Volvimos a bajar al puerto, comimos en un restaurante marinero y luego nos subimos de nuevo en el coche. Conduje en silencio que se prolongó casi hasta Barcelona. Las pocas frases que intercambiamos se referían a cosas sin importancia, triavilidades. Noté a Russ inseguro y tenso. Cuando entramos en mi piso, le sugerí que se diera un baño, pensé que quizá le relajaría un poco. Le llené la bañera con gel de eucalipto.
Russ entró en el baño y se quitó la ropa. Miró la bañera, indeciso. Yo me apoyé en el marco de la puerta y lo observé: estaba en excelente forma, no le quedaba ni un gramo de grasa en el cuerpo y sus músculos estaban más acentuados que nunca. Sentí el impulso de acercarme y acariciarlo, pero me di la vuelta y cerré la puerta. No tenía prisa y él parecía que necesitaba tiempo. Agotada por el insomnio de las noches pasadas, me estiré en la cama y cerré los ojos. Al cabo de un rato, sentí el peso de su cuerpo al otro lado del colchón. Abrí los ojos.
—¿Te sientes mejor? —le pregunté.
—Creo que sí.
Sonrió un poco y me abrazó. Estiré la mano para apagar la lámpara de la mesita de noche.
—No lo hagas —murmuró.
—¿Por qué?
—En la cárcel apagan la luz a las nueve de la noche.
Su voz se apagó y cerró los ojos. Me pregunté si se recuperaría del todo de la experiencia. Su abrazo me relajó y dejé que el sueño me venciera.