El debate
De nuevo en el despacho del abogado, me sentí hundida y miserable. Busqué algo de simpatía en su mirada, pero no hallé nada.
—Russ me autorizó a pagarle —dije forzándome en parecer serena—. Si me envía sus datos bancarios le haré la transferencia cuando regrese a Barcelona —dije, y le di una de mis tarjetas de visita.
—Le enviaré un e-mail —prometió—. Y no se preocupe, que la mantendré informada de lo que pase. Pero ya le adelanto que aquí las cosas avanzan lentamente.
—¿Qué quiere decir con lentamente?
—Pasarán meses antes de que su caso progrese.
—Por Dios… —murmuré.
Me deprimí aún más de lo que ya estaba.
—¿Cuándo piensa volver? —preguntó Medino.
—No lo sé todavía —le dije con tono distante.
Me observó pensativo durante un momento.
—Tengo que reunirme todavía con el fiscal para que me entregue el dossier completo del caso y luego con el juez —explicó—. Ya le digo que todavía estoy recopilando información y el caso es complicado —Arrugó la frente—. Haré lo posible por agilizar el tema.
—Sr. Medino…
—Llámeme Anton —dijo sonriendo con timidez.
—Anton, por favor, por un instante olvídate de que eres abogado y que para hacer una suposición necesitas datos e información. Dime sobre la base de lo que conoces qué ocurre en casos similares en Mónaco. Si Russ es declarado culpable, ¿a qué sentencia se podría enfrentar?
Me observó reflexivo y luego desvió la mirada. Intuí que no le agradaba mi pregunta. Al final me contestó con sequedad:
—Depende de muchas cosas. En el peor caso oscilaría entre tres y cinco años de cárcel.
Mi corazón se detuvo.
—Ese sería el peor de los casos —prosiguió él—. Yo creo que lo liberarán bajo fianza en algún momento. Pero no puedo decir más hasta que no tenga toda la información.
Durante unos instantes intenté recobrar el ritmo de la respiración. Anton interpretó mi silencio como si necesitara más datos.
—Ana, me permites llamarte Ana, ¿verdad? —Y esbozó una ligera sonrisa—. Todo este negocio se ha montado de manera bastante compleja.
Asentí con tristeza.
—El fiscal quiere llegar hasta el fondo —prosiguió—. No creo que se centre solo en esta empresa. Se sospecha que hay una red de empresas y cuentas bancarias controladas por David Bloom. Russell Edwards no conoce parte de las operaciones que David realizaba. Sus abogados pidieron separar la defensa alegando que había conflicto de intereses.
Intenté comprender lo escuchado. Luego miré los apuntes en mi cuaderno. Tenía miles de preguntas y me costaba concentrarme. Una fuerte duda comenzó a abrirse camino.
—Anton, entiendo que a Russ se le acusa de delito de apropiación indebida, porque se sospecha que su empresa ha llevado a cabo operaciones ilícitas. Sin embargo, no entiendo con qué fundamentos se le acusa si no hay denuncias de clientes.
Anton me lanzó una mirada rápida.
—Es el banco quien ha pedido la investigación.
«Eso ya lo sé», pensé molesta.
—¿Con qué fundamentos? —insistí.
—La cuenta tenía demasiada actividad de transferencias entrantes y salientes.
—¿Y esto qué tiene de malo o sospechoso? —pregunté sorprendida.
Anton suspiró.
—Las empresas registradas en Mónaco que abren cuentas aquí suelen mantener fondos en ellas y no utilizarlas como cuentas corrientes. La empresa de Bloom y Edwards mantenía…
—La empresa de ellos no está registrada en Mónaco —interrumpí—. Está registrada en España.
«O al menos eso es lo que yo sé», pensé abrumada.
Anton volvió a observarme como si algo le desagradara.
—Ana, estamos hablando en vano —dijo cortante—. No tengo toda la información del expediente. Si te parece, volvemos a reunirnos la próxima vez que nos visites y entonces dispondré de más detalles.
Comprendí que la reunión se había acabado y que Anton no me iba a dar más información. Me incorporé. Como si se arrepintiera de su brusca reacción, comentó mientras me acompañaba a la puerta:
—David Bloom está mucho peor parado que Russell Edwards. Su mujer ni siquiera lo puede venir a visitar.
—¿Por qué? —pregunté asombrada.
—Ella es la copropietaria, junto con él, de la empresa española a donde transferían los fondos desde la cuenta de Mónaco y, por lo tanto, su cómplice. Si viene, la podrían encarcelar.
Contuve la histeria que amenazaba con estallar dentro de mí y luché por reprimir un escalofrío delator. ¿Con qué mundo me estaba topando?
—Gracias por todo, Anton. Estaré en contacto.
—Bon voyage —dijo y estiró una mano flacucha.