Cuando llegué a casa, un par de horas más tarde, todavía no sabía cómo abordar el tema con Russ. Al entrar, no lo encontré, pero su móvil y su cartera estaban en la mesita de la entrada. Bajé al sótano. Oí los golpes de los guantes de boxeo. Me acerqué al trastero. Russ estaba golpeando el saco con todas sus fuerzas. Vi su ancho revés y sus brazos, fuertes. Sin interrumpirlo, me giré sobre los talones y me alejé.

Subió al cabo de media hora.

—Hola, amor —exclamó al entrar.

—Hola —dije sonriendo.

Llevaba la camiseta de deporte empapada de sudor.

—Me voy a duchar rápido —añadió y desapareció.

Volví a retomar la lectura de mi libro: Una breve historia de casi todo, de Bill Bryson. Normalmente lo encontraba interesante y entretenido, pero en ese momento no alcanzaba leer más de un par de líneas. Ansiosa, anticipaba la conversación con Russ. Cinco minutos después volvió al salón. Llevaba puestos solo los bóxers. Sonrió.

—¡Qué calor! —exclamó.

Se desplomó en el sillón de enfrente y miró la carátula de mi libro.

—¿Qué lees?

—Un libro sobre el origen del universo.

—¿Te gusta? —preguntó.

—Sí, es diferente —dije y lo cerré—. ¿Qué tal el día? —pregunté fingiendo estar tranquila.

Me miró pensativo. Parecía tener los pensamientos divididos.

—Por un lado bien, porque he cerrado dos ventas, pero por el otro, mal, porque me he encontrado con David.

El peso enorme que me oprimía el pecho se desvaneció. Temí que fuera a ocultármelo y eso habría supuesto un desastre, porque las dudas que tenía sobre él me habrían invadido de nuevo.

—¿Dónde? —pregunté.

Tragué saliva y forcé una voz tranquila.

—En el World Trade Center —dijo con gesto indiferente.

—¿Y qué ha pasado?

—Que quiere que trabajemos juntos.

—¿Por qué? Ya habéis tenido una mala experiencia. ¿Por qué vuelve a buscarte?

Me miró con expresión melancólica.

—Porque soy buen vendedor, porque ya nos conocemos y porque David confía en mí como en nadie.

A esas alturas, detestaba a David. María había subido al quinto piso, donde había un centro de negocios. Había entrado y pedido información y había recorrido rápidamente las instalaciones. Vio a David en una de las oficinas junto con otros seis o siete hombres. Todos ellos estaban detrás de una serie de ordenadores, llevaban audífonos y hablaban por teléfono. No tuve ni la más mínima duda de que David había retomado su ocupación previa a lo de Mónaco. Me había temido que iba a hacer justo lo que había hecho: acercarse a Russ e intentar arrastrarlo de nuevo a algún negocio ilícito.

—Ana —dijo Russ, que me miraba con atención—. ¿Estás bien? Estás pálida.

Parpadeé para despejarme.

—No me gusta nada que David te busque —le dije con franqueza.

—No dudes de mí, amor —dijo Russ, que parecía haberse dado cuenta de mis pensamientos.

—¿A qué se dedica ahora? —pregunté con recelo.

—A lo mismo, supongo.

Se encogió de hombros.

—¿No te lo ha dicho?

—Cariño, ya vale con el interrogatorio. Te he dicho que no dudaras de mí. Estoy libre bajo fianza, sería de tontos meterse en el mismo negocio.

—Y entonces, ¿por qué lo hace? Él también está libre bajo fianza.

—Porque cree que tiene que demostrarle al mundo que puede con todo. Es un problema suyo, no tiene nada que ver conmigo.

Las palabras de Marc retumbaron de nuevo en mi cabeza: «Si te quedas a su lado, siempre tendrás que estar atenta a lo que hace y cuidarle la espalda, porque tendrá la tendencia a descarrilarse. Has de pensar si quieres desempeñar ese rol.»

¿Tenía que estar pendiente de cada paso que daba Russ? ¿Tenía que seguirlo? ¿Husmear entre sus cosas? ¿Espiar? Anteriormente había llegado a pensar que sí, que podría hacerlo, pero ahora me daba cuenta de que era imposible.

«No, no podría. No puedo amar a alguien sin confiar en él», me dije.

—Ven —dijo con dulzura y estiró el brazo.

Me incorporé y me senté en su regazo. Varias cosas lo hacían sexy: el pelo canoso, sus hermosos ojos, la mirada azulosa que me calaba hondo, su sonrisa seductora, su espontaneidad… De repente, me invadió la desesperación absoluta, la angustia inmensa de pensar que algo o alguien pudieran separarlo de mí.

—Te quiero, mi amor, y no voy a hacer nada que te haga irte de mi lado —susurró mientras me besaba el hombro—. No quiero vivir sin ti. Olvida a David. Él y Mónaco pertenecen al pasado.

Entonces, comprendí cómo trataba los malos recuerdos de su vida: los tachaba de su mente, no miraba hacia atrás, intentaba enterrarlos. Jamás pensaba en retrospectiva. Sin embargo, descuidaba que no todos éramos como él.