Para mi alivio, no había problemas en el restaurante. Todos hacían su trabajo y nadie vino a quejarse o a exigir el pago de alguna factura. Se ultimaban los detalles que faltaban de la decoración y el mobiliario. Marisol realizaba pruebas de postres en la cocina y los camareros ordenaban el almacén de las bebidas. Me senté en el rincón más lejano de la barra a revisar albaranes y pagos. Estaba inmersa en números y cuentas que no cuadraban, cuando uno de los camareros me tocó el brazo.

—Ana, hay dos caballeros que preguntan por ti.

Alcé la vista y vi a dos hombres vestidos con trajes oscuros perfectamente entallados y zapatos negros bien pulidos. Llevaban el cabello engominado y desprendían un aire de soberbia. Uno era rubio y el otro tenía el pelo negro. Pensé que estaban fuera de lugar; en el centro del Eixample la gente solía vestir más bien de modo informal. Dejé los papeles y me acerqué a ellos. Los dos sonrieron de inmediato de manera tan falsa que sentí que un temblor me recorría la espalda.

—Hola, Ana, soy Jamie y él es Darrell. Somos compañeros de trabajo de Russ —dijo el rubio en inglés con voz encantadora.

Me tendió la mano. Se me hizo un nudo en el estómago.

—Encantada —logré musitar mientras estrechaba su fría mano.

Con sutileza, me deslicé detrás de la barra para que quedara como barrera entre ellos y yo.

—¿Hay algún lugar donde podamos conversar un rato con privacidad? —preguntó Darrell.

Los malos presentimientos me estrujaron aún más las tripas.

—Sí, aquí mismo —le contesté con indiferencia mientras señalaba los taburetes del otro lado de la barra.

Darrell miró a su alrededor, mosqueado. Estábamos al lado de la entrada del restaurante.

—Aquí va bien —exclamó Jamie, que en apariencia estaba decidido a romper el hielo.

Se sentaron en los taburetes.

—¿Os apetece beber algo? —ofrecí.

—Dos cervezas, por favor —contestó Jamie sonriendo.

En el momento de servir las bebidas, se produjo un silencio. Podía sentir el peso de la mirada de Darrell. Tenía los ojos negro azabache y no podía distinguir la pupila del iris. Se le notaba tenso. Nunca había visto a esos dos hombres ni había oído a Russ mencionar sus nombres. El hecho de que me conocieran y estuvieran al tanto de dónde encontrarme me dio mala espina.

—Vosotros diréis —les dije después de haber colocado una cerveza frente a cada uno.

—Ana, sentimos mucho lo ocurrido con Russ. Es un tipazo —dijo Jamie apenado.

—Gracias —me limité a decir y el silencio se prolongó.

Jamie bebió de su cerveza. Al final Darrell habló. Su voz era profunda y su acento británico, impecable.

—Ana, nosotros fuimos empleados de Russ. Te parecerá extraño que aparezcamos aquí de repente y queramos hablar contigo, pero no tenemos otra manera de comunicarnos con él —Hizo un pausa breve—. Desde que desapareció nos hemos quedado sin trabajo de un día para otro. Hace algunos días la policía nos detuvo al ir al despacho de Russ y David, y nos interrogó durante veinte horas. No sabíamos qué estaba pasando ni por qué ellos habían desaparecido. Créeme, no fue una experiencia agradable…

No le creí ni una sola palabra. Estaba segura de que Jay había avisado a todos de lo sucedido y que el rumor había corrido.

—¿Qué quiso saber la policía? —le pregunté casi en un suspiro.

Darrell me miró un instante, indeciso.

—A qué se dedicaba la empresa —dijo al final vacilando.

—¿Y a qué se dedicaba la empresa? —proseguí.

Hubo un intercambio fugaz de miradas entre Darrell y Jamie. Este último se movió incómodo en el taburete.

—A la venta de colocaciones privadas… —aventuró Darrell.

