Comimos las tres juntas y tomamos alguna que otra botella de más. Bastante alegres, decidimos ir de compras. A Helen le apeteció porque le parecía todo baratísimo en comparación con la libra; María, porque estaba empeñada en que mi vestuario se podía mejorar. Y yo, porque no me dieron otra opción. Era la época de compras de Navidad y todo estaba repleto de gente. A ellas les daba igual el gentío y hacer las colas de las cajas. Es más, María le pedía opinión a cualquiera que pasara cerca sobre cómo nos quedaban las prendas que nos probábamos. Cuando me arrastraron hacía la tienda Intimissimi ya me sentía agobiada.

—¿Exactamente por qué me habéis traído a una tienda de lencería? —les pregunté a mis amigas.

—¿Sabes qué dice Alberta Ferretti? —apuntó Helen—. Que la ropa íntima tiene que ser impecable, porque una mujer puede quedarse solo con ella.

—Mi ropa íntima ya es impecable —protesté.

—Si es como tus vaqueros… —dijo María y ambas estallaron en carcajadas.

—¿Y quién me tiene que ver la ropa íntima? —me sorprendí.

—¿Te buscamos a alguien? —se ofreció Helen.

—No, gracias —me apresuré a responder.

No dudaba en que iban a ingeniar algo si les daba la más mínima razón.

—Os espero afuera —añadí con rapidez.

Sin esperar respuesta, salí de la tienda. El centro comercial L’illa rebosaba de gente. Se notaba el ambiente navideño. La decoración de los escaparates y los pasillos era acogedora y sonaban canciones de Navidad por el hilo musical. Caminé sin rumbo, mirando las vitrinas, hasta que decidí que ya había pasado suficiente tiempo y regresé a la tienda de lencería. María y Helen justo estaban pagando sus compras en la caja. La siguiente parada fue Podium.

Dos horas más tarde estaba harta de vestirme y desvestirme.

—Queridas amigas —les anuncié—, estoy agotada. ¿Por qué no vamos a tomar un café?

María me miró con lástima.

—¿Ana, cómo te puedes cansar de ir de compras?

—No lo sé —dije sonriendo—. Nunca pensé que me iba a suceder, pero no puedo más.

Helen se reía.

—Genial, pero yo quiero un irish coffee.

Bajamos hasta la planta de restauración y encontramos una mesita en el Jamaica Café.

—Por cierto —me dijo Helen, que se sentó a mi lado—, ¿cómo tienes pensado pasar la Navidad?

—¿Cómo? Pues no lo sé. Si me preguntas con quién, la respuesta es sola —contesté.

Dejé mis bolsas en la silla de al lado. María se había acomodado enfrente de mí.

—¡No! —exclamaron ambas.

—No me miréis con cara de espanto —les pedí alzando las manos—, no me molesta. Al principio pensaba ir a visitar a mis padres, pero mi madre ya está mejor, gracias a Dios, y realmente estoy agotada de viajar.

Se nos acercó un camarero y pedimos bebidas.

—Pues si te animas a viajar a Blighty, serás bienvenida en casa de mis padres —ofreció Helen.

—Gracias, pero no me esperes —le sonreí.

—¿Y tú? —le preguntó Helen a María.

—Vienen mis padres. Estaremos los cuatro en casa —dijo con voz apagada.

—Lo dices como si fuera un castigo —se extrañó Helen.

—No lo es, pero sé que me voy a aburrir como una ostra —comentó arrugando la frente.

—¿Por qué? —preguntó Helen.

María le lanzó una mirada de ironía.

—Porque Nav estará cansado, mi madre querrá hacer mil cosas y mi padre se irá al bar.

Helen me miró pidiendo auxilio.

—Seguimos sin tener relaciones sexuales —aclaró María.

Helen ya conocía algo de sus problemas, pero no sabía que últimamente habían empeorado.

—Entiendo que Ana no tenga relaciones, pero ¿tú? ¿Teniendo a tu marido al lado? —preguntó Helen con las cejas en alto.

María sonrió con cierta amargura.

El camarero nos trajo las bebidas y, por unos instantes, interrumpimos la conversación.

—No, no tenemos relaciones sexuales.

María retomó la palabra y bebió de su Coca-Cola. Mi café estaba muy caliente, así que rodeé la taza con las manos, disfrutando del agradable cosquilleo que el calor me provocaba.

