La familia

La decadencia económica se percibía en seguida al entrar en el aeropuerto de Sofía y dirigirse al punto de control. El mobiliario era viejo y estaba mal mantenido. El uniforme del policía mostraba signos de desgaste en las mangas y el cuello. La gente no sonreía ni saludaba, todos parecían cansados, con ojos inexpresivos y apáticos. Tuvimos que esperar las maletas treinta minutos, a pesar de que nuestro vuelo fue el único que aterrizó en esas horas. Sentía que muchas miradas me evaluaban. Era consciente de que destacaba por mi piel bronceada, mi ropa nueva y mi pasaporte extranjero. Me cohibí al darme cuenta de que tal vez me había puesto demasiado perfume. Los pocos extranjeros que estaban en el vuelo fueron recibidos por delegados o choferes que enseñaban carteles con sus nombres al salir al área de llegadas. A los locales los esperaban sus familiares. Sentí que yo era la única desubicada. Miré a mi alrededor y vi un letrero con una flecha y la palabra «taxi». Me dirigí hacia allí intentando reprimir el sentimiento de melancolía que el ambiente creaba en mí.

Mi padre me había advertido que me fijara en el cartel del taxi en donde se detallaban los precios por recorrido. Si uno se despistaba, podía acabar pagando más que para el recorrido del JFK a Manhattan. El taxi en el cual me metí era viejo, tal vez de cuando yo era una niña, y el conductor fumaba. Sentí el estómago revuelto, pero no dije nada. Le di la dirección y me dediqué a observar el panorama por la ventanilla.

Todo parecía haber sido olvidado hacía una década o incluso más. Los edificios de la época comunista seguían en pie y tal vez lo estarían por muchos años, pero la pintura y el mortero que los cubrían se veían desgastados, sucios, o eran inexistentes. Nadie cuidaba el césped de los jardines o podaba los árboles. Las aceras estaban destrozadas o eran aparcamientos improvisados. Por la autovía que circulábamos había socavones capaces de romperle el chasis a cualquier coche, pero parecía que todos los conocían, porque los esquivaban con antelación. Al incorporarnos al tráfico de la capital, el taxista bajó la velocidad. Pasamos por varios lugares que me recordaron mi infancia; sin embargo, su aspecto me deprimió. Uno era el polideportivo donde practicaba natación. Lo recordaba con cariño y apego, porque había pasado tiempo allí entrenando con compañeros y amigos. Ahora estaba cerrado. Los buses llevaban la misma numeración que la que yo recordaba y parecían ser los mismos en los que algún día me había subido con mis amigas. Me pregunté cómo lograban aún prestar servicio con lo antiguos que eran. El reencuentro con mi pasado me abrumó.

Sin embargo, cuando el taxi se detuvo frente al edificio donde vivían mis padres, el panorama gris se evaporó. Me invadieron memorias agradables; recordé sus caras y la de algunos amigos en momentos que habíamos compartido. Las escaleras que antes me parecían larguísimas y difíciles de subir —recordaba que tenían exactamente cuarenta y cuatro escalones—, ahora me parecían pequeñas y abordables. Me detuve frente a la puerta del apartamento de mis padres, ahora blindada por la cantidad de robos que se daban a cualquier hora del día. Antes de poder tocar el timbre, mi padre abrió la puerta. Tenía aspecto cansado. Feliz de verlo, lo abracé.

—¿Qué tal el viaje? —preguntó antes de coger mi maleta.

—Largo y pesado.

Había volado de Barcelona a Múnich y de Múnich a Sofía. El viaje había durado un total de siete horas. Al día siguiente, por la tarde, me esperaba el mismo trayecto de regreso.

—¿Dónde está mamá?

—Durmiendo —susurró—. Entra, entra.

Me quité los zapatos y me dirigí silenciosa hacia la habitación. Mi madre descansaba en la cama. Parecía relajada. La observé, sobrecogida por múltiples emociones, y luego fui a la cocina, donde mi padre preparaba café.

—¿Cómo se encuentra?

Recorrí con los ojos el conocido mobiliario, que ahora me resultaba muy bajito y pequeño. Cuando era niña, se me hacía todo demasiado alto, sobre todo la nevera, no lograba llegar a las repisas altas ni de puntillas.

