Thomas no fue a trabajar dos días enteros. Mi ansiedad crecía a cada instante que pasaba cuando oía pasos por el centro de negocios. Estuve a punto de llamarlo varias veces, pero logré contenerme. Cuando por fin llegó el miércoles a media mañana, se presentó cansado y con ojeras, pero no hizo ningún comentario acerca de lo nuestro y pasamos el día trabajando como si no hubiera pasado nada. Al terminar la jornada, me ofreció ir a tomar algo.
—Vale —dije con el pulso tan acelerado que me aturdía los oídos.
Me sentía agotada, casi no había dormido.
Fuimos al Café Francesco, al lado de la oficina. Thomas pidió zumo y yo un expreso doble. Sujeté la pequeña taza con fuerza.
—Ana, he pensado mucho estos días, y creo que tenemos que hacer algo radical para sentir los dos un cambio positivo —dijo yendo directo al grano—. He pensando que si queremos seguir como pareja, tenemos que dar un paso adelante en nuestra relación —prosiguió—, y este paso solo puede ser tener familia. Deberíamos mudarnos a una casa a los alrededores de Barcelona, donde haya más espacio y áreas verdes, e intentar tener hijos.
Necesité un minuto para digerir lo que decía. En mi mente cansada intenté proyectar cómo sería mi vida con Thomas en una casa a las afueras de la ciudad. Una ilustración al estilo Dalí —surrealista y paranoica— se materializó. Me imaginé pasando las tardes y las noches con un bebé en brazos esperando que mi marido regresara del trabajo o del tenis y cómo la soledad y el aburrimiento me oprimirían hasta enloquecer.
—¿Que… quieres tener hijos conmigo… a estas alturas? —le pregunté, estupefacta.
—Sí —me dijo con amabilidad, aunque yo no me quitaba la sensación de que me estaba planteando un negocio.
Hizo ademán de decir algo y lo interrumpí deprisa.
—¿Cómo puedes decir eso? ¡Si ni siquiera te atraigo físicamente!
—Los hijos unen el matrimonio.
Sonrió con timidez.
—¡O lo separan y luego son ellos quienes sufren! —enfaticé.
Parecía que todavía quería salvar algo insalvable y su propuesta era demasiado ilógica.
—Thomas, no creo que eso sea una solución. ¿Cómo vamos a tener esos hijos si no mantenemos relaciones sexuales? Tal vez no lo quieras ver, pero el paso necesario en nuestra relación es separarnos.
Torció la cara con una mueca de tristeza.
—¿Cómo te imaginas que será? —me preguntó con un hilo de voz.
—No he pensado en cómo será —le contesté—, quería que lo hiciéramos juntos. Es decir, que lo acordáramos entre los dos.
—Ana, trabajamos juntos —me miró extrañado.
Suspiré con resignación. Tarde o temprano, la cuestión de la empresa se tenía que afrontar.
—Thomas, como te dije, no he pensado en los detalles. Solo el hecho de considerar separarme de ti ya me parece un esfuerzo inmenso. Así que ahora pensaré en voz alta —dije.
Me apoyé sobre la mesa. Luchaba por controlar mi voz temblorosa.
—Una alternativa —proseguí— sería que yo me alejara un poco y que me concentrara en otro proyecto. ¿Recuerdas que lo había hablado? —Él asintió—. Pues ahora es el momento. He hecho un estudio de mercado para la apertura de un restaurante y he desarrollado el plan de negocios. Tengo varias personas comprometidas con el proyecto y esperan de mí que lo tire adelante. Si te parece bien, seguiré trabajando para la consultoría a tiempo parcial hasta que consigamos a alguien que me reemplace.
—¿Y de dónde vas a sacar el dinero para el restaurante? —me interrumpió.
—Usaré parte de mis ahorros y pediré financiación del banco —expliqué.
—¿Y cómo crees que seguirá la consultoría?
Por alguna razón él no sonaba convencido.
—Tú la llevarás, como lo estás haciendo ahora —dije—. Estás al frente de todos los clientes y los consultores están encantados de trabajar contigo. Mis actividades de marketing ya están dando resultado y de momento no se necesita nada más para promocionar nuestros servicios, pero me quedaré un tiempo apoyándote en lo que sea necesario.
