Comencé a disfrutar de los fines de semana en compañía de Russ: era como renacer en un mundo maravilloso. Todo lo que él hacía me fascinaba. Con él descubrí el placer del sexo sin pudor, la risa, la aventura, los viajes improvisados sin planificación previa y la conversación abierta, que nunca cesaba. Él quería saberlo todo sobre mí: mi niñez, los viajes que había realizado, los novios que había tenido, qué películas me gustaban, por qué a veces pensaba de manera tan matemática y racional, y por qué me levantaba de mal humor por las mañanas. Algunas de sus preguntas eran sobrecogedoras y me hacían reflexionar.
Con temor, me imaginaba que después de las primeras semanas se darían los silencios incómodos, como cuando estaba con Thomas. Pero no sucedió; podíamos hablar durante horas de cualquier tema, menos de trabajo. Mi experiencia con mi exmarido me había marcado en ese aspecto. No quería compartir temas laborales en absoluto, ya fueran míos o de Russ. Por suerte, él no insistía, pero a veces hablaba de dinero.
—¿Por qué te dedicas a la consultoría? —me preguntó.
Me encogí de hombros y suspiré.
Paseábamos por la amplia Avenida Diagonal después de haber comido en un restaurante de carnes a la brasa. La comida había sido espléndida y abundante, así que el paseo posterior era más que propicio para la digestión. Había mucha gente caminando o haciendo footing, otros iban en bicicleta o en patines. El tráfico de coches era denso, típico de un sábado, cuando muchos barceloneses salen a comer fuera o de compras. Me encantaba el ambiente vibrante de la ciudad.
—Creo que por casualidad —respondí—. Cuando acabé la universidad, fue el primer trabajó que encontré y no me desagradó. Luego conocí a Thomas, que trabajaba para la competencia, y en España seguimos trabajando juntos en lo mismo.
Russ me cogió de la mano, se la acercó a la boca y me besó los nudillos.
—¿Así que no lo haces por el dinero?
—Se gana bastante, pero no fue el dinero lo que me empujó a decidir ser consultora. El dinero no es tan importante.
—Ana, el dinero es muy importante—dijo convencido.
—El dinero ahorrado, quizá —comenté pensativa—. El trabajo no me va mal y vivo sin estrecheces. Y espero que así siga. Tal vez nunca seré rica.
—¿Me estás diciendo que te pasarás el resto de la vida trabajando humildemente, ganando lo suficiente para vivir bien, pagando tus impuestos como una buena ciudadana y, cuando te jubiles, esperarás que el Estado te dé una miserable pensión que no te alcanzará ni para llegar a fin de mes? —preguntó con voz irónica.
Se detuvo y me miró incrédulo.
—Entonces —prosiguió— te pasarás el día recorriendo supermercados a ver dónde hay descuentos para poder comprar comida.
Lo observé con detenimiento. Me sorprendía su insistencia.
—No había pensado en un futuro tan lejano como en la jubilación— comenté despacio.
—No lo habías pensado, porque había alguien que lo hacía por ti: Thomas. Estoy seguro de que él tenía objetivos y planes de cómo ganar más dinero.
Esta vez lo observé con más atención. Parecía agitado, pero era cierto, Thomas tenía un plan para todo. Russ retomó el paso.
—¿Qué quieres decir exactamente? —Pregunté suspicaz mientras observaba su perfil—. ¿Que soy una despistada que ignora el hecho de que llegará un día en el que no podré trabajar y esperaré que el Estado me dé una jubilación, lo que es posible no ocurra? ¿O que debería trabajar en función del dinero que puedo ganar con independencia de si me gusta el trabajo o no?
Russ me dirigió una mirada fugaz y luego la volvió hacia adelante. Algo debió de parecerle divertido, porque rio.
—No. No creo que seas capaz de hacer un trabajo que no te guste, aunque ello signifique ganar mucho dinero —concluyó observando el tráfico—. Pero da igual, puedes seguir despreocupándote por la jubilación. Yo lo tendré todo controlado. No nos faltará de nada.
De repente, sentí que me quedaba sin aire. La conversación había tomado otro rumbo.
—¿Acaso me quieres ofrecer una jubilación segura? —le pregunté sobrecogida.
Russ estalló en carcajadas.
—Sí. Si lo quieres ver así, sí —comentó entre risas.
No podía dar crédito a lo que escuchaba.
—¿Quieres decir que cuando seamos viejos, arrugados y chochos tú seguirás a mi lado? —volví a preguntar.
Russ me observó. Un relámpago de picardía se encendió en sus ojos. Iba a decir algo, pero se contuvo. Entonces su mirada se tornó cariñosa. Se detuvo frente a mí y me cortó el paso. Me cogió la cara con las manos.
—Quiero decir que quiero envejecer contigo —murmuró.
—Por favor, sostenme, que me voy a caer —le dije al tiempo que sentía que me flaqueaban las piernas.
Russ me cogió por la cintura. La gente que caminaba alrededor nos miró con disimulo.
—Me fascina el efecto que tengo sobre tus rodillas.
Sonrió y me besó con pasión. Cuando sus labios se desprendieron de los míos y logré recuperarme del flujo de adrenalina, lo observé con cautela. Apenas nos estábamos conociendo y él ya insinuaba un compromiso. Me emocionó oír su confesión, pero me parecía muy apresurada. Seguimos paseando y Russ no quitó el brazo de mi cintura.
—Quiero que nos jubilemos temprano y para entonces ya habré ganado lo suficiente —siguió con el tema.
