Complicaciones

Me sentía fatal por no haber pasado más tiempo con Delia. Ella se esforzó en ser amable durante toda su estancia en Barcelona, pero los sucesos de los últimos días me habían agobiado tanto que no logré mantener ni siquiera una conversación trivial con ella. La dejé en el aeropuerto el domingo a mediodía.

Desde la época en que Thomas y yo nos habíamos distanciado y me sentía sola, había cogido la costumbre de ir a la oficina los domingos. Me agradaba el silencio que había en el centro de negocios. Aquel día entré ansiosa. Recorrí el ambiente de la oficina con la mirada, todo aparentaba estar en su lugar. Conecté mi portátil y, en tanto se descargaban los e-mails, revisé la agenda. Las siguientes dos semanas iban a ser muy ajetreadas. Tenía que inaugurar el restaurante, viajar, visitar a clientes, cerrar contratos y encontrar tiempo para volar a Mónaco a ver a Russ. Me pregunté de dónde sacaría la energía…

Para la inauguración del restaurante había contratado a mi amiga Belén, la agente de relaciones públicas que llevaba la cuenta de la consultoría. Ella ya me había adelantado que contaba con la asistencia de unos veinte periodistas de diferentes medios. Yo esperaba ser capaz de sonreír en el evento.

De repente, me alarmé. Todavía no les había dicho nada a mis padres. Un sentimiento de abandono me aplastó. Deseé poder estar con ellos y tenerlos a mi lado en esos momentos. Cogí el teléfono y marqué el número.

—Hola, mamá —saludé.

—Buenos días —me contestó ella con su voz melódica—. Suenas triste.

«Vaya, esto irá deprisa», pensé.

—Ay, mamá, sí… Estoy muy triste —dije despacio.

—¿Qué ocurre? —Su voz se tensó de inmediato.

Le conté todo con pelos y señales intentando mantener la voz impasible, aunque a veces no lo lograba y empezaba a sollozar. Lo único que escondí fue la visita de Darrell y Jamie. Mientras hablaba, mi madre no me interrumpió. Cuando terminé, no dijo nada. Yo también callé.

—Ana, hija, no tienes idea de cómo lo siento —exclamó, al fin, en tono suave.

Pude distinguir la angustia de su voz.

—Tú quieres tanto a ese chico… Y mira lo que está pasando.

Volvimos a quedarnos en silencio un rato. Los recuerdos de Russ regresaron a mí con toda su fuerza.

—Ana, estoy muy sorprendida y triste por lo que ha pasado —dijo ella, de nuevo rompiendo el silencio—. Quizá deberías olvidarte de Russ y alejarte de él, y de todo lo que lo rodea.

—Dejarlo… —repetí como un eco.

Mi madre malinterpretó mi titubeo y me animó más.

—Sí, Ana. Al fin y al cabo, no habéis estado juntos tanto tiempo. Te olvidarás pronto de él. Ya conocerás a otra persona.

Apreté con fuerza la mandíbula. Ella no tenía ni idea de lo que yo sentía.

—Mamá, quiero a Russ con toda mi alma. He decidido esperarlo.

—¿Y vivirás desdichada a su lado? —preguntó asombrada—. ¿Te imaginas lo que puede ser? Haber estado en la cárcel lo marcará de por vida.

Mi madre calló unos instantes.

Observé la sortija Triniti en mi dedo. Sus diamantes desprendían un brillo sutil y, para mí, comprometedor.

—¿Y has pensado en volver con Thomas? —preguntó.

La impotencia me invadió.

—Mamá, ¿por qué he de volver con Thomas? —me quejé—. ¿Porque él me quiere?, ¿porque yo lo quiero? Qué va, entre nosotros no hay amor. ¡Por Dios!—exclamé al final.

—Tal vez no hay amor, pero hay confianza y respeto. Con la poca consideración que le guardas a Thomas, él nunca te falló como lo está haciendo Russ —añadió clavando otra espina en mi destrozado corazón—. Es cierto, es un hombre aburrido, pero también es honesto y transparente. Russ es un encanto, pero, hija, también es un peligro. Mira lo que ha hecho.

—Mamá, ¿crees que no he pensado en mi situación? —pregunté dolida—. Sé que Russ ha actuado mal y, créeme, me ha costado mucho decidir quedarme a su lado, y cada instante dudo si debería dejarlo. Pero el amor está ganando, lo quiero. Creo que ha cometido un error y que va a cambiar.

—¿Y qué pasará si no cambia y vuelve a cometer otro?

Suspiré desesperadamente y cerré los ojos un instante.

