El viernes me despedí de Russ. Era el primer fin de semana que estaríamos separados. Me sentía extraña. No quería que se fuera. Lo noté algo nervioso, como si él tampoco quisiera irse.
—¿Estás seguro de estas vacaciones? —pregunté desganada.
—Amor, son solo tres o cuatro días y serán las últimas vacaciones de mi vida sin ti —dijo mientras me abrazaba.
—Pásalo bien entonces y cuídate —le contesté con nostalgia.
Russ me besó. Reprimí el deseo de abalanzarme sobre él y quitarle la ropa. En vez de eso, lo abracé con todas mis fuerzas.
—Te quiero —me dijo antes de subirse al coche.
Me quedé un rato mirándolo hasta que desapareció entre el tráfico. Luego di media vuelta y entré en el restaurante para seguir con el trabajo.
Los siguientes dos días pasaron a toda velocidad. Pensaba que lo iba a extrañar mucho, pero las obras me mantenían ocupada. Russ me llamaba varias veces al día. El lunes lo hizo al mediodía.
—Estoy en Mónaco —anunció contento—. Vamos a dormir aquí y mañana volvemos a Barcelona. Creo que llegaré a casa sobre las siete de la tarde. Estoy loco por verte.
—Yo también. Te tendré una sorpresa… en tu piso.
—Estupendo. Sin ropa. Echo de menos tu cuerpo —susurró con tono enigmático.
A la mañana siguiente, temprano, me llegó un mensaje de él al móvil: «Resaaaaca. Estamos saliendo ahora. Te quiero». Sonreí. Me moría de ganas de abrazarlo.
Sobre las seis de la tarde cerré el portátil. Cuando llegué a su piso, abrí las ventanas y quité el polvo. A las siete me serví una copa de vino y me acerqué a la ventana a esperar su llegada. Hacía un calor sofocante y las calles estaban casi desiertas. En el mes de agosto, el Eixample parecía un barrio abandonado. Había muy poca gente porque la mayoría veraneaba fuera de la ciudad. A pesar de la soledad, me agradaba el ambiente tranquilo. No había tráfico, se podía aparcar en cualquier sitio y entrar en muchos restaurantes sin reserva previa.
Los minutos pasaban y Russ no llegaba. Supuse que todavía estaría en la carretera y lo llamé. Su móvil estaba apagado. Me pareció extraño, pero pensé que se habría quedado sin batería. Me entretuve un rato mirando las noticias. Eran casi las ocho cuando de nuevo me acerqué a la ventana. Miré el tráfico de coches un largo tiempo. Luego lo llamé de nuevo, pero seguía sin contestar.
Ya eran casi las diez cuando comencé a preocuparme. Russ seguía sin contestar al teléfono y decidí llamar a alguno de sus amigos del trabajo. En ese preciso instante, caí en cuenta de que no tenía los números de ninguno de ellos y tampoco de nadie de su familia. Un frío estremecedor me recorrió la espalda. ¿Cómo podía haber descuidado ese detalle? No tenía ni idea de en qué hotel se había alojado en Mónaco. Poco a poco, la preocupación se convirtió en pánico. Me imaginaba lo peor: un accidente fatal en la carretera. Pensé en llamar a la policía.
«¿Y qué les voy a contar?», pensé.
Entonces sonó mi móvil. Eran casi las once.
—¿Eres Ana? —preguntó una voz masculina en inglés.
—Sí. ¿Quién es? —pregunté ansiosa.
—Soy Jay Goldman, ¿me recuerdas?
Era uno de los compañeros de trabajo de Russ; un chico americano. Russ hablaba poco de él. Lo había conocido una vez que, por casualidad, coincidimos en un restaurante y nos presentó. Mi corazón se detuvo.
—Sí, te recuerdo. ¿Qué está pasando, Jay? ¿Dónde está Russ?
Tenía la garganta seca y me dolía al hablar.
—No te preocupes Ana, Russ está bien. Él y David han tenido que quedarse un día más en Mónaco porque les robaron uno de los coches y los móviles de los dos estaban dentro —dijo con rapidez—. Pero no te preocupes, Russ está sano y salvo y mañana se pondrá en contacto contigo. Yo me vine solo y estoy a la altura de Perpiñán. Si necesitas algo, llámame, ¿vale? —aseguró.