—Está bien —dijo con tranquilidad—, mucho mejor que cuando hablamos. En realidad no hacía falta que te pegaras la maratón.

—Da igual, papá, quería verla y también a ti. ¿Dónde está Iván?

—Salió, se fue con Mila a pasar el fin de semana a la casa de campo.

Mila era la mejor amiga de mi madre. Me quedó claro que Iván trataba de evitarme. Lo que no me imaginaba en aquel entonces era que lo haría durante muchos años más. Decidí no molestarme. La prioridad eran mis padres. Me quité la chaqueta y me senté al lado de la mesa. Mi padre nos sirvió café y tarta de nueces, y luego se sentó.

—¿Cómo te encuentras? —me preguntó preocupado.

—Estoy mejor —dije—. Ha sido duro, muy duro, pero ahora ya me lo estoy tomando con más calma. Espero que dicten pronto la sentencia para que sepamos a qué se enfrenta.

—¿Y tú que harás?

—Papá, si me estás preguntando si lo esperaré, la respuesta es que sí.

Suspiró desalentado.

—Ana, sé que harás lo que hayas decidido, pero creo que es un error.

Entonces suspiré yo.

—Papá, tal vez lo sea, pero lo quiero. Le voy a dar una oportunidad.

—Y mientras tanto tu vida será una espera.

—No, no va a ser así —contesté—. Cuando me enteré de que lo habían detenido, mi mundo se derrumbó, porque no sabía nada de lo que él estaba haciendo. Estaba decepcionada, dolida y destrozada. Todo esto lo sigo sintiendo, aunque también estoy indignada porque él no me dijo la verdad. El amor sigue, pero ya no es incondicional, ni ciego. Esperaré hasta que esté en libertad y entonces veré cómo se comporta y cómo me siento. Mientras tanto viviré mi vida. Tengo mi trabajo, a mis amigos, y estoy más segura de mí misma. No esperaré recluida como lo hacía con Thomas.

Mi padre me observó con aire esperanzado.

—Bien —Asintió con la cabeza—. Me parece bien.

Sentí que quería añadir algo, pero no dijo nada. El café era fuerte y un poco amargo, como le gustaba a mi madre. Mi padre cortó la tarta, cogí un trozo y me pregunté cuántas calorías tendría, tal vez miles.

—¿Cómo lo lleváis con Iván?

—Creo que mejor —dijo pensativo—, pero el progreso es muy lento. Sin embargo, el empeoramiento de salud de tu madre ha ayudado un poco a que tome conciencia de algunas cosas. Comenzó a ayudar más en casa, con la compra, a recoger sus cosas y con la limpieza. Pero le cuesta. Pierde el interés muy rápido y se vuelve a evadir.

El apartamento de mis padres tenía cincuenta metros cuadrados. Convivir en tan limitado espacio con una persona malhumorada tenía que ser agobiante; aún más ahora que mi madre salía poco.

—Pero está mejorando, eso seguro —concluyó.

En eso oímos los pasos de mi madre, que caminaba por el pasillo. Me incorporé para abrazarla y me aferré a ella. Mis ojos se llenaron de lágrimas.

—Ana —me susurró al oído—. Qué bien que hayas venido, hija.

Tenía un aspecto algo débil, pero un buen color de cara, con las mejillas sonrojadas. Había subido un poco de peso. Ambos me convencieron de que su estado había mejorado y de que en poco tiempo retomaría la cotidianeidad, aunque le habían prohibido el esfuerzo físico por completo. Por primera vez en mi vida, los veía más preocupados por mí que por Iván. Me agradó contar con su apoyo.

Les volví a contar lo sucedido con Russ y los últimos acontecimientos. Mis padres me observaban turbados y me repetían que debía tener cuidado. Noté a mi madre algo reservada y callada. Antes solía involucrarse mucho en las conversaciones que teníamos. Opinaba sobre todo y a menudo criticaba abiertamente. En ocasiones, expresaba su opinión sin percatarse de que lastimaba a los demás.

