Efecto dominó

El viernes y el sábado el trabajo no cesó. El restaurante estuvo lleno y, salvo algunos pequeños contratiempos, logramos que los clientes se fueran contentos. La comida gustaba —Marisol era toda una estrella—, y la carta de vinos que seleccioné con la ayuda de varios proveedores la complementaba a la perfección. Descubrí que me agradaba el trabajo, era muy diferente al que conocía de la consultoría; suponía un trato más directo y espontáneo con el cliente.

A medida que pasaba el sábado y se acercaba el domingo, la ansiedad comenzaba a invadirme y pensaba en Russ sin cesar. Repasaba en mi cabeza una y otra vez lo que le iba a decir para aprovechar el poco tiempo que nos daban. Tenía muchas preguntas y quejas. El domingo en la madrugada me acosté tan ansiosa por verlo que no pude dormir.

Unas horas más tarde, en el aeropuerto, tuve que volver a vivir la angustia de subirme a un avión de hélices y volví a recurrir al alcohol.

«Tendré que encontrar una solución a mi pánico a las alturas», pensé.

Pasé por la misma revisión policial al entrar en la cárcel y me llevaron hasta el mismo sofocante locutorio. Russ ya estaba allí aguardando mi llegada. Sentí el mismo vacío en el estómago que la vez anterior, pero en esta ocasión lo acompañó un doloroso espasmo. Habían sucedido muchas cosas en diez días que me habían abierto los ojos y ahora veía el panorama desde otra perspectiva, más desconfiada, más condicional. Así pues, reprimí el impulso de hacer la vista gorda a todo y no amargar la corta visita, y cogí el auricular. Russ sonrió tan pronto entré —su sonrisa arrebatadora de siempre—, pero tenía los ojos en alerta. Supuse que se dio cuenta de mi estado de ánimo. Ya me conocía demasiado bien.

—Hola, amor —dijo—, me alegro mucho que hayas venido.

Pronunció esas dos palabras con esa voz aterciopelada y llena de adoración que extrañaba tanto.

—Hola —dije escueta.

De repente, se inclinó hacia su lado izquierdo y me observó.

—¿Qué te ha pasado en la cara?

Me llevé la mano a la cara. Todavía tenía el moretón del accidente. Había cambiado a un color verdoso y se notaba bastante.

—Me caí —dije mientras reunía mis pensamientos—. Russ, te tengo que contar varias cosas.

Asintió y no me interrumpió mientras le resumía que había revisado todo el contenido de su maletín, la visita de Jamie y Darrell, los saqueos, el accidente y la visita a Vanessa. Russ cerró fuertemente el puño en varias ocasiones y la rabia llenó su mirada. Se controlaba y tuve la sensación de que los sucesos no lo habían sorprendido del todo. Sin embargo, a mi sí y tenía mil y una preguntas.

—Russ, ya le he dado a Jay lo que me pediste —concluí con cautela—. ¿Qué pasará ahora? Vanessa dijo que os iba a perjudicar. También dijo que él se había llevado el negocio de David. ¿Qué significa eso?

Russ se movió en la silla. Se notaba que le incomodaba hablar sobre el tema y también, por un destello fugaz en los ojos, se apreciaba la rabia contenida.

—Russ, me tienes que decir la verdad —dije al darme cuenta de su reacción—. Toda la verdad. He vivido un infierno durante estos días por tu culpa.

Se llevó el puño a la boca y se mordió el nudillo del índice. Cuando habló, su voz estuvo llena de rencor. Con los dientes, había dejado una profunda marca blanca en el nudillo.

—Amor, siento por lo que has tenido que pasar. No me imaginé que se atrevieran a llegar tan lejos.

—Dame explicaciones, Russ.

Volvió a vacilar un instante, pero al fin habló.

