Hacía un día magnífico. Por La Promenade de la Croisette paseaban muchos turistas y visitantes, que compraban o disfrutaban de la comida en los restaurantes a la orilla del mar. Russ me abrazó y nos mezclamos entre la multitud, en dirección hacia Le Suquet, el barrio más antiguo y pintoresco de Cannes. No intentó conversar, y yo tampoco. Estaba feliz y tranquila de tenerlo por fin a mi lado. Él contemplaba el mar y a veces su mirada se desviaba e inspeccionaba a la gente de nuestro alrededor, pero no se detenía por mucho tiempo y volvía a enfocarla en la distancia.
—Me siento inseguro como un paralítico al que le han quitado las muletas —confesó.
—Supongo que es porque vivías veintitrés horas al día entre paredes, sin la luz del sol ni vistas a ningún lado.
No respondió y me abrazó con más fuerza. Paseamos a lo largo del puerto. Hubo un momento en que lo guié por un callejón que ascendía hacia la Torre de la Castra y la iglesia. A Russ le gustaba la historia y pensé que los monumentos medievales tal vez lo distraerían. Caminamos por el laberinto de pequeñas calles empinadas y acogedoras de aire provenzal. Las viejas casas estaban pintadas en diferentes tonos de color tierra y las ventanas estaban decoradas con plantas florales. Había numerosos restaurantes pequeños, de donde llegaban olores apetitosos. El ambiente invitaba a hacer una pausa para saborear la comida local, pero no nos detuvimos.
En la cumbre, desde el jardín del castillo, se extendía la vista panorámica de la bahía de Cannes. Nos quedamos mirándola un buen rato, absortos. Me senté en el regazo de Russ y me apoyé en su pecho. No me podía imaginar un mejor lugar para disfrutar de aquel momento.