El dinero lo es todo

Russ tenía una pequeña fortuna entre tres cuentas en Chipre, Suiza y Belice. Sumaban la cantidad de casi tres millones de euros. Por supuesto, yo no sabía de ninguna de ellas. La única que conocía era la del BBVA, que figuraba como sobregirada.

Había entrado en todas ellas por Internet. Entre los documentos del maletín encontré los nombres de usuario y la clave de acceso resultó ser siempre el día de su cumpleaños: 1501.

«Demasiado predecible», pensé.

La cuenta de Chipre tenía unos doscientos mil euros y parecía ser la más utilizada. Los números que había encontrado en la hoja de la foto de Las Maldivas correspondían a los códigos para autorizar transferencias. La de Suiza tenía la mayor cantidad de dinero. Y la de Belice era de ahorros, tenía relativamente pocos fondos y no mostraba movimientos en los últimos seis meses.

Aparte de la información de las cuentas privadas de Russ, el maletín contenía documentos de varias empresas y copias de correspondencia con clientes. Encontré el registro, los extractos bancarios y los resguardos de declaraciones de impuestos de General Securities S.L. Al leer el registro mercantil, supe que la empresa se dedicaba a «servicios de ventas». Me sorprendió que Russ figurara como administrador único con la mayoría de las acciones y David Bloom como socio minoritario. Russ me había dicho lo contrario. Tirité al caer en la cuenta del peligro que corría ahora que estaba preso. Toda la responsabilidad de las operaciones de esa empresa caía sobre sus hombros y él no estaba disponible para gestionarla o cerrarla.

Observé las declaraciones de impuestos. A primera vista, nada en los documentos levantaba sospechas. La cifra de negocios que se declaraba coincidía con los ingresos de la cuenta de la empresa en Deutsche Bank. Sin embargo, estos provenían de un solo cliente, Nonejedy S. L., con cuenta en el mismo banco y la misma sucursal.

Barajé los documentos para buscar información sobre esa empresa. Había una copia simple de su registro mercantil. Lo que descubrí me oprimió el pecho aún más. La compañía era de David y Vanessa, y se dedicaba a «servicios de marketing». Había extractos bancarios donde se podía constatar que los abonos provenían de General Securities LLC, con cuenta en Mónaco. Nonejedy S.L. era la empresa que había mencionado Anton Medino. Un temblor me recorrió la espalda al darme cuenta de la importancia de la documentación descubierta. Las transferencias salientes de la cuenta de Nonejedy S.L. iban a favor de otras siete u ocho empresas, una de las cuales era General Securities S.L., otras de Suiza y Holanda, y una de Andorra. También había transferencias a favor de Russ y otras personas cuyos nombres no conocía. David movía cantidades elevadas de dinero. Desconocía si declaraba impuestos, aunque lo dudaba. Me preguntaba si había llamado la atención a la Tesorería catalana y si tenían la mira puesta en España.

Recelosa, revisé los documentos buscando información sobre General Securities LLC. Encontré la factura de OCRA Worldwide por la venta de la empresa General Securities LLC, con registro en BVI y cuenta corriente en Mónaco. Me sorprendió que la dirección de la empresa figurara en Londres. El comprador había sido Russ y los directivos nombrados después de la compra eran él y David. Junto con la factura había comprobantes bancarios de abonos de clientes. Las cantidades rara vez superaban los diez mil dólares estadounidenses y, en la mayoría de los casos, provenían de cuentas en «paraísos fiscales» —Gibraltar, Andorra, Delaware— o de cheques bancarios. Los resúmenes de movimientos mostraban que las únicas transferencias salientes iban a favor de Nonejedy S.L. Esas cantidades eran superiores, a veces más de cien mil euros. Me mareaba al pensar en cifras totales, había mucho dinero en juego.

Observé absorta los comprobantes de los ingresos. La mayoría parecía ser de clientes británicos. Algunos especificaban la razón del abono, normalmente mencionaban los nombres de las empresas cuyas acciones compraban. Una referencia que aparecía a menudo era «Virtual Storage». El nombre me pareció conocido. Volví a barajar los documentos y encontré un resumen del perfil de la empresa. El escrito era tan mediocre que me desalentó. La explicación del modelo de negocio era superficial y no daba a entender a qué se dedicaba con exactitud. El plan de marketing no segmentaba el mercado. Las proyecciones financieras estaban hechas por trimestres, sin detalle de ventas ni costes operativos. No se especificaba el número de acciones que se habían emitido ni los nombres de los directivos. Me pregunté cómo era posible que un cliente pensara que se trataba de una inversión prometedora. Entré en Internet, pero no encontré la empresa, no tenía página web, aunque en el escrito se afirmaba lo contrario.

