Russ no me ató a la silla, pero sí a la cama. Comimos en la terraza de uno de los hoteles de Llafranc, en primera línea de mar, y al atardecer ya íbamos borrachos. Ninguno habría sido capaz de conducir. Russ desapareció un momento del restaurante y, cuando volvió, traía la llave de la única suite que tenía el hotel de tres estrellas. Mi mente estaba nublada por la cantidad de vino y sangría que habíamos tomado, pero recuerdo que al entrar en el cuarto, Russ se quedó mirando la cama y luego se metió en el baño mientras yo observaba la diminuta habitación, donde apenas cabía una cama, un par de sillones pequeños y una mesita, y me pregunté cómo podían llamar suite a eso. Me acerqué a la ventana; al menos, las vistas al mar eran espectaculares. Al poco rato oí una tela desgarrarse y Russ salió del baño. Se quitó la camiseta y la tiró sobre la cama junto a una toalla. Su físico me deslumbró, como siempre. Sus ojos habían oscurecido por lo dilatadas que tenía las pupilas. Sin decir palabra, estiró el brazo y me atrajo hacia él. Sus labios rozaron los míos y luego, con suavidad, me recorrieron la cara y el cuello. Sentí que se me aceleraba el pulso y un vacío en el vientre me debilitó. Me quitó la ropa mientras besaba cada parte de mi cuerpo.

—Me fascinan tus curvas —dijo.

Me miró desde abajo, sentado en el borde de la cama, y me acarició los glúteos, las caderas, la cintura y el vientre.

—¿Recuerdas que hace un tiempo te juré que te iba a volver adicta al placer? —preguntó con voz áspera y lleno de excitación.

No contesté, sometida a las ansias de estar con él. Era incapaz de hablar, tan solo lo admiré.

—Pues prepárate… —susurró con travesura.

Con un movimiento rápido y dominante, me agarró de la cintura y me arrojó a la cama. Me ató las muñecas al cabezal con dos tiras que había roto de la toalla. Tal vez, de haber estado sobria, no se lo habría dejado hacer por vergüenza, por los prejuicios puritanos que me inculcó la sociedad latina donde crecí y por lo mesurado que había sido mi exmarido en la cama; pero no me resistí, me pareció provocativo y me dejé domar. Entonces, Russ, en vez de poseerme, se detuvo, me observó un instante con la mirada fogosa y, despacio, comenzó a besarme y lamerme las axilas. Necesitó solo un par de segundos para provocar que casi enloqueciera por la sensación del cosquilleo y furor.

—Russ… Te lo ruego, para…

Oí mi propia voz gemir entre los jadeos entrecortados por la excitación.

—Calla, amor, estoy ocupado —susurró, sumido en el idilio.

Sin parar ni apresurarse, me llevó al clímax a base de caricias, sus labios y su lengua. Fue tan formidable y adictivo que quería más.

—¿Sabes qué? —le dije horas más tarde, ya somnolienta—. Nunca pensé que iba a disfrutar tanto del sexo.

—No es del sexo de lo que tanto disfrutas, sino de mí —susurró con convicción.

Sonreí y cerré los ojos.

Abuso de confianza. La otra verdad
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