Entre viajes y escapadas románticas, yo seguía trabajando como siempre. Russ me llamaba una máquina programable. Robotizada o no, yo tenía claro que necesitaba de ambas cosas —placer y trabajo— para sentirme feliz. Había decidido hacer todo lo necesario para disfrutar al máximo del placer y que nunca me faltara trabajo.
A finales de agosto ya estaba apurada intentando finalizar las obras del restaurante. Tenía previsto abrir el 15 de septiembre, pero todo apuntaba a que la apertura se iba a retrasar. Russ estaba terminando de organizar los detalles de su salida de la empresa de David.
Una noche, después del trabajo, fuimos a comer falafels a las Ramblas.
—¿Te importa si me voy algunos días de juerga con los chicos de la oficina? —me preguntó Russ con despreocupación.
—Pensaba que te salías de la empresa. ¿Por qué socializar?
—David quiere hacer algo con todos como equipo. Sería lo último que haría con ellos —explicó.
—¿Adónde os queréis ir?
—A Italia. Iríamos entre tres o cuatro coches.
—Claro, te quieres lucir —dije a modo de burla.
—Ya que a ti no te impresiono… —Russ sonrió.
—A mí me impresionas con otras cosas, tonto.
Le despeiné el cabello y me besó la mano.
—¿Qué dices, entonces?
—Permiso concedido —bromeé—. Ve, disfruta y pórtate bien.