Dejé caer los documentos que sostenía sobre el escritorio, me recosté en el respaldo de la silla y me giré hacia el ventanal. Lo que estaba descubriendo era muy fuerte y desconcertante. Russ no me había dicho nada de su negocio y las pocas veces que le preguntaba, esquivaba las respuestas. No me había mentido, de una forma muy astuta me había mantenido en la duda. Yo tan solo sabía que se dedicaba a la venta de colocaciones privadas. Y, en teoría, era lo que hacía, pero la realidad era engañosa. Todo apuntaba a que las empresas no existían: no figuraban registradas en ningún directorio de Internet ni había transferencia de fondos a su favor. El dinero se movía en un círculo cerrado de cuentas de las empresas de David y Russ. No comprendía del todo la maraña de sociedades y la relación entre ellas, pero conocía lo suficiente el mundo financiero como para comprender que se trataba de una red montada con fines fraudulentos. El hecho de que hubiera dos empresas con el mismo nombre, pero registradas en diferentes sitios, lo hacía todo aún más enrevesado.

Mi decepción se mezcló con indignación. En mis manos sostenía la prueba que demostraba que Russ había sido cómplice. Era imposible que no hubiera sabido lo que estaba ocurriendo si figuraba en casi todas partes como socio de David y tenía toda esa documentación en su maletín. Durante nuestro encuentro en el locutorio de la cárcel, Russ había fingido desconocimiento de la situación, quizá porque nos escuchaban, quizá porque temía que le diera la espalda. Por otro lado, entendía que, al darme acceso a su maletín, de una forma tardía y egoísta, me estaba revelando toda la verdad sobre su trabajo. Angustiada, contemplé el cielo intentando suavizar mi desagrado y no pude evitar pensar otra vez que si él no hubiera caído preso tal vez nunca me habría enterado de todo eso.

Giré mi silla de nuevo hacia el escritorio. Me faltaba información, estaba desesperada por saber más de las empresas y si había quejas de clientes, ya fueran de España o de otro país. Pero, por ahora, no tenía manera de averiguarlo. Mis ojos se detuvieron en la hoja que había encontrado en el dorso de la foto de Roma. No había logrado entender a qué correspondían los números allí escritos. Parecía ser un número de cuenta bancaria, pero no conseguí ninguna información, ni en los documentos ni por Internet. Había leído y releído los dígitos hasta que los memoricé casi involuntariamente. Tampoco había logrado identificar las direcciones IP que habían sido escritas a mano en una hoja junto con lo que parecían ser las claves de acceso. Busqué un par de ellas en la web pero salieron páginas en blanco.

Al final decidí apartar esos dos temas por el momento y me forcé a concentrarme en lo urgente: transferir dinero al BBVA para cubrir el descubierto, los gastos corrientes de Russ y pagar a Anton. Volví a entrar en las cuentas personales que Russ tenía en Chipre y en la del BBVA. En la primera figuraban abonos mensuales de Nonejedy S. L. que ascendían a doce mil euros cada uno. Gran parte de las transferencias salientes eran de pequeñas cantidades —en comparación— e iban dirigidas a la cuenta española, excepto dos transferencias de treinta mil euros cada una realizadas a mi favor: las aportaciones del préstamo para el restaurante. Suspiré. Había sido un enorme error por mi parte dejarme convencer de aceptar su dinero y, en general, dejarme convencer de abrir el restaurante. A esas alturas dudaba de las buenas intenciones de Russ.

Comencé a estudiar la web del banco chipriota para realizar las transferencias. Sin embargo, me detuve y contuve la respiración: si Russ estaba siendo investigado, ¿lo estarían también esas cuentas? Si operaba con los fondos desde mi IP, ¿me convertía en su cómplice? ¿Podrían congelar los fondos de la cuenta de Chipre? El dinero sin duda era robado.

