Toni se presentó al día siguiente a trabajar como si nada hubiera pasado.
—¿Qué haces aquí? —le pregunté.
—Vengo a trabajar.
Me miró con cara sorprendida, fingiendo inocencia. Tenía un moretón en la nariz. La verdad es que me impresionó su poca vergüenza y su cara dura. Él pensaba que yo era idiota.
—Vale, hoy te toca la pila, en la cocina.
Toni no contaba con ello, porque se quedó inmóvil y palideció. Yo lo miré fijamente y su expresión cambió de sorpresa a rabia. Apretó los puños y la mandíbula.
—Te llevaré a juicio —me amenazó con voz ronca de la furia contenida.
—Toni… ¿Sabes qué? En cierto modo somos bastante parecidos —dije mientras reprimía las ganas de arrancarle los ojos—. Los dos somos ambiciosos y tenaces, pero también somos diferentes en una cosa fundamental: que yo tengo dinero y tú no, y por eso me tienes tanta envidia. Llévame a juicio, si quieres. Yo tengo una abogada, que por cierto está bien pagada. Y, suponiendo que perdiera el juicio, tengo el dinero suficiente como para pagar tu miserable finiquito.
Toni salió furioso por la puerta y la empujó con fuerza.
—¡Qué mala podés ser, Ana! —exclamó Fernando, que apareció por detrás de la columna.
Sacudí la cabeza.
—Es pura apariencia —murmuré—. Soy una santa.
Toni no llegó a llevarme a juicio porque no le debía nada, aparte del finiquito. Después de unas cartas que intercambiaron nuestros abogados, en las cuales se acordó pagarle lo que estipulaba la ley y no lo que me pedía, que era una cantidad muy superior, no supe nada más de él.
Sin embargo, convenció a Diego para que me llevara a juicio por impago de la seguridad social, ya que parte de su sueldo se lo había pagado en mano, sin tributarlo. Mi contable se ocupó del caso por medio de su socio, que estaba especializado en ley laboral. El día del juicio, Diego no se presentó.