—¡Así que toda la responsabilidad será mía! —protestó arqueando las cejas.
—¿Qué quieres decir?
—Quiero decir que tendré que echármelo todo sobre las espaldas: la responsabilidad de los proyectos, la responsabilidad de las nóminas, de los pagos de los clientes…
—¡Pero si la responsabilidad de los proyectos ya la tienes ahora! ¿Qué diferencia hay? Si lo consideras necesario, traspasaré toda la contabilidad al contable. Él ya lleva las nóminas, podrá asumir también la tesorería.
Su reacción me comenzó a preocupar. Algo no marchaba bien.
Thomas pensó unos instantes, que se me hicieron eternos. Ambos permanecimos en silencio.
—¿Qué problema hay? —pregunté con un mal presentimiento.
Me miró. Su mirada era fría e intensa.
—Ana, si no vamos a estar juntos, prefiero irme de la empresa.
Intenté hablar, pero no pude. Tardé unos instantes en conseguir controlar mi voz. Cuando logré formular algunas palabras, sonaba ronca.
—Thomas, estás al cargo de todos los clientes. Si te vas, pones en riesgo la continuidad de los proyectos, es más, pones en riesgo la existencia de la empresa. Somos catorce personas aparte de ti, nos quedaríamos todos sin trabajo de un día para otro.
—Pues así tienes la oportunidad de demostrar que eres una buena empresaria —dijo con sarcasmo.
Su cara era inescrutable. Me parecía que hablaba con un extraño.
—¿Estás compitiendo conmigo? —susurré.
—No, para nada —negó poco convencido—, pero fundar la empresa fue idea tuya, y yo no quiero seguir más. Ya estoy quemado. Demasiados viajes. Demasiados problemas con clientes y consultores. No quiero seguir. No quiero tener toda la responsabilidad. Nuestra relación está destrozada y no hay nada que me motive para continuar.
—¿Y qué vas a hacer si dejas el negocio? —le pregunté en un intento de entender las cosas.
—He hablado con AMR. Están interesados en contratarme.
AMR era la empresa hermana de la consultoría para la cual había trabajado Thomas cuando vivíamos en Alemania. En aquel entonces, lo habían querido en su equipo, pero él acabó rechazando la oferta para que pudiéramos irnos a Barcelona.
—¡Pero si esto significa que seguirás trabajando en consultoría! ¡Seguirás viajando! —prorrumpí indignada.
—De todos modos, no es donde me quedaré trabajando de por vida. Es posible que sea un paso intermedio. Luego ya veré qué hago. Pero no quiero seguir trabajando ni en la empresa, ni contigo, si nos separamos —dijo convencido.
—¿Y ya estás preparado para dejar a un montón de personas desempleadas? —le pregunté sin poder dar crédito a lo que me estaba diciendo—. No lo entiendo, Thomas, la consultoría es súper rentable. Estás ganando mucho. Me parece que te estás cargando un negocio por… por miedo.
Apretó con fuerza la mandíbula y me habló en voz muy baja.
—Ana, nuestra relación no funciona. La empresa fue idea tuya. Yo ya no quiero formar parte de nada de esto. Acéptalo.
Lo consideré. Luchaba por controlar los nervios y no explotar. Él había tomado esta decisión y no la iba a cambiar.
—Así que tengo dos opciones —concluí amargada—, o bien aceptar que te vas de la empresa, lo que significa que tengo que asumir la dirección, porque no voy a despedir a trece personas, o bien perder el miedo y comenzar a acostarme contigo, aunque no te deseo ni tú tampoco a mí, hasta que me quede embarazada. Dime, Thomas, ¿quién te dio este consejo, tus amigos, tus padres? ¿Es así como las personas que te rodean aguantan juntas a lo largo de los años? ¿A base de manipulaciones?
Thomas bajó la mirada ante esa repentina honestidad. Siempre me habían indignado las injusticias y, cuanto más intentaban arrinconarme para salirse con la suya, más me rebelaba yo. Prefería intentar llevar la empresa yo sola y fallar, antes que volver a estar con él y ser infeliz. Me preguntaba si él lo sabía. Seguro que sí.