—Jay se encontró el gordo de la lotería. Se quedó con un negocio en pleno auge con una base de clientes existentes y otros potenciales precalificados, y con una pandilla de vendedores hambrientos por ganar dinero. Pero le faltaba el acceso a la cuenta de la empresa suiza. Ahí es donde los clientes transferían el dinero. Y ha estado haciendo todo lo posible para conseguirla. Lo más inverosímil de la situación es que no tenía nada que temer, porque David y yo estamos detenidos y no lo podemos parar.

Me quedé impresionada por su confesión. Si bien durante la primera visita había sido cauteloso al hablar, ahora lo hacía de manera abierta. 

—Lo que él no sabe es que en Zúrich ya lo están esperando.

Le observé con cuidado.

—No dudé un instante en hacerlo —prosiguió con una extraña determinación en los ojos—. Es tan solo cuestión de días que lo detengan. Estoy seguro de que ya está en camino para llevarse el dinero. Cavó su propia fosa al meterse contigo.

Mi corazón dio un vuelco al comprender el riesgo que había asumido Russ.

—Ana, las cosas se van a complicar —dijo mirándome intensamente—. No sé con exactitud qué pasará, pero cuando cojan a Jay, él intentará hundirnos aún más. Aparte, ahora aquí saben que hay otras cuentas a donde llegaba el dinero de los clientes y van a investigar más, lo que, en principio, significa que pasaremos más tiempo entre rejas.

La mirada de Russ estaba llena de arrepentimiento. Se le llenaron los ojos de lágrimas.

—Lo siento, amor, de verdad, lo siento por todo —susurró.

Pasamos un tiempo en silencio. Yo intentaba asimilar los hechos. Ver a Russ tan destrozado me reconfortó de una forma egoísta. Parecía genuinamente arrepentido y el hecho de que denunciara a Jay a las autoridades me demostró que, por mí, estaría dispuesto a asumir riesgos, sacrificarse y, dado el caso, a cambiar y hacer las cosas bien. Su actitud reforzó mi fe en él. La decepción que sentía desde que había descubierto la verdad de cómo se ganaba la vida y el miedo que me aterraba desde que Jay me había comenzado a perseguir, se atenuaron. Aun así, la ansiedad abarrotaba mi interior. Inspiré hondo para calmarme. 

—¿De cuánto tiempo estamos hablando? —pregunté rompiendo el silencio.

—No lo sé, amor, no lo sé —dijo e inspiró también.

—¿Y qué pasará con tu caso y el de David?

—Tampoco lo tengo claro. De momento, los casos van por separado, como ya sabes —explicó con voz cansada—. David se cabreó por mi decisión y nos peleamos. Nos separaron de celda porque estuve a punto de aplastarle la cabeza. Pero creo que se calmará, se dará cuenta que no había alternativa. Si no pillan a Jay, él se meterá más contigo y con Vanessa y seguirá el negocio utilizando la cuenta suiza, luego la vaciará y nosotros cargaremos con la culpa, porque somos los directores.

—¿Tú crees que David esperaba retomar el negocio al salir de aquí? —pregunté en un susurro.

Russ me miró con expresión burlona. Lo vi hecho polvo, desalentado. Asintió despacio con la cabeza.

—Por Dios… —me lamenté.

—Ana, por favor, deja de pensar en los demás.

—¿Y qué pasará con el negocio? —insistí, intrépida.

Se encogió de hombros y arqueó las cejas.

—Sin Jay probablemente morirá, a no ser que Jamie intente redirigir el dinero hacia otra cuenta. Pero eso ya no nos involucraría a nosotros.

—¿Y qué pasará con los inversores?

—Nada, se quedarán sin el dinero, a no ser que las autoridades suizas, españolas y monegascas decidan apiadarse y darles unas migajas.

—¿Sabes desde dónde podría estar operando Jay? —le pregunté.

—Da igual, no es importante. Olvídalo, Ana.

—Russ, esto se tiene que parar —insistí en voz baja.

Me observó un instante, dudoso, pero al final habló.