—Pero se quieren mucho —dije y me mordí la lengua porque eso era irrelevante para Helen.

—Sí, ¡lo quiero! —exclamó María.

—¿Tanto como para volverte asexual? —preguntó Helen, que iba bebiendo el irish coffee.

Me pregunté cómo podía seguir consumiendo alcohol y estar sobria. Habíamos tomado dos botellas de cava y ella, además, se había tragado dos bloody mary.

María se encogió de hombros y me miró.

—Me cuesta —reconoció al final.

Helen la observaba pensativa.

—¿Por qué no mantenéis relaciones sexuales? —preguntó al fin.

Yo estiré la mano para alcanzar mi móvil y entretenerme con él. La vida sexual de María ya la conocía a fondo. Ya le había dado mi opinión, pero ella no la comprendía. Nada había cambiado.

—Porque Nav siempre está cansado.

—¿Tú crees que no te desea?

Helen miraba a María con sorpresa.

—No, no es eso.

—¿Entonces?

—Pues que tiene la libido muy baja y últimamente muy negativa.

María rio con nerviosismo. Helen hizo una mueca con los labios y empujó un mechón de pelo detrás de la oreja.

—¿Pero tú estás convencida de que te desea? —preguntó con cautela.

—Sí, estoy convencida. Y también estoy convencida de que no hay otra mujer.

Helen asintió. Me preguntaba adónde iría a parar la conversación.

—¿Tú crees que esto es normal? —le preguntó María.

—No —la respuesta fue tan categórica que ambas la miramos intrigadas—. Creo que no es normal y yo en tu lugar no lo soportaría.

—Sí, pero lo quiero, no me quiero separar —dijo María en tono triste.

—Yo no te digo que te separes. Pero algo tienes que hacer.

—Helen, hablas como Ana —se ofendió María—. No es que no esté haciendo nada para arreglarlo. Estoy intentando hablar con él para ver qué podemos hacer para solucionarlo. Me visto provocativa cuando estamos en casa. Me acabo de comprar lencería sexy —Metió la mano en la bolsita de Intimissimi y sacó un hermoso sujetador lila de encaje sugestivo—. Y seguro que no lo apreciará. Le hago masajes, lo he emborrachado… —Lanzó los brazos al aire.

—Dale Viagra —la interrumpió Helen.

María paró su balbuceo al instante.

—No creo que lo acepte —objetó casi en un susurro antes de meter el sujetador de nuevo en la bolsa.

—No se lo preguntes.

—María, tiene sentido —dije empujando mi móvil a un lado.

Me había impactado la sugerencia de Helen, pero ella era así, franca.

—No, no podría hacerlo, se pondría furioso si se enterara, es como si abusara de él —advirtió preocupada.

—María, es una alternativa —insistió Helen—. Háblalo con él, si quieres, pero personalmente creo que no hace falta. Inténtalo sin que se dé cuenta. El único efecto secundario de la Viagra es el dolor de cabeza y se puede atribuir a una resaca. Si el resultado es positivo, entonces plantéale el tema.

En ese instante sonó el móvil de María. Lo cogió con rapidez.

—Es Nav —anunció y se alejó de la mesa.

—¿No te parece que tiene razón? —le pregunté a Helen cuando nos quedamos a solas—. Debería comentárselo antes de darle la pastilla.

—Claro que sí —Sonrió y se empujó otro mechón de pelo detrás de la oreja—. Pero me parece que María no sabe hablar con él. Seguro que le pone mucha presión. Y para plantearle a un hombre que tome Viagra, hay que hacerlo con palabras de seda. Además, no creo que el problema sea Nav, sino que ella tiene unas expectativas muy altas y eso lo cohíbe, cosa que ella no entiende. Yo de ella, lo dejaría. Soy así, no pierdo energías intentando cambiar a las personas. Pero ella no lo dejará, entonces, o lo acepta y se resigna, o acude a los fármacos y de vez en cuando se lo pasa bien. No hay más misterio.

—Mejor fármacos que multitud —comenté pensativa y bebí café, por fin tibio.

Helen me miró y rio.

—Tú no cambias. Eres tan ingenua... —constató—. ¿De verdad crees que no ha tenido rollos de una noche?

Advertí a María hablando con Nav por el móvil. Se la veía tensa.

—Quiero pensar que no —dije.