—Veo que ya lo has decidido. ¿Cuándo te quieres ir? —dije, por fin, con la voz apenas audible.
—Lo antes posible. Pero dejaré tiempo suficiente para traspasártelo todo —contestó demasiado rápido—. El próximo lunes estarán los consultores en la oficina, así que podremos reunirnos con ellos. Y, en cuanto a los clientes, si me dejas, organizo una visita con ellos para el martes y el miércoles —ofreció.
Asentí absorta en mis pensamientos. Thomas me miró unos instantes. Luego suspiró y se quitó las gafas. Se llevó las manos a la cabeza y empezó a masajearla con los dedos. El silencio se prolongó.
—Bien —dijo Thomas en algún momento y se volvió a colocar las gafas—. Nos quedan tan solo dos asuntos pendientes.
Lo miré con rencor, adivinando el tema que iba a sacar.
Thomas provenía de una familia adinerada. Su padre había amasado una fortuna representando empresas alemanas en Sudamérica. Había crecido, junto a su hermana, en la abundancia. Habían estudiado en las mejores universidades europeas e iban a heredar un importante fideicomiso. No obstante, Thomas era austero hasta el punto de ser tacaño.
Mi familia, en cambio, era humilde, a pesar de que mi padre había sido diplomático. Cuando yo era pequeña, los salarios comunistas eran bajos y, a veces, apenas nos alcanzaba el dinero para llegar a fin de mes. La situación económica de mi familia había empeorado a partir de la caída del comunismo en 1989. A raíz de eso, mi padre se había quedado sin trabajo en Caracas, por lo que mi madre abrió una agencia inmobiliaria. Ella se ocupaba entonces de la economía familiar. No vivíamos mal, pero ya no éramos diplomáticos y muchas «amistades» nos habían dado la espalda y nos habían excluido de su privilegiado círculo social. El rechazo nos afectaba a todos, pero el que más sufría era Iván, mi hermano. A la edad de dieciséis años se había quedado sin privilegios en un país muy materialista y, por ello, había empezado a buscar escape en las drogas.
Yo desde siempre había trabajado con afán y ahorrar era mi prioridad absoluta. Durante mi matrimonio con Thomas, le daba dinero a mi hermano —que era incapaz de dejar la codeína y llevaba una vida desastrosa— y también, a veces, les enviaba dinero a mis padres. Ellos se habían regresado a Sofía, donde seguían teniendo el piso y las pensiones de los tiempos comunistas, las cuales no alcanzaban para pagar la electricidad en invierno. Estas ayudas económicas le rompían los esquemas a Thomas.
Sabiendo, pues, de lo que querría hablar, espeté indignada:
—No te preocupes, no quiero nada de ti, ni del dinero de tu familia, solo quiero que todo lo que hemos adquirido durante nuestra vida matrimonial se divida en partes iguales, y quiero quedarme el BMW.
Thomas asintió al conocer mi abnegación y pude ver que una sombra de alivio le recorrió la cara.
—En cuanto a las acciones… —comenzó.
—¿Qué acciones? —me sobresalté.
—Las de la empresa, Ana. Soy consciente de que no es justo pedir que me las compres, puesto que soy yo el que se quiere ir. Te las cederé todas. Pero quiero retener parte de las ganancias que la empresa haga este año.
—¿Qué? —Alcé la voz.
—¿No crees que me corresponde una parte? —me preguntó.
Me reí. Debería haber llorado, pero me reí.
—¿Que te corresponde una parte? ¡Pero tú no tienes vergüenza! Te vas, me dejas con una empresa para que me las arregle sola y, para colmo, quieres dinero.
Thomas sonrío por primera vez, pero era una sonrisa irónica.
—Ana, como tú misma dices, esta empresa es lo que es, en parte, gracias a mi esfuerzo. En especial, al esfuerzo de crear proyectos. El grueso de las ventas lo he hecho yo…
—Sí, y por eso has ganado un salario, y ganarías más si te quedaras. Pero si te vas, haré un incremento del capital y no verás ni un céntimo más —le dije tajantemente.