—No lo sé con certeza, podría estar en cualquier lugar. Aunque sospecho que le está ayudando Jamie, que en realidad es un contable inglés que se dedica a estafar a compatriotas que llegan a Barcelona sin idea de la tributación local. Tiene el despacho en Londres con Casanova.

Asentí pensativa.

—¿Y crees que David intentará perjudicarte también?

Russ sacudió la cabeza.

—No más de lo que ya está expuesto en el caso. No me quitará culpa, pero tampoco me hundirá más. El que tiene que temerlo es Jay, porque tarde o temprano David saldrá de aquí. Como sabes, se negó a darle dinero a Vanessa. David está que se sube por las paredes. Aunque ella sea una zorra, es la madre de su hijo. Con este argumento manipula a David de una forma perversa. Le hizo llegar el mensaje de que, si no le enviaba dinero, se iría del país y él nunca más volvería a ver a Samuel. David está moviendo cielo y tierra para hacerle llegar dinero a través de su familia.

Volvió a callarse. Se frotó la frente y la sien con la mano. Cuando inclinó la cabeza, me di cuenta de la profundidad de sus ojeras. Se me encogió el corazón. Él sufría por todo ese drama igual que yo.

—Así que tengo que prepararme para no estar contigo por bastante tiempo, ¿no? —pregunté con desaliento.

Russ me contempló con anhelo. Una chispa de esperanza se prendió en sus ojos. Comprendió al instante el significado de esas palabras, que lo expresaban todo: mi comprensión de la situación, mi decisión de permanecer a su lado y mi añoranza de estar con él. Esbozó una leve sonrisa, pero la cara se le iluminó.

—Sí, amor —contestó—. Pero créeme, es para bien. Como te dije, he cometido un error y pagaré por ello, y me duele en el alma que te esté causando tanto sufrimiento.

Me sentí triste. Había albergado la esperanza de que pronto se diera algún avance en el caso, de que las cosas se resolvieran más deprisa, de que lo soltaran bajo fianza. Ahora, la ilusión se desvanecía.

—Russ, hay algo más que te tengo que contar —dije.

Él me observó preocupado.

—Mi madre está enferma.

Me observó en silencio un instante.

—Cuéntame, por favor —dijo al fin.

Entonces, todos los demás problemas palidecieron en importancia. Había reprimido el pensamiento sobre ella durante muchos días y, cuando lo retomé, me di cuenta de que me mortificaba. Había cedido frente a la insistencia de mi padre de no visitarlos todavía, pero en ese momento comprendí que había sido un error que tenía que corregir de inmediato.

—¡Maldito Mónaco! —exclamó Russ, furioso, cuando terminé—. Yo no debería estar aquí. Debería estar a tu lado.

—Ya lo sé —dije llena de dolor—, pero no podemos hacer nada de momento, y mi madre estaría enferma aunque estuvieras en Barcelona.

—Sí, pero te podría apoyar.

Su voz sonaba cortante.

—Ya lo sé, ya lo sé —repetí—. Ya me las arreglaré. Me haces una falta tremenda.

—Tú a mí también —dijo con expresión triste—, pero el tiempo pasará y estaremos juntos.

—Sí, Russ, pasará, todo pasa, nuestras vidas también. El tiempo no se detiene, no perdona a nadie. La pregunta es ¿cuánto tiempo pasará? —exclamé.

—La justicia es lenta, amor —dijo de forma serena—. Aunque va en mi contra esta vez, tengo que reconocer que jamás he oído de ningún caso financiero que se resolviera rápidamente. Pero aguantaré hasta que se acabe todo y me lleven a juicio.

—¿De cuántos casos sabes? —pregunté.

Russ tan solo sacudió la cabeza. De nuevo, enmudecimos y miré el reloj.

—No hablemos más de problemas —decidí—. Nos queda poco tiempo. Intentemos encontrar algo agradable sobre lo que hablar, aunque parezca imposible.

—Si quieres te cuento de la suite que tengo aquí y algunos de los chismes que corren por los pasillos de la cárcel —dijo y sonrió.

