Bon Vivant

El insistente sonido del móvil me despertó. Salté asustada del sofá y sentí un frio calambre atravesándome desde la mandíbula hasta las raíces de mi pelo.

—¿Diga? —contesté apresurada.

Vi que eran las diez de la mañana.

—Hola, Ana.

La voz de Kiko me tranquilizó.

—Hola, Kiko. ¿Qué tal?

—Todo bien, pero quiero coordinar agendas. ¿Nos podemos ver esta tarde en la oficina?

—¿Comemos juntos? —le propuse.

Eso significaba pizza o sándwiches sobre la mesa de conferencias de la oficina.

Ándale, estaré allí a las dos.

Colgué pensativa. Le tenía que decir la verdad a Kiko y me preguntaba si ahora era el momento. Me pasé la mano por la cara y la noté algo hinchada. Me incorporé y fui al baño. Tenía la zona de la mandíbula inflamada, pero lo peor era el color: amoratado. Me metí en la ducha.

Me llevó una hora larga arreglarme, maquillarme y verme algo decente. Mientras lo hacía pensaba en Russ. Lo extrañaba. Me atormentaba el hecho de que Anton no me dijera nada del caso, que las cosas fueran tan lentas.

Entonces llamé a María y le conté la verdad sobre el accidente. Ella se quedó petrificada. Me insistió en que me fuera a vivir con ellos durante un tiempo, pero yo le aseguré que el peligro había pasado. Visitaría a Russ el domingo e intentaría entender lo sucedido a fondo.

Kiko se quedó literalmente boquiabierto cuando le conté lo de Russ y lo del accidente, aunque no expliqué que las dos cosas estaban conectadas. Esperaba que no lo juzgara.

—Ana, ¿cómo te metiste en este lío?

Comenzaba a odiar esa pregunta. Me encogí de hombros. Kiko me observaba.

—Cuenta conmigo para lo que necesites —dijo al final con seriedad—, pero toma en cuenta que si decides estar al lado de Russ, no lo tendrás fácil. Mi única duda es: ¿te ocuparás sola del restaurante? ¿Dejarás la consultoría?

Sacudí la cabeza.

—Kiko, seguiré con la consultoría —dije—. Dentro de un tiempo voy a traspasar el restaurante.

—Pero si ni siquiera lo has abierto todavía.

—Ya lo sé, pero no podré con los dos negocios. Lo traspasaré para recuperar la inversión.

—Así que seguiremos trabajando juntos…

Sonrió.

—Sí, de momento, sí. A menos que quieras tomar las riendas.

Arqueé las cejas. Kiko rio, incómodo.

—No, Ana, lo mío son los proyectos y necesito tiempo libre para mis gadgets informáticos. Pero gracias de todos modos por la confianza.

Pasamos un par de horas coordinando las agendas y planificando visitas a clientes. Luego Kiko se marchó para coger un avión a Frankfurt. Tan pronto se cerró la puerta detrás de él, me desplomé en mi silla. Me costaba asimilar el gran error que había sido meterme en el proyecto del restaurante. La consultoría la podía llevar a medio tiempo y habría aprovechado el resto para dedicarme a mí, a mis padres o a Russ. En lugar de eso, tenía que invertir mucho esfuerzo en mantener un negocio a flote que ya estaba predestinado a fracasar. Mi frustración no tenía límites. De nuevo, me arrepentí de haberme dejado convencer por Russ. Ahora la carga de trabajo y de conciencia eran monstruosas. Me puse de mal humor. Cuando más tarde llegué al restaurante, iba echando humo. Claudia, que ya me conocía, hizo lo posible por evitarme.

—Ana —me llamó Carlos mientras yo observaba a los albañiles volver a romper la pared de la cocina—. ¿Podríamos reunirnos un rato para repasar varios puntos de la sala?

Lo observé controlando mi mal humor.

—Claro que sí —dije al final.

Nos sentamos en una de las mesas frente a la barra. Los grandes ventanales de la entrada estaban cubiertos con un papel que iban a retirar el jueves por la tarde. Algunos de los peatones se asomaban para ver qué ocurría dentro.

—Tú dirás —le dije.

Carlos llevaba una carpeta. La abrió y sacó varias listas.

—Aquí te he hecho una propuesta de nuestras responsabilidades durante las horas de servicio. He detallado algunos pasos que me parecen importantes. Es un borrador que quiero que corrijas como consideres apropiado.

—Perdona, ¿nuestras responsabilidades?

—Sí, las tuyas y las mías —contestó.

Sorprendida, bajé la mira y leí el documento. Al cabo de dos minutos estaba aún más extrañada.

