Los clientes llegaron casi de golpe, entre las nueve y media y las diez de la noche. El que faltara una persona sirviendo se notó casi de inmediato. Los camareros estaban desbordados de trabajo y yo tuve que ayudarlos con las comandas, ya que los platos tardaban en servirse y comenzaban a enfriarse. Pierre estaba histérico en la cocina. Hacíamos lo que podíamos, pero nos faltaban manos y nos retrasábamos cada vez más y más.
Sobre las once y media, caí en la cuenta de que pasaba algo raro. Los dos camareros se paseaban por la sala sin recoger los platos y sin servir. Fui a buscar a Toni y lo encontré en la cocina hablando con Pierre. A este último se le veía molesto.
—Toni, ¿qué pasa? ¿Por qué te has ido de la sala? —le pregunté.
—Ana, me voy —dijo.
—¿Qué? —exclamé—. ¿Cómo que te vas?
—Tengo un asunto personal urgente. Me tengo que ir —dijo fríamente.
—Toni… —Intenté controlar el temblor de mi voz—. ¿Me estás dejando con el restaurante lleno?
—Lo siento, Ana. Sabes que, cuando puedo, te ayudo. Me quedé la noche en que repararon la persiana, pero hoy no puedo.
Vi de reojo como Pierre apretaba los puños. Me coloqué entre los dos para evitar cualquier tipo de conflicto, pero fue en vano. Pierre era alto, regordete y temperamental, y yo ni de casualidad iba a poder pararlo. Me empujó a un lado y su puño aterrizó en la cara de Toni. A este le empezó a gotear sangre de la nariz. Jamás había visto tanto odio en los ojos de una persona. Toni estaba enfurecido. Luego titubeó un momento, pero su buen juicio venció y todo se quedó en un solo golpe. Pierre podría haberlo aplastado con facilidad.
—Os vais a arrepentir de esto —siseó Toni.
—Yo ya me estoy arrepintiendo —exclamé mientras me recobraba del susto—. Ahora vete antes de que le suplique a Pierre que te dé otro puñetazo.
Mi voz era de hierro, pero por dentro estaba como un flan. Seguía pensando en la sala llena de arriba y el pánico comenzó a invadirme. Toni salió disparado de la cocina. Me sentí humillada. La malicia de su comportamiento me desalentó. Pierre me hablaba, pero yo no lo escuchaba. De repente, sentí que me sacudía del hombro.
—Ana, Ana… ¿me escuchas? —preguntó.
Lo miré. Se había puesto el gorro de chef que casi nunca utilizaba. El segundo cocinero se había quitado el uniforme y vestía con una camisa y unos pantalones negros. Los otros dos ayudantes preparaban los postres.
—Hay más delantales en el almacén —dije en cuanto me di cuenta de su plan.
Pierre asintió. Yo salí corriendo hacia la sala. Toni ya se había ido, al igual que Diego. Solo quedaba un joven camarero, Josep, que se paseaba entre las mesas como si estuviera perdido. Algunos clientes reclamaban su atención.
—Tú concéntrate en mantener las mesas limpias y las copas llenas —le ordené.
En ese mismo instante, entró Fernando. Abrumado, miró a su alrededor, pero rápidamente se activó. Le hice una señal para que bajara a la cocina y me acerqué a las mesas en las que los clientes ya comenzaban a enfadarse. Nos tomó quince minutos reponer el orden en el restaurante. Fernando se ocupó de atender las mesas con la ayuda de Josep, el segundo cocinero se ocupó de la barra y Pierre hizo su aparición estelar. Se acercó a cada una de las mesas para conversar con los clientes. A pesar de los retrasos, su comida había sido exquisita y la gente lo felicitaba. Oí que empleaba algunas palabras francesas y Fernando me susurró al oído:
—Pierre es un fanfarrón.