Noté que tenía prisa por colgar.
—Sí—murmuré.
—Solo una pregunta. Russ no recordaba dónde había dejado su maletín negro. Puede ser que necesite que le envíe unos documentos del coche que tiene allí. ¿Sabes dónde está?
—Supongo que en su oficina —contesté.
Me inquietaba que no me hubiera llamado directamente.
—Pero Russ puede llamar desde un teléfono público —añadí con presteza.
—Y seguro que lo hará, pero están ocupados con formalidades con la policía. No te preocupes. Te llamará —me volvió a asegurar—. Ana, te he de dejar, porque tengo que llamar a la mujer de David.
—Vale, gracias, y hazme saber si hay más noticias —le dije sin tener otra opción y colgué.
«¿Quién roba coches en Mónaco?», pensé. «¿Cómo puede ser que durante toda la tarde Russ no haya tenido oportunidad de llamarme?».
La preocupación me aceleró el pulso y caminé por el piso por pura inercia. Apagué la tele y las luces. Me subí a la moto y conduje hacia mi piso. Cuando llegué, cogí a Charlie en brazos y pasé largas horas sentada con él en mi regazo mirando el móvil. Pero Russ no llamó. Ya en la madrugada y sin haber pegado ojo, dejé a Charlie, que dormía plácidamente en su canasta, y me preparé un café. No me creí las palabras de Jay. Sabía que, pasara lo que pasara, Russ me llamaría. De nuevo, me imaginaba lo peor, que había habido un accidente y que de momento me lo querían ocultar.
Esperé con ansia a que los rayos del sol se asomaran con el amanecer y, de nuevo, me subí a la moto. Llevaba la misma ropa del día anterior. Me sentía desconsolada y miserable. Con cada minuto que pasaba estaba más y más convencida de que había sucedido alguna desgracia y que en cualquier instante me iban a llamar para darme la mala noticia. Cuando llegué a la oficina, llamé de nuevo al móvil de Russ e incluso marqué el número de Jay. Ambos teléfonos estaban apagados.
La llamada que esperaba llegó sobre las once de la mañana. El origen era un número oculto. Mi corazón se detuvo.
—¿Diga? —contesté con voz temblorosa.
—¿Es usted la señora Ana Stoichev? —preguntó alguien en inglés con fuerte acento francés.
—Sí, soy yo. ¿Quién habla?
—¿Está usted de acuerdo en atender esta llamada telefónica del señor Russel Edwards? —inquirió.
—S… Sí —susurré preocupada.
—Le informo de que, por razones de seguridad, la llamada será grabada. Un momento.
Se escuchó un movimiento al otro lado de la línea.
—Hola, mi vida —dijo Russ.
Tenía la voz cansada y tensa, pero sonó como una melodía en mis oídos. No tenía ni idea de dónde estaba ni de qué había pasado, pero el mero hecho de que hablara me llenó de esperanza.
—Russ. ¿Qué está pasando? ¿Dónde estás? —pregunté con euforia, pero enseguida me di cuenta de que él estaba llorando—. ¿Po… por qué estás llorando? —tartamudeé.
—Esto no tendría que haber sucedido, Ana… —musitó entre llantos—. Lo siento. Te juro por Dios que te quiero más que a nada en el mundo. Por favor, dime que me quieres —suplicó con absoluta desesperación.
—Sí, te quiero, pero ¿qué está pasando? Dime…
Creí que Russ iba a perder el juicio.
—Amor, te juro por lo más sagrado de este mundo, por todo el amor que siento por ti, que lo siento —balbuceó.
Hizo una pausa y suspiró varias veces intentando contener el llanto.
—Ana, estoy en Mónaco. Estoy detenido en Mónaco.
—¿Cómo? —pregunté, aunque lo había oído perfectamente.
—Estoy detenido. Nos detuvieron ayer después de enviarte el mensaje.
—¿Nos detuvieron? —repetí sin entender nada.
—Sí, a David y a mí. Ya te contaré. Apunta el número de mis padres.
Cogí un bolígrafo por inercia y escribí a toda prisa lo que me dictaba.