—Bien, algo diferente.

Yo también intenté sonreír.

La charla fue muy interesante. Durante la siguiente media hora, logró hacerme olvidar toda la pesadumbre que nos rodeaba y disfrutar de su sentido del humor.

Me contó que la celda donde vivía tenía unos dieciocho metros cuadrados, tres camas, dos de las cuales eran literas, un váter y un lavamanos. Había también una mesa pequeña y una nevera, todo un lujo. Sin embargo, los productos con los que la llenaban provenían del quiosco de la cárcel, que era muy caro. Como dijo Russ, los presos colaboraban por narices en la economía de la cárcel. Tenían una ventana de 50 por 50 centímetros aproximadamente por la que casi no entraba la luz del día, porque tenía tres líneas de barras y el grosor de la pared era de más de tres metros. Russ me dijo que la sensación de claustrofobia era absoluta. La puerta de la celda estaba construida en hierro macizo, no era de barras, y tenía una apertura por donde les pasaban la comida. Me sorprendí, pues en las películas había visto que los presos hacían cola para comer en un comedor común y pensaba que en todas partes era igual. Tenían un área denominada «gimnasio» con un par de colchonetas y una bicicleta a la que le faltaba un pedal. Russ había creado una especie de pesas con botellas de agua de litros que amarraba con cinta de embalaje. Había hecho dos pares de dos botellas, dos pares de cinco botellas y dos pares de siete botellas. Todos los días le pedía prestada la escoba al limpiador de turno y utilizaba el palo como barra para levantar las pesas.

Los despertaban a las 7:30. Entraban en las celdas y golpeaban las rejas de las ventanas con palos. Eso me pareció raro, pero Russ explicó que se debía a que un prisionero llamado Fred Turner había escapado años atrás de una manera un tanto especial. Recuerdo que abrí los ojos como platos y Russ se rio. No me podía imaginar que alguien se las hubiera ingeniado para escapar de aquella fortaleza. Toda una intriga.

Entonces, Russ me contó la historia del asesinato de Edward Sarri, un billonario y famoso banquero retirado en Mónaco. Era conocido, según a quién uno le preguntaba, o por haber blanqueado dinero de la mafia rusa o por ser un filántropo excepcional. Fred Turner había formado parte del equipo de enfermeros que cuidaban de él, ya que padecía la enfermedad de Parkinson. Russ resumió la historia. Fred quiso ganarse el afecto de su jefe y el mejor salario, y se las ingenió para prender fuego en el ático de Sarri. Su idea era rescatar a Edward y así obtener la «bendición» de la familia Sarri. Sin embargo, el plan no le salió bien y todo acabó en una gran tragedia. El fuego se expandió con rapidez y Fred sufrió graves quemaduras. Los servicios de bomberos tardaron demasiado en acudir y Edward Sarri se asfixió. Cuando al final la policía dejó pasar a los bomberos, era demasiado tarde. En consecuencia, Fred fue encarcelado y acusado de asesinato. El desarrollo de su caso había sido muy complejo y polémico, y no acabó de resolverse del todo.

Fred logró escapar de la cárcel gracias a tres herramientas: un alambre metálico, empaques de quesitos Babybel y bolsas de basura. El alambre lo utilizó para limar y cortar las barras de su celda: avanzaba con lentitud, pero avanzaba. Los envoltorios de quesitos Babybel eran una especie de cera que, al calentarse, se podía moldear. Con ello simuló las barras que iba cortando, por lo que los guardias no se dieron cuenta. De las bolsas de basura hizo una cuerda con la que descendió por el muro que daba al mar.

Lo escuchaba con fascinación. La historia parecía un thriller de Hollywood.