Ansiaba hablar con alguien que supiera de esos temas. Pero ¿con quién? ¿Quién, de la gente que yo conocía, sabía de cuentas en paraísos fiscales y de control policial? Gemí frustrada. Enrique seguramente me podía ayudar, pero antes tendría que contarle la verdad y no estaba preparada para hacerlo todavía. Tampoco podía esperar, Medino no iba a ocuparse del caso de Russ si no le pagaba. Decidí revisar la manera como Russ había autorizado transferencias en el pasado. Para mi sorpresa, no figuraba ninguna hecha por Internet. Volví a buscar en el contenido del maletín y un fax, que antes había pasado inadvertido, me llamó ahora la atención. Estaba dirigido al banco de Chipre.

—¿Realizabas las transferencias por fax? —murmuré sorprendida.

En teoría ese fax podía haber sido enviado desde cualquier parte. La cantidad que tenía que transferir iba a parar a otra cuenta suya y a la cuenta de su abogado. Podían suceder dos cosas: que la transacción se realizara sin ningún impedimento o que la cuenta estuviera intervenida y la transacción no se realizara. El banco solo intentaría ponerse en contacto con Russ si había problemas. En tal caso, daba igual, ya que no se iba a poder disponer del dinero de ninguna forma.

«Tienes que hacerlo, Ana», pensé.

Copié el contenido y puse la secuencia de números siguiente a la última tachada de la pequeña lista. Luego firmé el fax imitando su firma. No tuve ningún problema; la firma más difícil del mundo era la de Thomas y había aprendido a hacerla con los ojos cerrados durante los cientos de veces que tuve que firmar por él, ya fuera el pago de las nóminas o la prolongación de las líneas de crédito de la empresa. Pensé que el sistema del banco de Chipre sería demasiado simple y se prestaba a abusos. Cualquiera que tuviera la lista de códigos y pudiera falsificar una firma, conseguiría disponer de los fondos.

Guardé el fax en mi cuaderno. Estaba por dirigirme a la oficina de Correos para enviarlo, cuando sonó mi móvil. Llamaba el padre de Russ para confirmar que su hija podía venir a Barcelona al día siguiente y regresarse el domingo.

Colgué pensativa. Se lo tenía que contar a mis padres. Iba a ser muy doloroso, pero lo tenía que hacer pronto. Esperaba que se mostraran comprensivos, porque necesitaba su apoyo moral. Miré a mi alrededor y mis ojos se detuvieron sobre el portátil y el maletín marrón de Russ. Ambos contenían documentación muy comprometedora. Entonces, decidí posponer la visita a Correos un rato.

Las siguientes dos horas estuve ocupada guardando la información. Escaneé todos los documentos y la firma que había falsificado. Los subí, junto con los documentos electrónicos personales y los relacionados con Russ, a un servidor en Internet donde se alquilaba espacio para almacenar archivos. Luego los borré de mi disco duro. El único que sabía de la existencia del servidor era Kiko, pues él me lo había recomendado, pero desconocía la clave de acceso. En teoría la podía llegar descifrar, era un hacker, pero tenía ética y no se metía en los asuntos personales de la gente. Yo podía acceder al servidor desde cualquier punto mientras dispusiera de banda ancha. Destruí los papeles en la trituradora, excepto las fotos de Roma y de Las Maldivas, que metí en el cajón de mi escritorio junto con el maletín vacío.

Luego reflexioné un instante. Me preocupaba el hecho de que Russ fuera el administrador único de General Securities S.L. No sabía si en España habría alguna demanda contra él. Además, me preocupaba la actitud de Jay; la oficina vaciada en Vía Augusta me hacía sospechar que se traía algo entre manos. Cogí el teléfono.

—Buenos días, Ana —contestó mi contable, Jordi—. ¿En qué puedo servirte?

—Necesito un favor para un amigo —dije en seguida.

—Dime.

—Quiere renunciar al puesto de administrador único de su empresa.

—Vale, dile que traiga las escrituras, la copia de su DNI… Mira, tengo un hueco mañana. ¿Cómo lo ves? ¿Es muy pronto?

—No, Jordi, él no podrá ir a verte —interrumpí, ansiosa—. Está fuera del país. Yo te enviaré la documentación que necesitas por e-mail o por correo postal.

—Ana, este amigo tuyo tiene que firmar la solicitud —dijo vacilante.

—Vale, envíamela y se la hago firmar.

Él se quedó en silencio.

—Jordi… —dije al final con voz cansada—. Por favor, haz lo que puedas. Sólo puedo decirte que te debo una.

—Mándame lo que tengas —contestó—, y ya te recordaré que me debes una.

Sonreí mientras enviaba el correo electrónico. Jordi era especial. Cogí mi bandolera y salí de la oficina.

Abuso de confianza. La otra verdad
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