Salí de la cárcel aturdida y temblorosa. Los padres de Russ me estaban esperando. Les resumí lo dicho por Russ sin demasiados detalles para no perturbarles aún más. Estaban desconsolados. La madre de Russ rompió a llorar de nuevo. Yo misma aguantaba la buena cara a duras penas. Sabía que tenía que quedarme sola y encontrar algún lugar para pensar y escribir todo lo que me había comentado Russ; de lo contrario, se me iba a olvidar. Hablé con ellos un rato y luego les pedí que me dejaran. Se fueron en busca de un hotel para pasar la noche. Observé como se alejaban cogidos de la mano. Me estremeció un sentimiento de soledad.

Al lado de la cárcel había un pequeño parque con vistas al mar. Quedaba un poco fuera del camino de las atracciones turísticas y estaba prácticamente vacío. Me senté en un banco y observé el panorama. A pesar de todo, del estrés y del cansancio, de nuevo me cautivó la belleza del lugar: el mar era precioso, el reflejo de los rayos del sol en el horizonte le daba un matiz dorado, aterciopelado. Había muchos veleros, esparcidos hasta donde alcanzaba la vista, que navegaban con lentitud y gracia. En vez de oír el ruido del tráfico y la dinámica de una ciudad, se oían los graznidos de las gaviotas. Saqué mi cuaderno y apunté todo lo que recordaba de la conversación con Russ, hasta las frases que había dicho él que no había comprendido. Me entristeció la idea de tener que vaciarle el piso. No me podía enfrentar al hecho de tener que empaquetar sus cosas. Hice nota mental de pedir ayuda a sus padres. Estuve un largo rato escribiendo y pensando sobre lo sucedido. Quería más información y decidí que Medino podía darme alguna. Me volví a mezclar con la masa de turistas sin que su alegría se me contagiara y descendí desanimada por la colina del Rocher.