Ahora me observaba aún con mayor detención y sin saber cómo tratarme.

—¿Y cuál es el problema? —le pregunté de nuevo.

—Ana… —Jamie sonrió despectivamente—. ¿Estás insinuando que no conoces la naturaleza del negocio de Russ?

Le devolví una sonrisa tímida.

—¿Me la quieres explicar?

Darrell hizo callar a Jamie con una mirada.

—Ana, Russ y David vendían acciones de empresas que no existían —dijo con frialdad.

En sus ojos no hubo ni rastro de compasión.

—Por eso los detuvieron en Mónaco —prosiguió—. No sé si estás al tanto de todo esto o es que finges no saber nada. Pero esta es la verdad.

Los observé, callada, un instante.

—No finjo nada —dije al final con voz tranquila.

Intentaba controlar las emociones de inseguridad y preocupación que me invadían.

—Es solo que no entiendo nada de lo que está pasando con Russ —proseguí—, y menos entiendo por qué estáis aquí y por qué queréis hablar conmigo. Si no me decís qué os trae aquí, seguiré sin entenderlo.

—Hemos venido porque queremos comunicarnos con Russ —dijo Darrell despacio, como si hablara con un crío.

—Bueno, pues ¿sabes dónde queda Mónaco? —le pregunté sin poder esconder la amargura en mi voz.

—Ana —dijo Jamie y soltó una carcajada—. No tenemos ninguna intención de ir a Mónaco. No sabemos si Russ y David nos han implicado en el escándalo y no sabemos si nuestros nombres están vinculados a ellos. Pero, créeme, no me voy a arriesgar para averiguarlo. Lo que queremos es que Russ nos pague lo que nos debe.

—¿Que os pague?

—Sí, Ana, Russ me debe el salario del último mes y el bono por ventas extraordinarias, y a Jamie, los honorarios profesionales —recalcó Darrell.

Se produjo un silencio. Los observaba de nuevo sin decir nada, atónita. Sus frías miradas se tornaban cada vez más y más hostiles.

—Esperad un momento —dije al final—. A ver si lo entiendo. ¿Me estáis diciendo que queréis que Russ os pague un salario y los honorarios profesionales por ventas hechas de acciones de empresas que no existían por una sociedad que ha sido cerrada, acusada de estafar, y cuyos directivos están en la cárcel?

—Nosotros hemos hecho un trabajo para el cual nos contrataron. No sabíamos que las empresas no existían… —comenzó a decir Darrell con la voz tensa.

Hacía un gran esfuerzo por contener la rabia que llevaba dentro.

—Pero ahora lo sabéis —le interrumpí.

—Pero Russ ya se ha metido el dinero en el bolsillo… —Darrell subió la voz.

—¡Y por eso está donde está! —exclamé.

No logré contenerme. Las palabras salieron con más fuerza de lo que me hubiera gustado. Miré rápido a mi alrededor y vi que estábamos solos. Darrell soltó una risita burlona. De repente, se inclinó por encima de la barra y me habló cerca de la cara.

—Si Russ jugó mal el juego, no es nuestro problema. Él nos debe dinero y haré todo lo posible para conseguirlo.

Las palabras sonaron como una amenaza y, de repente, sentí como se me detenía el corazón. Las imágenes del piso destrozado de Russ se me vinieron a la cabeza.

—Haz que le llegue este mensaje —La fría voz de Darrell seguía desafiante—. Que se busque la vida y encuentre una manera de pagarnos. Dile esto de mi parte. Que te autorice a ti a acceder a sus cuentas o que te diga dónde tiene el dinero. No me creo para nada que todo lo haya ingresado en el maldito banco de Mónaco. Dile que, si no nos paga, se arrepentirá.

Darrell siguió escupiéndome amenazas a la cara, pero yo ya no le oía. La sangre me comenzó a bullir bajo la piel por la indignación que se despertó en mí. Un impulso de rebeldía me cegó y, a pesar del miedo que sentía, empecé a hablar sin miramientos.

