Estaba inmersa en un cálculo de incremento de la productividad para un cliente cuando el sonido del móvil me sobresaltó. Sonreí.
—¿Qué tal el vuelo? —pregunté.
—Fantástico. Rápido, tranquilo y acompañado por el más agradable ronroneo de un motor insuperable.
—¿Qué?
—¿Estás en la oficina?
—Sí.
—Baja en diez minutos. Tengo una sorpresa para ti —dijo con entusiasmo.
Las sorpresas de Russ me comenzaban a inquietar. Últimamente eran muy extravagantes: joyas cada vez más caras, invitaciones a restaurantes gourmet, bolsos de Prada o Loewe... Me sorprendía la facilidad con la que gastaba el dinero. Lo había conocido como una persona sencilla que trabajaba en las mismas oficinas que yo y, si bien comprendía que había avanzando mucho en su carrera, el salto de la humildad al derroche a veces me incomodaba.
Mis temores se confirmaron. Llevaba unos minutos esperando frente al edificio mientras leía uno de los periódicos gratuitos que repartían en el metro y en las paradas de buses, cuando oí un ruido peculiar de coche. Alcé la mirada. Frente a mí se detuvo el último modelo de Maranello, de un espectacular color celeste (luego me enteré de que lo llamaban azul titanio). Incluso una ignorante como yo en temas de coches supo que tenía una pequeña fortuna delante. Del Ferrari se bajó un Russ sonriente de oreja a oreja con la mirada más traviesa que jamás le había visto. La gente que pasaba se detenía para apreciar el vehículo. Yo lo miraba embriagada, con la respiración contenida.
—¿Qué te parece? —preguntó Russ.
—No estoy segura —balbuceé.
—¿Sabes qué coche es? —me dijo con tono burlón.
—Un Ferrari —musité.
—Ven, te llevo a dar una vuelta —sugirió con misterio mientras abría la puerta.
Por dentro era casi tan espectacular como por fuera. La tapicería era de piel negra y la consola de aluminio y madera. Nunca antes había visto un coche con seis velocidades; me quedé observando la palanca de cambios. Russ entró en el coche silbando y lo puso en marcha. El sonido del motor era único, fuerte y poderoso al principio, y luego suave y constante. Metió primera y partimos arrastrando miradas.
Después de reponerme del shock y recuperar el habla, le recordé:
—Russ, hace un par de meses me dijiste que no ibas a derrochar dinero hasta Navidades.
Sonrió con un gesto de disculpa.
—Lo siento, Ana. Ya lo había comprado.
Tardé unos instantes en comprender lo dicho.
—¿De veras? —murmuré.
—Sí. Lo tenía en un garaje, en Londres, mientras lo matriculaban.