Cuando me fui a dormir, me costó mucho conciliar el sueño. Volví a pensar en Russ y en lo mucho que lo extrañaba. Me preguntaba cuánto tiempo más pasaría antes de poder verlo y si aguantaría el estar sin él. Creía que sí. ¿Y si María tenía razón y la condena durara años? Enseguida me agobié e intenté pensar en otra cosa. Mi hermano ahora estaba resentido y me evitaba. ¡Qué ironía! Después de todo lo que había hecho por él durante los últimos años… Se sintió ofendido al tener que regresar con mis padres porque yo ya no estaba dispuesta a mantenerlo. No me molestaba su actitud, tan solo sentía lástima por él y esperaba que lograra superar su adicción.

Pensé en mis padres, en sus vidas. Habían disfrutado durante años de la privilegiada posición de diplomático de mi padre. Luego, por caprichos del destino, el régimen comunista fue reemplazado por una demagogia, pues el sistema que se había instaurado en los países excomunistas estaba muy lejos de ser una democracia. Entonces, mi padre se quedó sin empleo. Mis padres recibían unas pensiones miserables, que no alcanzaban ni para pagar la electricidad en invierno. Pero se tenían uno al otro, se querían y se cuidaban. Una ola de complacencia me calentó el cuerpo y sonreí en la oscuridad.

Pensé en mí. ¿Qué haría yo en el futuro? ¿Cómo me gustaría envejecer? El día a día lo vivía con tanta intensidad que no me detenía a pensar en temas tan profundos. ¿Seguiría siempre en la consultoría? ¿Cambiaría de profesión y haría algo diferente? ¿Envejecería con Russ? ¿Me casaría con él? ¿Tendríamos hijos? Las preguntas eran muchas y las respuestas, confusas. Tenía claro que quería estar con Russ, pero ni matrimonio ni hijos entraban en mis planes. Me pregunté qué habría sido de Thomas. La última vez que había sabido de él fue al constituir el restaurante, unos cuatro o cinco meses atrás. ¿Qué pasó con todos los sentimientos que teníamos, los buenos y los malos? ¿Adónde se fueron? Ahora solo sentía apatía.

Pensé en mis amigos, los de Barcelona, y también en los que vivían fuera. Me di cuenta del poco tiempo que pasaba con ellos y de que tenía que llamarlos más. Tenía que contarles lo que estaba sucediendo en mi vida; eran amigos, me apoyarían. Si seguía encerrándome en mí misma, pensarían que me estaba alejando de ellos.

Suspiré con aire melancólico. Mis pensamientos volvieron de nuevo a Russ. ¿Qué estaría haciendo ahora? Seguro que lo pasaba peor que yo. Él no podía ver a nadie, solo salía al aire libre una hora al día. No debía quejarme, yo podía ir a donde quisiera, con quien quisiera, cuando quisiera, aunque lo único que quería era estar con él.

«¡Qué más da!», me dije. «Dicen que lo bueno se hace esperar…»

En algún momento de la madrugada me quedé dormida.

Las pocas horas que me quedaban al día siguiente para pasar con mis padres, volaron. Al despedirme de ellos, me sentí triste.

—Ana, no te preocupes por mí —me dijo mi madre mientras me acomodaba el cuello de la chaqueta—. Ya estoy mejor y además tengo a tu padre. Él cuida de mí. Quiero que sepas que siempre pienso en ti y quiero que estés bien. Lo más importante es que seas feliz. Si esperar a Russ te hará feliz cuando él esté de vuelta, hazlo y olvídate de lo que dice la gente. Hazlo porque quieres y no porque te sientas obligada o te dé lástima.

—Lo haré, mamá —prometí.

—Y una cosa más —añadió sacudiendo unas pelusas casi invisibles que tenía en los hombros—. Antes siempre me preocupaba por tu solvencia económica, porque pensaba que dependías de Thomas. Pero eso ya no me preocupa, veo que eres capaz de mantenerte por tu cuenta y estoy muy orgullosa de ti.

Con un esfuerzo monstruoso, reprimí lágrimas de ternura y remordimiento. No les había contado a mis padres nada del restaurante. Ellos creían que seguía solo con la consultoría. No quería preocuparlos más de la cuenta. Ya tenían suficiente. Me las arreglaría de alguna manera, como siempre.

Abuso de confianza. La otra verdad
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