—¡Calla ya! —grité.

Darrell se quedó perplejo.

—No me importan las deudas que Russ tenga con vosotros. Es algo entre él y vosotros. Yo no soy su mensajero, ni le llevo la contabilidad, ni me importa su dinero. Ya os lo he dicho, si queréis hablar con él, id a Mónaco. Pero, claro, para eso no tenéis agallas, ¿no? Y venís a exigírmelo a mí, a ver si cuela. ¡Vaya machos!

Ambos me miraban con hostilidad, pero no me interrumpieron.

—¿Os dais cuenta de que se acabó? —proseguí con tono amargo—. ¿De que Russ estará en la cárcel bastante tiempo? ¿De que tenéis mucha suerte de estar libres? Ya sabéis que su empresa hacía negocios ilícitos y todavía tenéis la cara dura de venir aquí a exigir pagos. Os pido que os vayáis ahora mismo y me dejéis en paz, y que nunca más volváis a molestarme. Si no, llamaré a la policía. Ya tengo suficientes problemas y no quiero saber nada del negocio ni del dinero de Russ. Mis razones para estar con él son otras, pero no os las contaré, son demasiado sentimentales y no creo que las entendáis.

Hablé con mucha prisa, consciente de que podía romper a llorar en cualquier momento. Darrell volvió a sonreír con malicia.

—Ana, no creo que seas tan tonta como para no pensar que creemos que Russ te ha dado acceso a una generosa cuenta bancaria —dijo—. ¿O acaso pretendes que creamos que toda la inversión en este presuntuoso restaurante es fruto de tu trabajo como humilde consultora? —añadió.

Deseaba pegarle una bofetada. Lo podía haber hecho, estaba a mi alcance. Pero me detuve. Una sensación de alerta me frenó. Darrell me miraba con intensidad, como si quisiera leerme la mente. Apreté la mandíbula con tanta fuerza que logré contener las lágrimas de miedo y humillación. Esa gente parecía peligrosa y malintencionada. Sin pronunciar una palabra más, me dirigí hacia el rincón de la barra donde había dejado mi bolso y saqué el móvil. Marqué un número que jamás había pensado que iba a necesitar.

Ambos me miraron con expectativa.

—Quiero denunciar un acoso —dije cuando por fin una operadora contestó.

La mirada de Darrell no cambió, pero Jamie de inmediato saltó de la silla.

—Necesito su nombre y la dirección de donde me llama —anunció la operadora.

Le di la información. Noté como Jamie le decía algo rápidamente a Darrell. Este también se incorporó de la silla.

—Describa el problema —me dijo la operadora.

—Han entrado dos hombres en mi restaurante y me están amenazando. Quieren dinero…

—Enviaremos una patrulla de inmediato —interrumpió la operadora y cortó la comunicación.

—¿Qué crees que estás haciendo? ¿Estás loca? —gritó Darrell.

Era la personalización del demonio. Tenía la cara desencajada por la furia. Jamie ya estaba dirigiéndose hacia la puerta del restaurante.

No contesté, lo que aumentó aún más su rabia.

—Te vas a arrepentir de todo esto —gritó—. Dile a Russ que no se va a escapar tan fácilmente de mí.

—¡Lárgate! —grité con toda la potencia de mis pulmones.

Le di la espalda y me alejé.

Lo que ocurrió a continuación me pareció que pasaba en una fracción de segundo. Darrell debió de haber saltado del taburete para correr hacia donde yo estaba. No tuve tiempo de escapar. Me agarró de la melena y tiró hacia atrás. Sentí como si la piel debajo del pelo se me desgarrara. Me golpeé la cabeza en la barra. Un dolor espeluznante me atravesó. Abrí la boca para gritar, pero su otra mano, helada, me ahogaba.

