A las cinco y media de la mañana ya estaba despierta y ansiosa por ver a Russ. Me bañé con calma, me sequé el pelo con cuidado, me vestí y me maquillé mientras escuchaba música en la tele. A las siete bajé a desayunar. Me resultó una labor pesada matar el tiempo. A las ocho salí del hotel y caminé por el puerto. A las nueve menos cuarto llegué a la grandiosa entrada de la cárcel y esperé. Mi cita con Russ era a las nueve, pero exigían estar quince minutos antes. Había dos personas más que esperaban para entrar. Una señora mayor que tenía la cara medio oculta con un pañuelo que envolvía su cabello y un joven que aparentaba tener poco más de veinte años y que fumaba muy aprisa. Cuando por fin abrieron la reja, los tres caminamos hacia la entrada, donde nos esperaba el policía. Al verme, el agente movió enérgicamente la cabeza en señal de negación:

—El señor Edwards no está disponible —dijo con rotundidad en francés.

Me detuve en seco.

—¿Perdón? —exclamé en inglés.

El policía me ignoró y comenzó a revisar la documentación de los otros visitantes. Mi corazón se hundió y empecé a sudar. Aguanté en agonía. Por fin, cuando el policía acabó con los otros visitantes, alzó la mirada.

—El señor Edwards no está disponible —repitió.

—Ya lo he oído —contesté, nerviosa, intentado controlar el temblor en mi voz—. ¿Por qué no está disponible?

—Es todo lo que le puedo decir y ahora debe marcharse. Si quiere, reserve una visita para mañana —sugirió con indiferencia.

Sentí que me encolerizaba y, en un instante, desapareció mi miedo escénico.

—¿Tiene usted idea de lo que dice? —exclamé.

El policía me miró sorprendido. Parecía que nadie se atrevía a levantar la voz en ese sitio. Intentó ignorarme de nuevo y eso bastó para que la cólera me cegara del todo.

—No vivo en Mónaco. Vivo en España. Tengo que volar en avión hasta Niza y luego coger un bus hasta aquí, y mi vuelo de regreso sale en cuatro horas. Tengo un trabajo y no me puedo permitir faltar, además de que no tengo suficiente dinero para pagar otra noche de hotel. ¡Tengo una cita confirmada para ver a Russell Edwards a las nueve y, si ha sido cancelada, lo mínimo que exijo es una explicación!

La sorpresa del policía comenzó a reemplazarse por enfado. Pensé que estaba a punto de mandarme a la mierda cuando una puerta imperceptible, al fondo de lo que yo creía que era una pared blanca, se abrió, y de ahí salió otro policía. Parecía de rango superior; llevaba unas medallas encima del bolsillo izquierdo de la camisa. Se acercó al hombre que nos atendía y le dijo algo en francés. Este asintió y se dirigió a los otros dos visitantes, que nos miraban con perplejidad.

Me di cuenta de que el policía recién llegado era el mismo pelirrojo que me había atendido la primera vez que visité a Russ. Él me hablaba en castellano.

—Señora —me dijo—. En estas instalaciones no está permitido gritar. Controle la voz.

—¿Por qué no puedo ver a Russell Edwards? —exigí saber.

Me miró casi con lástima.

—El señor Edwards ha sido citado para una entrevista con el juez —dijo con calma—. Se lo han llevado hace media hora.

—Dios… —susurré.

—Entiendo que viene de lejos, pero lamento comunicarle que no lo podrá ver.

—Pero puedo esperar, ¿verdad? Hasta que regrese… —sugerí desesperada.

El policía negó con la cabeza.

—Aquí no puede esperar y las visitas se dan solo con llamada previa de un día para otro.

Sentí que me asfixiaba.

—Por favor, se le ruego —supliqué con lágrimas en los ojos—. Ya me ha oído, he viajado desde España para verlo. No puedo venir otro día, tengo un trabajo que no puedo dejar. ¡Por favor!

—Lo siento. Las reglas son las reglas —me contestó de forma amable pero categórica.

Lo miré con absoluta desesperación y mis nervios explotaron. Las lágrimas me nublaron la visión.

—Esto es absurdo —dije como pude—. Lo han llevado a una reunión sobre la cual nosotros no sabíamos nada, sin previo aviso, y no se nos está dando la oportunidad de vernos más tarde. ¡No hay derecho!

El policía solo dijo:

—Lo siento. La acompaño a la salida.

Sentí una mano grande y fuerte que me cogía del brazo y me dirigía hacia la puerta. Fuera de las rejas de la cárcel me desplomé en un banco y lloré. Me sentí humillada. Luego pensé en Russ, que seguro lo estaba pasando igual de mal que yo.

«Al menos está teniendo la entrevista con el juez», pensé esperanzada, porque los acontecimientos se aceleraban.

Luego, otro pensamiento me estremeció. Cogí mi móvil de inmediato y marqué el número de Anton. Su secretaria contestó.

—Quisiera hablar con el señor Medino —exigí con ansia.

No iba a aceptar una negativa.

—¿Quién lo llama? —preguntó ella.

Sabía perfectamente que era yo, pues me dirigía a ella en inglés y ella reconocía mi voz por teléfono.

—Soy Ana Stoichev —dije conteniendo mi genio—. Es urgente —añadí.

—Un momento —dijo con arrogancia y me puso en espera.

Justo entonces supe lo que quería saber: a Russ le estaba entrevistando el juez sin la presencia de su abogado.

—Hola, habla Medino.

Oí la voz lejana. Agarré el móvil con fuerza.

—Anton, ¿sabes que han llevado a Russ a una entrevista con el juez?

El abogado vaciló un instante.

—No —contestó sorprendido—. ¿Cómo lo sabes?