—Llámalos y diles lo que ha sucedido —añadió.
—Pero, Russ, ¿qué ha sucedido? ¿Por qué estás detenido? ¿Ha habido algún accidente? —le pregunté al borde de la histeria.
Hubo un silencio y sentí su respiración acelerada.
—Ana, no tienes idea de lo difícil que es esto para mí. Tienes que ser fuerte. Habla con mis padres y organízalo para que vengan todos a verme. Me han asignado un abogado. Se llama Medino. Su número es… —Anoté el teléfono que me daba—. Contacta con él y organiza las visitas. Aquí te lo contaré todo. Ahora no puedo hablar.
Su voz se quebrantó de nuevo. Oí como le decían algo en francés. Con mi limitado conocimiento del idioma, comprendí que tenía que cortar la llamada. Pensé agitada qué preguntarle.
—¿Dónde estás detenido? ¿En la jefatura de la policía?
Russ calló un momento.
—No, Ana. Estoy en la cárcel —dijo por fin con voz temblorosa.
—¿Mónaco tiene cárcel?
Mi voz sonó como un eco.
—Vas a venir pronto, mi vida, ¿verdad? —preguntó con desesperación.
—Sí, iré —afirmé.
La llamada se cortó.
Me desplomé en la silla. Estuve un buen rato mirando a la nada. Me sentía envuelta en una densa y sobrecogedora neblina que me impedía pensar. No podía enfocar la vista ni percibía los ruidos. Sentí que me costaba respirar y me empecé a marear. Me sujeté la cabeza con las manos y apoyé los codos encima de la mesa.
«¿Cárcel? Pero ¿qué demonios está pasando? ¿Ha habido algún accidente y alguien había muerto? ¿Cárcel? ¿Russ? ¿Mi Russ?», me preguntaba sin cesar.
De repente, miles de ideas se me pasaron por la cabeza sin coherencia ni sentido. Parecía un remolino. Un rato después, con un esfuerzo enorme, comencé a recuperar la compostura. Miré los números que me había dado. ¿Cómo iba a llamar a sus padres para decirles que su hijo estaba en la cárcel? Marqué el número del abogado. Contestó él directamente. Hablaba un inglés básico con fuerte acento francés.
—Estaba esperando su llamada, señora Stoichev —dijo en tono amable.
Tal vez pequé de descortés, pero fui directa al grano.
—Russ me ha dicho que contactara con usted para organizar una visita —le dije intentando controlar el temblor de mi voz.
Había cerrado la puerta de la oficina y estaba de pie caminando de un lado a otro como un animal enjaulado. Tenía los nervios de punta.
—Sí, por supuesto. ¿Cuándo piensa venir?
—Voy a buscar vuelos ahora. Espero poder ir mañana.
—Traiga su pasaporte —sugirió.
—¿Por qué Russ está en la cárcel? ¿De qué se le acusa? —le pregunté.
La mano con la cual sostenía el auricular comenzó a temblar.
— Abus de confiance —contestó como si eso lo aclarara todo.
—¿Qué significa? —le pregunté aún más nerviosa.
El abogado vaciló unos instantes y luego dijo las palabras que me paralizaron la sangre:
—Está involucrado en una estafa financiera.
Enmudecí. Era incapaz de mover los labios.
—¿Oiga? ¿Oiga? ¿Sigue allí? —exclamó el abogado.
—Le avisaré cuando tenga el vuelo… —dije como un zombi y colgué el móvil.
Las rodillas me temblaban. Me arrodillé en el suelo y me deslicé a un costado. Mi mejilla tocó el fresco parqué. Allí tumbada sentí como me invadían con tortuosa lentitud las escalofriantes oleadas de la decepción. Me encogí y me abracé las rodillas. Las lágrimas nublaron mi visión, se derramaron y corrieron por la cara, pero yo no me daba cuenta. Quería desmayarme para escapar de esa pesadilla, pero seguía consiente. Poco a poco empecé a notar dolor. Al principio era tenue y luego cada vez más agudo. El llanto me sacudió el alma. Lloraba por mí, por lo ingenua que había sido, por no haber hecho caso a los indicios ni haber dado crédito a mis sospechas.