No se supo con certeza cómo Fred había conseguido el alambre, pero se rumoreaba que había seducido a la trabajadora social que se ocupaba de los prisioneros. Logró escapar hasta Niza, donde contactó con su abogado francés; un grave error. Según la ley francesa, en esos casos el abogado está obligado a contactar con las autoridades y denunciar al prófugo. Y eso fue exactamente lo que pasó. Encarcelaron a Fred en Niza, que batallaba por no volver a Mónaco (uno se podía imaginar por qué).

Su huída provocó medidas extremas de seguridad. Una era la pared sólida y el vidrio antibalas. Otra era que todas las mañanas a las 7:30 y todas las noches a las 23:30 golpeaban las barras para asegurarse de que no estaban cortadas. Según Russ, provocaban un ruido tremendo. Se prohibieron las llamadas telefónicas —un derecho aceptado en todas las cárceles de la Comunidad Europea—, y revisaban las celdas a fondo dos veces al día.

Russ tenía televisión en la suya, algo que me pareció un lujo, pero se quejaba de que solo tenía programas en francés y un canal de noticias estadounidense. No podían leer prensa. Las duchas eran decentes, pero las limpiaban ellos mismos. Se les permitía salir al aire libre una hora al día. Russ decía que habría intercambiado su salida por poder alargar el tiempo de las visitas conmigo. Lo alimentaban bien, pero les daban lo básico. Lo demás se podía comprar. Desde el punto de vista humano, todo era lo más correcto, pero desde punto de vista legal, las condiciones dejaban mucho que desear. Los abogados solo venían a verlos una vez al mes. Russ únicamente sabía de visitas frecuentes de abogados a reclusos muy importantes que pagaban sumas astronómicas en honorarios. Que salieran más rápido por gastar más estaba por verse. Le dije que pensaba que la cárcel podía ser mucho peor y que apreciara las condiciones que tenía.

Pensé que no todo en la vida diaria de Russ era aburrido, que había algo de entretenimiento. La interesante historia que me contó me despejó la mente. Me relajé escuchándolo y riéndome de sus bromas. Salí de la cárcel casi contenta. Paseé por el jardín del Museo Oceanográfico y admiré las vistas al mar. Me dirigí al hotel donde había reservado habitación. Cuando llegué, me di cuenta de que eran apenas las tres de la tarde y, de repente, la idea de encerrarme entre paredes me agobió. Pasé de largo el hotel y caminé hacia el puerto. Era un día soleado y había mucha gente en las calles. Algunos iban en pareja, cogidos de la mano o abrazados, lo que me hizo sentir miserable. Seguí caminando. Me mezclé con la multitud con la esperanza de que el tiempo pasara rápido. Al pasar el puerto, la calle comenzó a ascender hacia el casino. A medio camino, me detuve frente a la entrada de un restaurante. No tenía hambre, pero la vista al Mediterráneo era hermosa.

Bonjour, madame —oí que decía alguien.

Desvié la mirada del mar y la dirigí a la voz. Un camarero esperaba con cordialidad a que decidiera si entraba o no a la terraza del restaurante.

«¡Qué más da!», pensé.

—¿Está abierto? —pregunté en francés, insegura.

El camero asintió con una sonrisa.

—¿Para uno? —me preguntó.

Asentí y él, con amabilidad, me indicó la mesa más lejana a la entrada. Me senté y aprecié la vista.

Llevaba días sin comer algo decente y, sin prisas, descubrí la selecta oferta del lugar. Pedí un plato de marisco y un Pinot gris «demi-sec». La comida estaba exquisita, la vista era agradable y el vino embriagador. Muy a mi pesar, me relajé y disfruté del momento. Cuando por fin decidí pagar y volver al hotel, eran cerca de las seis de la tarde. La comida y el vino causaron efecto en mí; me sentía relajada y tranquila. Intenté leer un poco, pero La ciudad de las bestias, a pesar de ser una novela de aventuras y fantasía que me transportaba a las hermosas tierras de Venezuela, no logró mantener mi atención en aquel momento. A las siete, todavía con luz de día, me quedé dormida profundamente por primera vez en semanas.

Abuso de confianza. La otra verdad
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