Modelo de
negocio
Charlie corrió a recibirme cuando abrí la puerta del piso. Lo cogí en brazos y paseé la mirada por el mobiliario conocido. Había una nota sobre la mesa:
«He recogido casi todas mis cosas. Estaré fuera unos días. El lunes iré a la oficina. Espero verte allí y cerrar los asuntos pendientes. Thomas».
Sacudí la cabeza intentando quitarme de encima la nostalgia que me invadió al leer la nota. Tenía que concentrarme y decidir cómo iba a relanzar la empresa. Dejé a Charlie en su cesta, saqué mi portátil y apagué el móvil. En la cocina encontré una botella de vino tinto del Penedès y me serví una copa. Me acomodé en la mesa del comedor para trabajar. Siempre había tenido la capacidad de desconectar de todo y centrarme en el trabajo. Solo tenía que proponérmelo.
De mi padre había heredado la pasión por el cálculo. Desde pequeña, me había enseñado las matemáticas como un juego; me motivaba a sumar y restar con todo lo que veía de camino al colegio: las hojas de los árboles, los bombones de las pastelerías, los números de las matrículas... El ejercicio me fascinaba. Cuando tenía siete años descubrí por mí misma que la suma de los términos de una progresión aritmética da el mismo resultado. Cuando nadaba estilo libre contaba el número de brazadas que daba y sabía con precisión de cuántas necesitaba para las diferentes distancias. Después, en la universidad, cogí todas las materias de cálculo que había y fui la única chica que seleccionó la estadística como electiva para alcanzar los créditos. En el trabajo, mi mente matemática me hacía razonarlo todo y, a lo largo de mi carrera profesional, había tomado las decisiones con paciencia y ponderando con objetividad los hechos.
Sin embargo, con esa racionalidad, contrastaba, rotundamente, mi sentimentalismo. Esta cualidad la había heredado de mi madre: al igual que ella, yo era emotiva, sensible y afectiva con la gente de confianza y, a menudo, me dejaba llevar por mis impulsos y emociones en mis relaciones amorosas. Por ello, consideré la decisión de Thomas de irse de la consultoría como injusta, y, por mucho que me intentaba convencer de que se trataba de un tema de negocios, no lograba verlo así. Quizá porque, desde el punto de vista profesional, su repentina salida no tenía sentido y, sin duda, iba a afectar el negocio. Él sabía que estar al frente de la empresa iba a ser un gran reto para mí; no todos los consultores aceptarían el cambio de jefe, ni tampoco todos los clientes. Mentalmente repasé cada una de las caras de los consultores intentando imaginarme su reacción. El ejercicio me resultó deprimente y frustrante. A la mayoría apenas los conocía.
Por otro lado, tenía la intención de abrir el restaurante. Me había comprometido con la chef, la arquitecta y algunas personas más a empezar a montarlo durante los próximos meses. Muchos ya estaban trabajando en ello, haciendo estudios de mercado o buscando un local para instalarlo.
Suspiré frustrada. Me tenía que enfrentar a dos negocios o abandonar el proyecto del restaurante. No quería seguir trabajando como lo había estado haciendo hasta entonces, un sinfín de horas al día. Quería rehacer mi vida sentimental y tener tiempo para vivir y disfrutar.
Estuve pensando en varias soluciones durante la tarde y me acosté bien entrada la noche con un plan de rescate algo descabellado. Parte del plan lo formaba uno de mis mejores amigos: Federico, de nacionalidad mexicana, patriota a más no poder y, a la vez, un trotamundos apasionado. Lo había conocido cuando estudiaba el máster en Múnich. Se había incorporado al curso un mes más tarde del comienzo del trimestre y resaltaba entre nosotros por sus conocimientos matemáticos. El profesor de estadística empresarial le había pedido una vez salir frente a la clase a explicar por qué en los McDonald’s había la cantidad de cajas que había. Federico había llenado la pizarra con fórmulas estadísticas de probabilidades que se utilizaban para calcular el flujo de clientes basándose en un historial de ventas. Desde el principio me había fascinado su mente precisa y sentía afinidad con él. Trabajamos muy bien en equipo durante los dos años del máster. Él era brillante y el más joven del curso; con tan solo veintidós años sacaba las mejores notas y sin esfuerzo. Le gustaban tanto los números que a veces hacía enloquecer a los profesores al replantear las fórmulas estadísticas y financieras. Pero, aparte de ser un loco de la estadística, era un hacker de vocación. Le fascinaban el software libre y la tecnología informática. Su vida estaba repleta de cables, microchips, módems, cajas de CD y revistas de informática. Tenía un programita para todo.
Cuando Thomas y yo decidimos abrir la consultoría en Barcelona, Federico, a quien todos llamaban Kiko, no se lo pensó dos veces y se vino a trabajar con nosotros. Se tuvo que dejar crecer la barba para disimular su juventud frente a los clientes, ya que su trabajo consistía en dar consejos a otros mucho mayores que él.