—Espero que no lo vuelva a hacer. Mamá, yo tiendo a confiar en mi pareja y lucho por lo que creo. Tal vez sea una equivocación y tal vez me acabaré arrepintiendo de esta decisión, pero ahora mismo no me quiero rendir.

—Como quieras, hija —dijo mi madre y suspiró.

Su voz sonaba cansada.

—Eres una romántica empedernida —prosiguió—. A mi juicio, estás cometiendo un error y sufrirás mucho. Como madre no me gusta verte infeliz, pero sé que harás lo que has decidido y yo te apoyaré.

—Ya lo sé, mamá —susurré al final—. Estaba pensando… Quizá podrías venir aquí a estar un tiempo conmigo.

No recordaba la última vez que les había pedido ayuda. Me sentía aún más triste por tener que hacerlo, ya que sabía que ellos tenían bastante con velar por la desintoxicación de Iván.

Mi madre suspiró.

—Ana, no podemos. Tenemos que estar aquí por tu hermano.

—Ya lo sé, pero ¿uno de vosotros? Tal vez tú podrías venir y que papá se quede con él.

—Mmm… Déjame hablar con tu padre y te llamamos —dijo al final.

Noté que el tono de su voz había cambiado. Parecía que mi madre tenía sus reservas.

—Vale, gracias.

Al colgar, miré los e-mails. La mayoría era de Kiko y de Ignacio, pero tenía uno de Anton. Miré la hora de entrada; había sido enviado a las ocho de la mañana.

«¿Ha madrugado un domingo?», me pregunté.

Estimada Ana,

Gracias por la transferencia. Vi a Russ el viernes por la tarde y se encuentra bien. Para futuras ocasiones, te comento que deberías contactar con la trabajadora social para enviar mensajes a Russ. En principio, yo no debería hacerlo.

Un saludo,

Anton

—Pero ¿se lo has dicho o no? —exclamé enfadada.

Le acababa de pagar un montón de dinero para que él me dijera que no podía hacerle llegar mensajes a Russ. Me comenzaba a amargar su actitud. Disgustada, tomé nota en mi agenda para recordar que debía ponerme en contacto con la trabajadora social.

Mi móvil me avisó de que tenía un mensaje: «¿Un cava?»

Sonreí. No estaba sola en mi desgracia, tenía a María.

«Por supuesto, vente al restaurante, así lo conoces», contesté.

Dos minutos más tarde: «Estupendo, sobre las 18’00 h.»

Justo le iba a contestar cuando el móvil sonó. Me sobresalté. Eran mis padres.

—Ana, lo siento mucho —me dijo mi padre tan pronto descolgué.

—Gracias —murmuré.

—La verdad es que no lo tienes fácil, hija. ¿Qué hacemos contigo? —preguntó con tono triste.

—No sé, papá, tal vez acompañarme a alguna jornada de tipo «Cómo escoger al hombre que te conviene» sería un buen comienzo —dije en broma.

—Tal vez —opinó mi padre.

—¿Te dijo algo mamá sobre venirse aquí? —le pregunté esperanzada.

—Ana, no podemos dejar a Iván… —comenzó a decir, pero yo lo interrumpí.

—No, papá, yo decía que venga sólo ella y que tú te quedes con él.

—Ana, eso no es posible —dijo con calma.

—¿Por qué? —pregunté dolida.

—Tu mamá no está bien.

—¿Qué? —exclamé sorprendida.

—Tiene problemas cardíacos.

Asustada, me senté en la silla con la espalda tiesa. Recordé dos ocasiones en que mi madre había caído gravemente enferma. La primera vez, vivíamos en Ucrania y yo tenía unos seis años. Le costaba respirar y los médicos no sabían por qué. Su respiración empeoraba sobre todo por las noches. No tenía fiebre ni dolores. Al final dijeron que tenía neumonía (en aquella época no se solían hacer rayos X en el país). Le dieron antibióticos y mejoró. La segunda vez fue cuando vivíamos en Venezuela y yo tenía trece años. De nuevo, le costaba respirar. Esta vez la llevaron de urgencias a una clínica privada, donde estuvo hospitalizada tres días. Al final se le pasó sin que los médicos supieran la causa. Después de mejorar le hicieron exámenes a fondo. Se descubrió que sufría del corazón. Tenía estenosis mitral y no lo sabía. Mi padre no habló mucho del tema entonces. Los médicos sugirieron operarla, pero ella se negó. Desde entonces, el tema había quedado en el olvido. Hasta ese momento.

—Papá, ¿por qué no me habíais dicho nada? —pregunté.

—Porque no queríamos preocuparte —se excusó.