—Ana, eres su amiga y tienes que apoyarla —dijo Helen—. Lo que tú crees que es incorrecto, no lo es para ella. Abre los ojos y la mente. Escúchala.

Helen tenía la capacidad de hacerme sentir una absoluta inepta. María me había dicho que iba a vivir la vida como se le presentara y que si veía alguna oportunidad y le apetecía, la iba a aprovechar. Pero yo había asumido que aquello había sido un comentario frívolo sin fondo y que en realidad no lo haría.

—Se la ve enamorada de su marido —prosiguió Helen—, pero necesita el sexo y estoy segura de que lo está obteniendo por otros lados. Vivir sin sexo es una locura, sobre todo a nuestras edades. Es más, no entiendo cómo tú puedes vivir sin sexo.

—Helen… —Suspiré y cerré los ojos—. Esta conversación me parece sacada de un capítulo de Sexo en Nueva York. ¿A qué viene la obsesión con el sexo?

—¿A qué viene la obsesión de sufrir en silencio y la resignación? —exclamó ella riéndose.

—¿Quién sufre en silencio?

—Tú y ella.

En ese momento, María regresó a la mesa. Parecía más animada.

—¿Por qué tienes esa cara de entierro? —me preguntó.

—Helen está muy preocupada por nuestra vida sexual —le contesté.

María rio.

—¿Alguna otra sugerencia aparte de la Viagra? —le preguntó a Helen.

—Te vas a arrepentir de esta pregunta —le advertí alzando el índice.

Helen me dirigió una sonrisa.

—Tú —le dijo a María—, o te compras un vibrador o te buscas a un amante.

—¿Qué te hace pensar que no los tengo ya? —contestó María con ligereza.

Ambas se echaron a reír y yo puse los ojos como platos.

—Y tú —se dirigió a mí—, ¿por qué no averiguas a través del abogado de Russ si puedes pedir un vis a vis?

Casi me atraganté con el café. María se rio de nuevo y Helen me miró con seriedad.

—¿Estás loca? —exclamé.

—No —Mi estupefacción la divertía—. Tengo entendido que en las cárceles de Estados Unidos y de algunos países de la Unión Europea está permitido.

—Perdona, ¿es otro capítulo de Sexo en Nueva York? —pregunté en plan sarcástico.

El tema del sexo y la insistencia con la que mis amigas hablaban de ello comenzaba a aturdirme.

—Ana, es solo una idea. Si se puede, ¿por qué no usar tus derechos? Averígualo —me animó María seriamente.

Tuve ganas de chillar de la frustración. Apoyé los brazos en la mesa y los crucé.

—A ver, os voy a decir algo, así que, por favor, escuchadme. Primero, no me interesa tener relaciones con Russ en la cárcel de Mónaco, ni siquiera en caso de que lo permitan. No quiero pasar por un procedimiento burocrático humillante para pedirle al juez una autorización que nos permita…

—Follar —interpuso María.

Asentí resignada.

—Segundo, extraño a Russ con locura. No sé si entenderéis la diferencia, pero no es tanto el sexo, sino el no poder abrazar a alguien a quien adoras. Me parece mucho más devastador que vivir sin un orgasmo. Tercero, os pido, por favor, que dejemos el tema de mi vida sexual de lado. Si yo lo he enterrado hasta que regrese Russ, también lo tendríais que enterrar vosotras. Y cuarto, si realmente os preocupo tanto, regaladme chocolate… Me encanta.

Helen rio.

—Negro, más de 70% de cacao. ¿Me habéis entendido?

—¡Sí, caray, sí! —exclamó María—. Tú y tu chocolate.

Helen seguía riendo y asintió con la cabeza.

—De acuerdo, pero te voy a hacer una recomendación más. Tienes un restaurante, métete más en la cocina, tu chef es francés, aprende de él, saca algún provecho del negocio antes de venderlo.

—Sí, mamá —dije sonriendo.

—María, préstale tu vibrador a Ana de vez en cuando, pero quédate con el amante.

De nuevo las dos estallaron en risas.

—¿Sabéis qué? —dije, también animada—. Os agradezco los consejos y las compras, pero ahora me tendréis que acompañar al restaurante porque tengo que trabajar.

—Encantada —dijo Helen levantándose—. ¿Tienes a alguien en la plantilla que sepa preparar cócteles?

Abuso de confianza. La otra verdad
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