Abrí los ojos descansada y con energía, una sensación que casi había olvidado. Recordé a los ángeles y los busqué con la mirada. Seguían sonriéndome desde una fotografía que había sobre una mesita baja. No sabía quiénes eran, pero la niña me resultaba familiar. No tenía ni idea de dónde me encontraba. Me incorporé despacio y miré a mi alrededor. Estaba en una cama que no era la mía, un futón colocado sobre un tatami. La habitación era grande, blanca y muy luminosa. Sobre una silla contigua a la ventana reposaban mi ropa y mi bolso. Aparté la sábana que me cubría y vi que solo llevaba puestos un sujetador y unas bragas. Intenté recordar el lugar y comprender por qué estaba allí, pero no me acordaba de nada. Me incorporé y me acerqué a la silla. Saqué el móvil de la bandolera. No tenía llamadas perdidas. El reloj daba las dos de la tarde. Me vestí deprisa y me di cuenta de que mi ropa apestaba a humo de cigarrillos. Entonces comencé a recordar la noche anterior: el restaurante, a los clientes cenando, a Marc y a sus amigos, que salí con ellos del restaurante y fuimos a una discoteca, y allí… ¿Russ? No recordaba nada más.

Me dirigí hacia la puerta con inquietud, la abrí y me encontré un pasillo. No se oía ningún ruido. Caminé con sigilo hacia lo que parecía un salón. En el suelo había una gruesa alfombra beige y, en las paredes, obras gráficas de Saura. Un gran sofá blanco ocupaba un lado del salón, enfrente había un sillón de piel de vaca y, al lado izquierdo, frente al enorme ventanal, el chaise lounge de Le Corbusier. El reproductor de Bang and Olufsen, colocado al fondo, estaba encendido. Uno de los seis CDs giraba, pero el volumen había sido bajado y no se oía la música. Mis pies se hundieron en la suave alfombra. Di unos pasos hacia el sofá y allí, recostado, casi desnudo y medio cubierto con una manta, estaba durmiendo Marc.

Detuve la respiración. Recuerdos sueltos y pálidos florecieron, y poco a poco comencé a acordarme de más cosas: fuimos a la discoteca, empecé a encontrarme mal, Marc me ofreció una bebida, vi a Russ, sentí sus caricias… No, no fueron las de Russ: fueron las manos de Marc y la oscuridad. Pero no conseguía recordarlo todo.

«Dios… ¿Qué había pasado en realidad?», me pregunté con inquietud.

Lo observé; dormía profundamente. Tenía un cuerpo esbelto, la piel morena, y un escaso vello le cubría el pecho. Una cicatriz en el hombro izquierdo era el único desperfecto visible. Su expresión era pacífica, relajada. A mi incertidumbre de lo que había ocurrido entre nosotros se sumó una duda. Me sentí confusa y regresé a la habitación. Cogí la foto y la observé. La niña era muy parecida a Marc, tenía sus mismos ojos, rasgados. La duda se convirtió en certidumbre y me di cuenta de quiénes eran ellas. No podía dejar de preguntarme dónde estarían.

Parecía un piso de soltero. Entonces recordé la marca de sortija en la mano de Marc. Era reciente. Me senté en la cama, pensativa. Sentí un extraño vínculo con él; los dos nos habíamos separado de seres queridos. Un sentimiento de complicidad me empujó a regresar al salón. Él seguía durmiendo. Me senté enfrente, en el sillón, con la foto en la mano. Lo contemplé largo tiempo. Lo de esa madrugada había sido un desliz resultado de mi desesperación por no poder tener a Russ. Sentí que le debía una explicación a Marc y esperé, pero en algún momento me quedé dormida.