—Ni tú tampoco lo verás si no te traspaso a los clientes, que ahora ni te conocen.
Me sorprendí por quedarme quieta como una estatua en vez de pegarle una bofetada a quien todavía era mi marido. Me estaba dando un golpe bajo, y lo sabía. Él era el director de la empresa. Sabía que yo no sería capaz de dirigirla sin una transición adecuada. Si no le daba lo que pedía, seguro que se iría al instante, renunciaría a su cargo de administrador y dejaría que yo me las arreglara a solas, lo que me haría pasar momentos de vergüenza y humillación. Él sabía que yo me desvelaba por el personal y que me lo pensaría dos veces antes de despedir a la gente. Rechiné los dientes y la indignación hizo que me hirviera la sangre. Por unos instantes, me sosegué. Fui incapaz de moverme hasta que aparté un poco la cólera de mi mente. Thomas tenía la mirada fija en mí.
—Voy un momento al servicio —le dije.
En el baño me refresqué la cara con agua fría. Me miré en el espejo sin verme. Las memorias ocuparon mi cabeza como un carrusel de diapositivas. Recordé cuando lo había conocido en la playa de Venezuela, cuando me había pedido con timidez que nos casáramos, recordé nuestra boda. Evoqué la luna de miel que habíamos pasado enfermos el uno en brazos del otro, en la cama de un hotel de Nueva York durante un sofocante mes de agosto, escuchando a un saxofonista que tocaba Killing me softly todas las noches bajo la ventana de nuestra habitación. Recordé nuestros viajes por Europa en el primer coche que habíamos podido comprar con nuestros ahorros —el Volkswagen ahora destartalado—, la adopción de Charlie en Múnich, nuestra ilusión por abrir la empresa en Barcelona. Recordé la alegría que había sentido cada vez que él regresaba de un viaje.
Me acordé de todo eso y sonreí. Mi disgusto con Thomas no tenía límites, pero esos eran los recuerdos que quería conservar. Esa era la cara de la moneda que siempre iba a querer ver y no la otra: la obsesión por el deporte, el abandono, la indiferencia y la actitud de entonces. Suspiré. Mis padres siempre me decían que yo había salido la fuerte de la familia, y la verdad es que llevaban razón. Me las arreglaría. Me sequé la cara y volví a la mesa. Thomas me lanzó una mirada impaciente.
—¿De qué cantidad estás hablando? —pregunté ya calmada.
—De la ganancia que se obtenga, el porcentaje de acciones que tengo ahora. No pido nada más —dijo preparado.
—¿Me dejas pensarlo? —le pregunté con amabilidad.
En mi mente intenté calcular la cifra. Estaba segura de que Thomas ya había hecho los números. Entonces él se mostró inquieto.
—¿Qué hay que pensar? Es lo que tiene que ser.
—Pues quiero pensar un poco. Me acabas de dar una noticia trascendental y me gustaría considerar todos los detalles antes de comprometerme.
—Vale, piénsalo y dime algo pronto.
—Descuida —dije con tono indiferente y, de repente, me invadió el cansancio.
Thomas se levantó.
—Una cosa más —dijo de pronto—. ¿Podrías buscar a un abogado? Creo que podremos compartir los honorarios, ya que la separación será de mutuo acuerdo.
Sin despedirse, se dirigió hacia la salida.
«¡Cabrón!», pensé.
A través de la ventana, vi como se alejaba, hasta que le perdí de vista cuando giró la esquina. Me quedé largo rato pensando en mi vida. Me dolía mucho que nos estuviéramos separando. Hacía tiempo que ya no sentía atracción por Thomas, pero le seguía teniendo cariño. Había pasado casi una década de mi vida con él y había aprendido mucho a su lado. Me costaba explicarme cómo habíamos llegado a la separación y cuál era la razón principal. Tal vez no la había. Tal vez era consecuencia de muchos fallos. Tal vez nuestro amor nunca había sido lo suficientemente fuerte como para durar mucho. Mi cabeza vagaba recordando los momentos, felices y tristes, vividos a su lado. Los últimos meses habían sido muy tristes. Era hora de intentar ser feliz de nuevo.