—No hace falta que seas rico para que esté contigo. El dinero no lo es todo. Y ahora vamos a tomar un digestivo, si te parece —añadí rápidamente para impedir que tramara más planes a largo plazo.
Russ me observó pensativo.
—No, Ana, no lo es todo, pero casi… —contestó con su sonrisa irresistible y me cogió de la mano.
Caminamos en silencio. Quería estar con él, disfrutar sin hacer planes de futuro. Había estado tanto tiempo en una sofocante relación donde el amor, la pasión y el sexo eran inexistentes, que ahora que Russ había encendido la chispa en mi vida, temía pensar a largo plazo. No quería perderme la emoción del momento. Pero parecía que él sí pensaba en el futuro, en una vida compartida. La sinceridad e intensidad de su mirada eran inconfundibles. Sentí la agradable sensación de halago y felicidad. ¿Así que eso era el verdadero amor? ¿Era posible? ¿Tan rápido?
Distraída con mis pensamientos, no me di cuenta de que habíamos caminado bastante rato hasta que Russ me llevó hacia la entrada del Hotel Magestic. Entramos y nos dirigimos al bar. Allí nos hundimos en uno de los modernos divanes. Russ pidió champán sin consultar la carta. Miré a nuestro alrededor. Había poca gente y, de fondo, se oía la agradable música de Edward Grieg interpretada por el pianista que tocaba tras un grandioso piano de cola. Los suaves tonos musicales hicieron efecto inmediato sobre mí. Me relajé y me apoyé en el hombro de Russ. Él me abrazó y me besó con mucha ternura.
—¿Por qué brindamos? —pregunté cogiendo mi copa.
—Por el amor y el dinero —dijo guiñando un ojo.
Bebimos y callamos escuchando la agradable melodía. Al rato, interrumpí el silencio:
—¿Cómo te va en el trabajo?
—No me quejo. Hay mucho trabajo a veces —comentó distraído.
—Recuérdame a qué te dedicas exactamente —insistí.
Había hablado mucho sobre mí y quería saber más de él, sobre todo después de su declaración de querer envejecer conmigo.
—Colocaciones privadas.
—¿Tienes algún caso interesante?
—No. Hay empresas de informática, de comercio, franquicias... Pero nada que sea lo bastante interesante como para ponerme a investigar más a fondo e invertir mi propio dinero.
—Cuéntame más —pedí.
Russ dudó unos instantes, parecía indeciso.
—Ana, me lo estoy pasando demasiado bien contigo como para hablar de trabajo —dijo tocándome el pelo con la barbilla—. Verás, somos diferentes en esto —dijo.
Yo me despegué de él para verlo mejor. Russ se sentó de lado doblando la rodilla y siguió acariciándome el pelo con la mano.
—Tú te involucras emocionalmente en lo que haces —prosiguió—. A mi juicio, en exceso. Pero creo que es la manera como te gusta hacer las cosas. Yo no soy así. Para mí el trabajo es ganar dinero y punto. No me gusta hablar mucho de ello. Creo que el tiempo que pasamos fuera de la oficina es mucho más estimulante y lo prefiero como tema de conversación.
—También es cierto que pasamos muchas horas trabajando. Si no nos gustara lo que hacemos, sería una tortura perpetua —objeté.
—O un mal para llegar a un bien —dijo sonriendo.
—¿Y cómo te llevas con tus compañeros de trabajo? ¿Tienes amistad con alguien? —pregunté.
—Es pura rutina —Se encogió de hombros—. No tengo tiempo para amistades. De vez en cuando salimos a tomar una cerveza y charlar, cosas de chicos. Con frecuencia los viernes por la tarde. A estas alturas me aburre, pero lo hago para socializar. Con quien tengo más contacto es con el socio principal, David Bloom.
—¿Cómo es? —pregunté.
Russ me miró vacilante.
—¿Por qué preguntas?
—No lo sé. Curiosidad.
Él asintió con la cabeza. Se quedó pensando.
—Mis amigos están en Gales. Casi no tengo vida social aquí. Aparte de David, que es con quien paso la mayor parte del tiempo, slo tengo un par de conocidos. Ya te los presentaré.
Enmudecí y bebí de mi champán. Hubiera preferido que me contara más.
—Me gustaría que conocieras a mis padres —dijo de repente.
Lo miré algo inquieta. Primero la declaración de que quería pasar el resto de su vida conmigo y ahora eso. Apenas estábamos comenzando a salir… De nuevo pensé que todo iba demasiado deprisa.
—Algún día —dije restándole importancia.
—Y a mis hermanas —añadió.
Tragué saliva. Russ sonrió al darse cuenta de mi incómodo silencio.
—Tranquila. No tiene que ser ahora y tampoco tienes que impresionar a nadie. Ellos te aceptarán tal como eres —dijo con dulzura.
—Eso espero —contesté cohibida—. He tenido que impresionar a los padres de Thomas durante años, porque siempre pensaron que no era lo suficientemente buena para él. No quiero volver a pasar por lo mismo.
—Ana, mi familia es gente sencilla y no juzga a los demás. Además, eres un encanto. De inmediato se enamorarán de ti. Pero no te preocupes, no creo que te pida que vivamos cerca de ellos —dijo sonriendo.
«Este hombre me va a volver loca», pensé.
—Bien —me limité a decir.
Russ me miró uno momento indeciso y algo melancólico.
—No me gusta vivir en Gales. Me gusta ir de visita y pasar un tiempo con la familia y los amigos. Pero no quiero regresar para siempre. El lugar me deprime —dijo y por fin cambió de tema—: ¿Te gusta el champán?
Bebíamos un Dom Pérignon 1996.