—Estoy enfrente de la cárcel. No me dejan ver a Russ porque ya se lo han llevado y tampoco me permiten esperarlo.

Oí que Anton dio un golpe a algo.

—Ahora mismo voy al juzgado. Gracias por avisarme —contestó.

—¿Puedo ir yo también? —pregunté.

—No, no te van a dejar pasar. Déjalo en mis manos. Luego contacto contigo.

Y en eso colgó.

Me quedé mirando el móvil. No tenía más remedio que irme y esperar a que él me llamara. Angustiada, descendí de la Rocher hacia la parada de bus. No supe nada durante toda la mañana. Mi avión despegó a las doce. Al aterrizar en Barcelona y conectar el móvil, tampoco tenía mensajes. En el taxi lo llamé, pero nadie contestó.

Al llegar al restaurante ignoré a Carlos, que tenía mil preguntas sobre cómo utilizar la caja y me dirigí al locutorio. Mi ansiedad no tenía límites. Tenía dos e-mails que en seguida me saltaron a la vista: uno de Claire y otro de Anton. Dudé cuál abrir primero.

Estimada Ana:

Te resumo la situación en la que se encuentra el Sr. Russell Edwards.

Como ya te he comentado, se le acusa de abus de confiance y, a estas alturas, también sabemos que se le acusa de estafa financiera. El juez ha querido saber al detalle las actividades que ha desempeñado su empresa y las transacciones bancarias realizadas. Para ello, ha comenzando una investigación. Mientras esta dure, el Sr. Edwards permanecerá en la cárcel de Mónaco (a menos que la apelación sea exitosa, lo cual dudo mucho).

Sin embargo, el caso se ha complicado por una demanda de las autoridades suizas en relación al caso de Jay Goldman. Se sospecha que Russell Edwards está involucrado en operaciones vinculadas a blanqueo de dinero y se ha pedido a Mónaco que lo mantenga bajo estricto control mientras las autoridades suizas se desplazan para entrevistarlo. Al Sr. Edwards no se le permitirá recibir visitas personales.

Había pedido la inmediata puesta en libertad del Sr. Edwards y me han informado de que mi petición ha sido rechazada. Voy a apelar dentro de dos semanas. Si tengo cualquier noticia, te informaré.

Un cordial saludo,

Anton Medino

«¡Qué rápido sucedió todo!», pensé. «Jay se metió en la boca del lobo y con ello arrastró a Russ.»

Se le cortaba cualquier contacto con el mundo exterior. Sentí que me faltaba el aire y comencé a marearme. Apoyé los brazos sobre la mesa esperando que se me pasara.

«¿Por cuánto tiempo no lo podré ver?», me pregunté desconsolada.

Entonces recordé el segundo correo.

Estimada Ana:

Esta tarde he estado reunida con Russ y me ha pedido que te diga que está bien. Ha tenido la entrevista con el juez. Jay ha caído. A Russ no lo van a liberar bajo fianza. También han reforzado las medidas de seguridad y no lo podrás visitar, tal vez por un mes. Sin embargo, se le ha concedido el permiso para recibir y enviar cartas.

Lo siento.

Un saludo,

Claire

«¡Cartas! ¿Cuántas personas aparte de Russ las leerían? ¡Qué humillación!», pensé con amargura.

Cerré el correo y me quedé sentada. Reflexioné un tiempo. Las noticias me desconsolaron; no iba a poder verlo durante semanas o meses, y aquellas visitas en patéticas condiciones eran lo único que me motivaba en el día a día. Me sentí destrozada y sola como nunca antes, abandonada, vacía, exprimida. Me lo estaban quitando todo sin piedad.

Entonces, comencé a sentir rabia hacia Jay, Jamie y todos los que rodeaban a Russ y lo querían hundir aún más, incluso hacia David, que se disponía a continuar con el sucio negocio al salir de la cárcel. Me preguntaba si intentaría arrastrar a Russ de nuevo. «No», me dije, «eso no ocurrirá». Haría todo lo posible para que no sucediera.

Me pregunté hasta dónde se extendería la investigación del caso. Ahora estaba involucrada Suiza. Un pensamiento inquietante me invadió. Entré en Internet y abrí la página del banco suizo donde Russ tenía su cuenta personal. Introduje el usuario y la clave. Entonces saltó el aviso: «access denied».

Verifiqué que había introducido los datos correctamente y volví a apretar enter. De nuevo, apareció el mensaje de acceso denegado.

Me apoyé en el respaldo, pasmada. La cuenta había sido intervenida. Con rapidez cerré la sesión.

«¿Por qué?», me pregunté. «Era la cuenta personal de Russ, no tenía relación con la empresa.»

En ese momento comprendí que todo estaba interrelacionado y que, con un efecto dominó, se estaban cayendo todas las piezas. ¡Adiós millones! Me daba igual lo que ocurriera con el dinero en Suiza, sobre todo por el origen del mismo, pero me preocupé al pensar que la cuenta de Chipre podía ser intervenida también. Si lo hacían, tendría dificultades para pagar los honorarios exorbitantes de Medino.

Sacudí la cabeza y accedí a la cuenta chipriota. Todo parecía estar en orden. Cerré la sesión. Me incorporé abrumada y salí del locutorio. No tenía ganas de volver al restaurante. Me mezclé con la multitud en la calle. Mi vida iba a ser una pesadilla mientras durara la incertidumbre sobre el caso de Russ. ¿Y qué pasaría si lo declaraban culpable de blanqueo de dinero? Sabía que era el peor de los crímenes financieros.

«Russ, ¿cómo pudiste meterte en esto? ¿Y cómo pude yo no darme cuenta de nada?», me pregunté.

Aceleré el paso, desolada. No tenía rumbo.

Abuso de confianza. La otra verdad
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