—Carlos, todas las cosas que describes aquí han de ser responsabilidad tuya. De hecho, ya las comentamos en la entrevista. Yo no tengo pensado estar presente para atender a los clientes.

Él sonrió con amabilidad.

—Cierto, pero no podré yo solo con todo, por lo menos no al principio. Además, ¿has pensado qué pasa si se dan dos turnos de comida o cena?

El sonido de mi móvil me sobresaltó. El prefijó era el 377. Intrigada, contesté.

—¿Ana Stoichev? —preguntó una agradable voz femenina con fuerte acento.

—Sí.

—Soy Claire Rua, la trabajadora social de la cárcel de Mónaco. ¿Puedes hablar?

Mi corazón se detuvo. Ignoré a Carlos, me incorporé y salí del restaurante.

—Sí —contesté al fin y añadí rápidamente—: ¿Cómo está Russ?

—Se encuentra bien, dadas las circunstancias. Él quiere saber cómo estás tú.

«¿Por dónde comienzo?», pensé.

—Estoy bien… Aunque lo extraño horrores.

—Lo siento —balbuceó Claire, incómoda—. Él también pregunta cuándo irás a visitarlo.

—El domingo y el lunes.

—¿Sabes que tienes que organizar las visitas por adelantado?

—No, no lo sabía, pensé que se hacía en el momento.

—No te preocupes, esta vez te las organizo yo. Pero para futuras ocasiones, te enviaré un correo con la información.

«Futuras ocasiones…», repetí con tristeza en mi cabeza. Seguía albergando la esperanza descabellada de que Russ fuera a salir pronto.

—¿A qué hora crees que estarás en Mónaco el domingo?

—Sobre el mediodía.

—Te reservaré hora a la una y pediré que sea doble. Es decir, tendréis 90 minutos.

«¡Uau! Toda una eternidad…», pensé sarcásticamente.

—¿Y el lunes? —preguntó.

—El lunes pensaba ir a primera hora, porque mi vuelo sale a mediodía.

—Te pediré cita a las nueve, también doble.

—Gracias.

—De nada. Para cualquier cosa, no dudes en llamarme.

—Gracias —repetí y corté la comunicación.

Regresé al restaurante. Carlos me esperaba, ansioso, con sus listas.

—Carlos —dije intentando concentrarme—. Yo no tengo pensado trabajar durante el servicio, ya tengo bastante trabajo.

—Ana, me parece importante —insistió él—. Supongo que al principio habrá mucha gente y la carga de trabajo para un solo encargado será grande. No hace falta que estés siempre, pero los servicios pico, jueves, viernes y sábado por la noche, son cruciales.

Me quedé pasmada. Había pensado viajar a Mónaco los fines de semana. No me cabía duda de que Carlos tenía razón, pero no sabía de dónde sacar tiempo, a menos que sacrificara las visitas a Russ. Tenía ganas de llorar por la impotencia. No sabía si iba a dar abasto con todo. Sin embargo, ese era problema mío, no de Carlos. Evité las lágrimas y sonreí forzada.

—Vale, me organizaré —dije—, pero me tendrás que formar. No tengo ni idea de cómo controlar mi genio si un cliente se queja de la comida que yo considero excelente.

Carlos sonrió.

—Tranquila, estás en buenas manos.

Me pasé el resto del día y la mañana siguiente bajo la tutela de Carlos y Fernando, que me formaron en la etiqueta de la restauración. Aprendí cómo adivinar qué tipo de mesa le gustaba a qué tipo de cliente. Las parejas buscaban privacidad, sobre todo las de mucha diferencia de edad. A los jóvenes no les importaba estar sentados cerca de áreas más animadas, como la barra o la entrada. Las mejores mesas se daban a grupos de amigos o empresas. Al sentar a las personas, debía entregarles las cartas y darles tiempo para estudiarlas. Luego, tomar nota de las bebidas. Fernando me enseñó cómo destapar una botella de vino con estilo y cómo servirlo sin derramar una gota. Carlos me explicó cómo anunciar las sugerencias y, en general, hablar sobre la composición de los platos: siempre con mucha paciencia, mirando al cliente a los ojos y sonriendo. La comida y el vino se servían por el lado derecho. Aprendí a llevar tres platos a la vez en una mano y a tomar nota con rapidez. Me dijeron que nunca apilara la vajilla frente el cliente. Me enseñaron hasta dónde llenar un vaso con brandy, acostándolo de lado para comprobar que el líquido no se derramara, y cómo llenar las copas con cava o champán sin que la espuma se saliera.

Durante el aprendizaje rompí tres copas y dos platos, y recibí un montón de miradas de desaprobación por parte de mis instructores. Pero, al final, Carlos anunció que no era tan mala.

Abuso de confianza. La otra verdad
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