—Eres una perra —le oí mascullar a través de la neblina que comenzaba a nublarme la vista.

Pensé que me iba a desmayar.

—¡Darrell, stop! —Escuché desde lejos el grito de Jamie—. ¡Leave her!

Darrell tardó unos instantes en soltarme. Y cuando por fin lo hizo, me tuve que agarrar de la barra con la poca fuerza que tenía para no caerme.

—Estás jugando con fuego, nena, y te vas a quemar —masculló entre dientes.

Se alisó las arrugas del traje y se dirigió a la puerta, donde Jamie lo esperaba con impaciencia mirando la calle y los coches que pasaban.

Me dejé deslizar y me senté en el suelo, detrás de la barra. La cabeza me dolía muchísimo. La apoyé sobre las rodillas y cerré los ojos a la espera de que se me pasara el dolor. Me dio mucho miedo el tipo de personas a las que me enfrentaba.

—Por Dios, Russ, qué pesadilla —susurré horrorizada.

Al rato me incorporé y, no sin esfuerzo, me encaminé hacia el lavabo. Oí el movimiento del camarero a mis espaldas, que regresaba a la barra.

—¿Todo bien, Ana? —preguntó.

—Se fueron sin pagar —exclamé sin detenerme—. He llamado a la policía.

En el baño, me observé en el espejo. No se veía ningún moretón. Bajé la tapa del váter y me senté. Me forcé a pensar. Sospechaba que fueron esos dos «caballeros» los que habían destrozado el piso de Russ, pero no tenía manera de comprobarlo y, aunque lo demostrara, ¿qué iba a lograr? Las amenazas tronaban en mis oídos. Me preguntaba hasta dónde podrían llegar y algo me decía que no pararían. No me cabía duda de que querían el dinero, pero seguía sin saber si querían el dinero de Russ o si estaban detrás de algo más que yo desconocía. Me quedé reflexionando hasta que oí que había llegado la policía. Me incorporé como pude y me lavé la cara. El dolor de cabeza seguía siendo atroz.

Expliqué que se habían ido sin pagar el consumo y que me habían amenazado para que no llamara a la policía. Les di la descripción de Darrell y Jamie y rellené una denuncia. Los policías se mostraron comprensibles y con ánimo de colaborar, pero poco podían hacer aparte de dar la alerta en la zona. Se despidieron amablemente.

Después de la curiosidad inicial, el personal volvió a sus tareas y yo decidí irme a casa. Deseaba meterme en la bañera y luego intentar dormir. Compré una caja de Nolotil en la farmacia y me tomé la dosis doble. Cuando llegué al piso y abrí la puerta, caí en la cuenta de que Delia me estaba esperando. Me había olvidado de ella por completo.

—Ana, ¿qué tal? —exclamó con una sonrisa al verme entrar.

Estaba tomando té en el salón. Su sonrisa se desvaneció al ver mi expresión de agotamiento.

—¿Te encuentras…?

—Me siento algo mareada —interrumpí—, y necesito un poco de reposo. ¿Te importaría si me retiro a mi cuarto y hablamos más tarde?

—No, no, en absoluto. Descansa —murmuró con gesto afable.

Entré en la cocina. La tetera seguía caliente. La utilicé para llenar media taza de agua, exprimí el zumo de un limón y lo añadí junto con un poco de miel. Al final llené la otra mitad de la taza con Cacique. Me metí en el baño y comencé a llenar la bañera con agua muy caliente y sales aromáticas. El vapor empezó a nublar el ambiente. Inspiré el aroma de jazmín y me desvestí. A pesar del calor y el vapor, que se iban acentuando, me daban escalofríos. Cuando por fin el agua llenó la bañera, me metí. El cuerpo me temblaba tanto que tuve que abrazarme las rodillas con todas mis fuerzas. Por mis mejillas corrieron lágrimas de desesperación.

Abuso de confianza. La otra verdad
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