—¿Cómo ha ido? —le pregunté a Carlos, abrumada.
Me senté en uno de los taburetes de la barra. Eran las seis y los camareros ya se estaban preparando la sala para el turno de la cena.
Me observó con cierta duda y comenzó un relato infinito. Me enteré de que hubo días buenos y días malos. Los malos se dieron cuando la cocina no daba abasto y los clientes tenían que esperar más de media hora la comida. Me enteré de que un cliente había rellenado la hoja de reclamación.
Observé a Carlos perdida en mis pensamientos. Me parecía insólito que una chef y un maître, con la ayuda de cinco personas más en la cocina y tres camareros en sala, no pudieran arreglárselas con cincuenta comensales. En comparación con mis problemas, aquello me parecía ridículamente fácil.
—Carlos, no entiendo, si vinieron cincuenta comensales, el restaurante ni siquiera se llenó.
—Lo que pasa es que llegaron casi todos de golpe. Entre las dos y las tres menos cuarto. ¡Fue increíble! De un momento a otro entraron diez comandas a la cocina.
—¡Pero si Marisol tiene que tener comida preparada para sesenta comensales!
Carlos reflexionó un instante.
—A ver, no tenemos un mal equipo, pero cuando viene una avalancha de gente, entra en pánico —dijo evitando mirarme a los ojos.
Me quedé callada, pensativa, y luego bajé a la cocina. Aun antes de abrir la puerta pude oír la discusión. Marisol le estaba gritando a la segunda cocinera, Marina. Al entrar y ver el panorama, me detuve en seco. Había un desorden absoluto: vi platos sucios por todas partes y el suelo manchado. La chica de la pila trabajaba sin parar. Marisol gritaba algo sobre no hacer las cosas como ella pedía. Se quejaba porque no se había preparado la mise en place como ella quería. Al verme, Marisol calló. Marina se quitó el gorro y lo tiró al suelo.
—Me voy de esta mierda —gritó furiosa.
Se dirigió hacia la puerta y, cuando pasó por mi lado, la cogí del brazo.
—No te vayas antes de explicarme lo que ha pasado —dije fríamente.
—Ana, aquí no se saben hacer las cosas. ¡Nos estamos volviendo locas y no damos abasto! —exclamó—. Y hazme el favor de soltarme.
Tenía la mirada demente. La solté para evitar que perdiera el control. Salió disparada.
—Marisol, ¿qué está pasando?
—Contrata a más gente —gritó y comenzó a quitarse el uniforme.
Me mordí la lengua.
—Vale, ¿a qué gente tengo que contratar? —dije con voz tranquila.
No se esperaba mi reacción y se quedó un rato callada.
—Ana, la cocina no está preparada para atender a un público de más de treinta comensales —comenzó a decir.
Sentí que la sangre me hervía y el rubor me calentó el rostro. Marisol sabía de la capacidad del restaurante de antemano y ella misma había diseñado la cocina. Con solo treinta comensales por servicio, el negocio no podía sobrevivir.
—Hace falta espacio y personal —prosiguió ajena a mi reacción—. Nos hace falta una persona más por turno y una isla de trabajo para montar los platos. Nos ayudaría mucho tener un horno adicional, aunque quizá no es prioridad, puedo cambiar un poco la carta para que no dependamos tanto de ello.
Me pregunté si ella estaba en su sano juicio, pero de inmediato comprendí que la culpa también era mía por dejarme aconsejar por alguien que obviamente tenía menos experiencia de lo que yo creía. Marisol me estaba pidiendo una inversión adicional, cuando el problema residía en la organización de las personas en la cocina, y no en las limitaciones de las instalaciones.
—Marisol, ¿me estás diciendo que, si tienes estas dos cosas, podremos atender entre sesenta y setenta comensales por turno sin problemas? —pregunté.
Quería que ella lo confirmara. Se pasó la mano por la frente.
—Yo creo que sí —dijo con inseguridad.
Y de inmediato buscó más culpables.
—Pero también necesito que los otros cocineros se enteren más de las cosas y sepan llevar la cocina cuando yo no esté. Ana, ¡paso dieciséis horas al día aquí! —Alzó los brazos, desesperada—. No podré aguantar este ritmo mucho tiempo más. Marina tiene que poder llevar los turnos de la noche sola. Ahora me tengo que quedar para hacer el preparativo de la noche y ella me dice que se quiere ir porque está cansada —se quejó.
—Hablaré con Marina —dije—, pero quiero que establezcas responsabilidades y horarios por escrito.
Marisol me dirigió una mirada de las que matan.
—En cuanto a equipos de cocina —proseguí—, mírate los catálogos de los proveedores que están en el vestuario y escoge los que consideres dentro de los límites de lo razonable. ¿Estamos de acuerdo?
Ella asintió.
—Me voy a casa un par de horas y luego regreso para el servicio de la noche —dijo ya más tranquila—.
Logré convencer a Marina de que se quedara para adelantar la mise en place.
Cuando me quedé sola, llamé al Gremio de Restauración y pedí que me enviaran candidatos para el puesto de chef. Los entrevistaría en la dirección de la oficina. Luego llamé a mi contable y lo convencí de que fuera a cenar conmigo en vez de ir a su casa, donde su mujer, Tatiana, lo esperaba con la cena hecha.