—¡Pero si tú siempre dices que no tenemos que ocultarnos cosas! Mira el estado de Iván por no haberos preocupado a tiempo…

—Puede ser que se le pase —dijo mi padre con esperanza.

—¿Es la válvula mitral? —pregunté.

—Sí —contestó—. Con los años ha empeorado y se ha contraído el diámetro. Eso dificulta el flujo de sangre e impide la libre circulación, y significa que hay escasez de oxígeno en los pulmones.

—¡Por Dios, papá! —exclamé asustada.

Me sentía como si me faltara el aire.

—Los doctores dicen que no hay que preocuparse por el momento si se toma la vida con calma. No puede viajar ni hacer esfuerzo físico.

—Papá, me lo voy a organizar para ir a verla —dije decidida mientras cogía la agenda.

—Ni hablar —objetó categóricamente—. Ahora ocúpate de tus problemas. Ya vendrás más adelante.

—¡Pero me preocupa mamá!

Me exasperaba que le restara importancia al tema.

—No te preocupes, Ana, yo la estoy cuidando. Lo único es que no puede viajar para verte.

—¿Sigue fumando? —pregunté.

—Lo está dejando...

—¡Papá! ¿No os dais cuenta de que este vicio está emporando su estado? Lo primero que te dicen los médicos cuando tienes problemas de corazón es que dejes de fumar. ¿Cómo es posible que hagas la vista gorda? Debería dejarlo de una vez.

—Ana, el médico le dijo que, a veces, el estrés por dejar de fumar perjudica más que seguir fumando en pequeñas cantidades. Dice que tu madre puede seguir fumando uno o dos cigarrillos al día.

Tuve una sensación de irrealidad. Era absurdo.

—¡Papá, que lo deje ya de una vez! Es un vicio que mata. Prométeme que vas a hablar con ella sobre esto —le exigí.

Me costaba creer que se lo estuviera tomando tan a la ligera.

—Lo haré, te lo prometo —dijo con voz apagada.

Suspiré resignada. No entendía por qué mis padres perdonaban las debilidades que podían llegar a perjudicar.

—Me voy a organizar para ir en Navidades. Pero, te lo ruego, no me ocultéis más cosas.

—Te lo prometo, Ana —dijo—. Y una cosa… Ten cuidado con el caso de Russ. ¡Por favor! Tú sueles lanzarte a salvar a otros aunque te traiga problemas a ti.

Mi padre calló unos instantes y yo me froté la frente. El dolor de cabeza comenzaba de nuevo.

—Russ nos cae muy bien —prosiguió—. Es fantástico contigo y te hace feliz. Y eso es lo que cualquier padre quiere para su hija. Pero: ¡Ten cuidado! No te digo que lo dejes, sino que abras los ojos. A él se le hará muy difícil cambiar de oficio cuando lo liberen porque tendrá un antecedente penal. Ya sé que esto te da igual, porque lo quieres, y no pretendo que mis palabras suenen a sermón, pero piensa bien qué vas a hacer con él. Me tienes que prometer que lo harás.

Ahora me tocaba a mí dar la palabra:

—Lo haré —dije aún más deprimida.

De repente, la idea de estar al lado de Russ parecía descabellada.

—¿Cómo va Iván? —Cambié de tema.

—Quiero creer que mejor. Ya fue a la primera entrevista con el psicólogo. Regresó a casa furioso diciendo que el médico era un incompetente y que no se iba a dejar tratar por alguien con menos intelecto que él —Mi padre suspiró—. Ya conoces a Iván. Aún así, comenzó a tomar los antidepresivos que le recetó y me parece que su estado de ánimo ha mejorado un poco.

—Por lo menos, una buena noticia —dije algo animada por el progreso de mi hermano.

—Sí. Creo que mejorará.

—Bien. Papá, por favor, llámame en cualquier momento si pasa algo con mamá. Yo estaré pendiente, os llamaré con frecuencia e iré a visitaros pronto.

—Seguro, Ana. Por favor, cuídate —me pidió.

—Adiós —me despedí y colgué.

Me quedé cavilosa. El estado de mi madre me angustiaba. Me invadió un sentimiento de soledad y desamparo. Russ me hacía una falta tremenda. ¡Si pudiera hablar con él! Pensé que su experiencia en la cárcel debía de ser no menos traumática que la mía. Me preguntaba qué estaría haciendo en ese preciso instante. ¿Cuál sería su rutina? ¿Cómo sería su relación con David después de lo sucedido? ¿Estarían en la misma celda? Estuve meditando largo tiempo, sin darme cuenta de que los minutos y las horas pasaban.

Abuso de confianza. La otra verdad
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