Después del bar Magestic decidimos ir a bailar. Mejor dicho, yo lo decidí. Russ se dejó llevar. El alboroto de la discoteca Otto Zutz era tremendo. La música tronaba. Las dos botellas de champán nos habían subido el nivel de la alegría. Nos mezclamos entre la multitud en la pista de baile. A pesar de la escasa iluminación y el gentío, descubrí el primer defecto de Russ: no podía bailar, no tenía ni idea, sus movimientos parecían robotizados, sin ritmo ni gracia. Me reí por el descubrimiento. Russ se encogió de hombros y siguió meciéndose ajeno al ritmo, sin que eso le importara. Al rato, el dj decidió fusionar a Pink con ¡Que la detengan!, de David Civera y, aunque la canción invitaba a gritos a bailar, frustrada, me dejé llevar a la barra por Russ. No era la pareja ni remotamente ideal para un baile latino.
Cuando salimos de la discoteca eran las tantas de la madrugada. Hacía frio, las calles estaban desiertas y no logramos encontrar un taxi.
—Ven, que te llevo —le dije.
Me encaminé hacia la calle donde había aparcado mi moto horas antes. Russ me siguió.
—¿Cómo me vas a llevar si ni siquiera puedes andar en línea recta?
Se rió.
—Por favor, déjame hacerlo —le insistía yo—. Tengo la moto cerca.
—¡Para colmo me vas a llevar en moto! ¿Estás loca? —exclamó.
—Sí y tú también.
Me pesaba la lengua al hablar. De repente, me cogió por la cintura con fuerza y me acercó a él. Me besó. Fue un beso fantástico, largo y apasionado. Sus labios casi devoraron los míos. Cuando por fin tuvimos que apartarlos por la inevitable necesidad de respirar, Russ siguió recorriendo mi cuello con besos. De nuevo, sentí el efecto embriagador del deseo. Me aferré a él. Necesitó solo un gesto ágil para desabrochar los botones de mi chaqueta. Con sus fuertes brazos me elevó, colocando mis piernas alrededor de sus caderas, y enterró la cara en mi pecho. Sentí sus manos presionar mis nalgas. Lo deseé con ansias, allí mismo y en ese preciso instante. Nos habíamos entregado por completo a nuestra pasión cegados a todo lo que nos rodeaba. Su excitación le había acelerado la respiración hasta convertirla en un resoplido. En ese momento, Russ relajó un poco las manos repentinamente y comprendí que le costaba respirar.
—Russ, ¿qué te pasa? —le pregunté aflojando mi abrazo.
Lo observé con preocupación. Sus hermosos ojos tenían las pupilas tan dilatadas que parecían de color negro. Tenía la cara enrojecida. Continuaba respirando con dificultad. No contestó, pero parpadeó como queriéndome decir que todo estaba bajo control. Me bajó hasta que mis pies tocaron el suelo y luego, con rapidez, metió la mano en el bolsillo de sus vaqueros y sacó un inhalador. Se lo puso en la boca y disparó dos veces. Detuvo la respiración unos instantes y luego exhaló. Se agachó y se apoyó con las manos en las rodillas. Siguió respirando profundamente hasta compensar la falta de oxígeno. Yo no podía deshacerme del susto.
—Lo siento. Esto es quedarse corto —dijo con tono de disculpa.
—¡Madre mía! ¿Estás bien? —pregunté asustada.
—Soy asmático.
Se incorporó.
—Por un instante pensé que te iba a dar un infarto —murmuré.
—¿Mientras te estoy haciendo el amor? Sería la mejor muerte.
Russ respiraba ya casi normal y me atrajo de nuevo hacia él.
—¿Dónde nos habíamos quedado? —ronroneó.
—En que te dio un ataque asmático mientras me estabas seduciendo.
Yo seguía asustada. Russ me abrazó y me acarició la espalda.
—Lo siento. No es el momento ideal para un ataque de asma. Fue el aire cargado de humo de la discoteca en combinación con el frío de la calle y el efecto de la adrenalina. Me tienes loco, por si no te das cuenta.
Me relajé un poco. Nos quedamos unos instantes inmóviles, abrazados. Podía escuchar las palpitaciones aceleradas de su corazón.
—Eres un sueño divino hecho realidad —me dijo.
—Tú también. ¿Vas a durar conmigo? —murmuré.
—Sí, tengo que ocuparme de tu jubilación, ¿recuerdas? —Sonrió.
Asentí y lo abracé con toda mi fuerza.