—¡No pienso hacerlo ni loca! —exclamé decidida.
Mi voz sonaba hueca. Russ me estudió con la mirada.
—Ana, es la mejor manera de vencer tu miedo —objetó por fin.
—Tal vez, pero no puedo hacerlo. Me va a invadir el pánico y, si eso sucede en el aire, creo que entraré en estado de shock —afirmé muy seriamente.
Russ no pudo evitar que se le escapara la risa, que se apagó poco a poco al darse cuenta de que yo seguía pálida y con la mirada clavada en el suelo.
—Vamos, Ana —María me abrazó—. Tú puedes. La primera vez yo también tuve miedo.
—No es un miedo corriente, es pánico a las alturas.
— ¿Y cómo lo haces para viajar? —preguntó Nav sorprendido.
—Siempre pido pasillo, además viajo en aviones comerciales que son grandes, no en avionetas pequeñas —contesté sobrecogida.
—¿Pasa algo? —preguntó el instructor, que se acercó en ese instante.
—No va a saltar —afirmó María señalándome.
—¿Tienes miedo? —exclamó él.
El monitor estaba tan sorprendido que me hizo sentir muy ridícula y con ganas de que la tierra me tragara.
—A las alturas —dije avergonzada y me ruboricé.
—Vamos Ana, tú puedes —volvió a insistir María.
Yo slo sacudí la cabeza. Mi angustia crecía. Me arrepentía de haber aceptado su propuesta. Hubiera sido tan fácil salir a cenar en vez de estar pasando por esta situación tan vergonzosa. Pero ella insistió tanto en hacer paracaidismo y aprovechar la oportunidad para presentarle a Russ, que al final cedí con la esperanza de que mi vértigo no se manifestara.
Eso no sucedió. Nada más bajar del coche en el aeródromo en Empuriabrava, sentí las rodillas débiles y el miedo poco a poco se apoderó de mi cuerpo. Desde muy pequeña las alturas me aterrorizaban. Ya de mayor, me gustaba hacer senderismo, subir montañas y esquiar, y con frecuencia viajaba en avión por trabajo, lo que me parecía muy irónico. Llevaba bien el tema de la altitud, si no tenía que mirar hacia abajo. Si lo hacía, entonces me mareaba y me entraba tal pavor que me desquiciaba. Recordaba la vez que subí a la Torre Eiffel en París y me acerqué demasiado a la barandilla, casi me desmayo del pánico. La altura era de 294 metros y ahora estábamos hablando de saltar en paracaídas desde los cuatro mil metros.
El instructor no apartaba sus ojos de mí. Lo miré y volví a sacudir la cabeza.
—Amor… —Russ comenzó a decir algo.
—Vale —lo interrumpió él—. No pasa nada. No tienes que saltar, pero nos tienes que acompañar. Te quedarás conmigo y el piloto en la avioneta mientras los demás saltan.
Lo miré cohibida. No me agradaba la idea, pero me daba vergüenza seguir llamando la atención.
Nos acomodamos todos en la pequeña avioneta. María, Nav y Russ hablaban y reían sin parar. Hacían bromas sobre sus testamentos y me daban indicaciones de qué hacer con sus bienes en caso de que alguno de ellos se estrellara contra la faz de la tierra. Yo sonreía débilmente aunque por dentro quería llorar. La avioneta subió hasta los cuatro mil metros y niveló. Yo intentaba no mirar por la ventanilla. Los instructores comenzaron a prepararse para el salto. En total se iban a lanzar siete personas: María, Nav y Russ, cada uno enganchado con un arnés a un monitor y un fotógrafo que iba a filmar la caída.
El instructor me invitó a sentarme cerca de la ventanilla del lado donde iban a saltar. Me aterraba moverme, así que lo hice casi gateando. Al mirar hacia abajo me comenzó a invadir la sensación de pánico. Por suerte, se veían solo las nubes blancas y poco se podía distinguir de la tierra. El instructor me acercó una pequeña taza con un líquido color cobrizo. Lo miré dudosa.
—¡Bébetelo! Te ayudará —ordenó.
Con recelo, tomé la taza y bebí un sorbo. Era algún tipo de bebida alcohólica tan fuerte que me hizo toser.
—Es brandy. El alcohol ayuda a suavizar la ansiedad y las sensaciones de vértigo —explicó mientras me abrochaba el cinturón de seguridad.
Asentí con rapidez. Estaban a punto de comenzar a saltar.
—He perdido la cuenta de los saltos que he hecho. Pero van por encima de los dos mil y he visto saltar a mucha gente.
Sonrió y se alejó para ayudar con el salto.
«¡Dos mil saltos, por Dios!», pensé y tomé la bebida mágica de una sola vez.
En ese instante abrieron la puerta y la corriente de aire irrumpió con violencia en la avioneta. El ruido era tremendo. Me aferré con ambas manos al asiento. Comenzaron a saltar. Me sentía un poco mareada por el alcohol y miré por la ventanilla. Me concentré en seguir a Russ con la mirada. Al segundo de lanzarse, su monitor liberó el paracaídas pequeño. Descendían a una velocidad moderada y de repente comenzaron a girar sobre su propio eje. Parecían arañas enloquecidas. Las corrientes de aire les llevaron hacia un lado y tuve que estirar el cuello. Russ se veía cada vez más pequeño. De repente, el instructor abrió el paracaídas grande y, de un tirón violento, ambos fueron succionados hacia arriba. Imaginé que la sensación sería excitante. Luego, Russ la definiría como orgásmica.