ahora mismo y lo aceptaré, pero si te importa, por favor, deja de comportarte como un necio.
Hubo un silencio y me dio la impresión de que había colgado.
—¿Siempre eres tan directa? —me preguntó al final.
—Sí.
—Estoy con mi hija —dijo con voz mesurada—. Cuando la deje en casa de su madre, iré a verte.
Con estas palabras colgó. Una vergüenza infinita se apoderó de mí. Me desplomé en el sofá y escondí la cabeza entre los cojines. Quería que la tierra me tragara.