De madrugada, Russ volvió a ser el mismo de siempre. Sentí sus caricias por la espalda y el cuello. Lentamente recobré los sentidos y la piel se me erizó. Me giré hacia él y me encontré con una mirada ardiente de deseo.
—Te he echado de menos —susurró.
No contesté, no me dio tiempo.
Esa madrugada, la duda que había tenido de cómo sería hacer el amor con un Russ recién liberado después de nueve meses de cárcel se me aclaró. Era como si el mundo se fuera a acabar y, con él, el placer. Fue incesante, infatigable y explosivo. A ratos tenía la sensación de que no iba a poder aguantarle el ritmo, hasta quería que se detuviera. Se me entrecortaba la respiración y tenía las pulsaciones disparadas, pero el deleite era enorme y yo seguía. Por primera vez en mi vida, me dejé llevar más allá que el límite del primer orgasmo y descubrí el mundo maravilloso del placer repetitivo. Quizá ese descubrimiento se debió a la necesidad de reponer lo«perdido» durante la ausencia de Russ, quizá a mi madurez sensual.