Dos horas más tarde estábamos sentados en la terraza de uno de los mejores restaurantes ubicados en la Costa Brava: el Miramar. La pequeña cala de Calella de Palafrugell, desconocida por muchos turistas, era uno de aquellos lugares privilegiados frecuentado por los habitantes locales, quienes solían guardar el secreto de ese hermoso rincón de la costa catalana. El restaurante estaba ubicado en la rocosa cala, a unos pocos metros del agua. Las mesas de la terraza no se podían reservar, se daban por orden de llegada y siempre había cola. La gente solía llegar a las doce, cuando abrían, y aunque a esa hora todavía no servían comida, ocupaban las mesas y disfrutaban de lo que los catalanes llaman «hacer el vermut»: beber ese licor o una cerveza, y picar aceitunas, anchoas, patatas de churrería, boquerones o berberechos con salsa picante mientras esperan la hora de la comida. Russ no conocía el lugar y se quedó encantado con las vistas y el ambiente.
—Es un sitio fantástico —comentó cuando nos trajeron las cervezas y el pica-pica.
—Uno de mis favoritos —dije saboreando las patatas.
—¿Está igual de lleno durante la semana?
—En época de vacaciones sí. Durante el resto del año no tanto, porque la gente trabaja.
Se quedó absorto mirando el mar. Las pequeñas olas acariciaban rítmicamente la orilla. El agua tenía aspecto cristalino y se apreciaba el fondo, cubierto de piedras marinas.
—Hablando de trabajo —dije despacio—, ¿ya has pensado qué vas a hacer?
Siguió mirando el mar.
—Sí. Voy a meterme en el negocio inmobiliario —dijo.
—¿Ah, sí?
Desvió la mirada del mar y la enfocó en mí.
—Sí. Ya he hablado con Osmar.
—¿Con quién?
—Con Osmar, el que fue mi jefe mientras trabajaba en el centro de negocios.
Recordé a ese hombre asiático, delgado y bajo, de actitud arrogante.
—¿Volverás a trabajar para él? —pregunté extrañada.
—No, voy a trabajar con él. En la cárcel he tenido mucho tiempo libre. He pensado en nuevas oportunidades y he estudiado bastante información. Bueno, la información que nos permitían: periódicos franceses, alguno que otro inglés y el canal de tele de la CNBC. Si recuerdas, antes de entrar en la cárcel ya había pensado en el tema inmobiliario —Hizo una pausa para beber de su cerveza—. Era una opción que evaluaba para dejar el negocio con David. Se trata de invertir en terrenos vírgenes cerca de áreas en auge del Reino Unido, donde se espera un desarrollo potencial, porque habrá crecimiento urbano. Una vez comprado el terreno, se parcela, se pide el permiso para urbanizar y se vende a personas o a algún promotor inmobiliario.
—¿Cómo es que Osmar sabe del tema? ¿No tienes que tener un permiso para este tipo de inversiones? —pregunté desconfiada.
—Lleva estudiándolo desde hace dos años. Estoy esperando a que me envíe el material, un informe de cien páginas que ha escrito sobre el tema. Parece que ha hecho una evaluación de mercado a fondo y ha identificado dos áreas interesantes para invertir. En cuanto a la legislación, ha cambiado en el Reino Unido. El Land Registration Act de 2002 permite llevar a cabo este tipo de negocio a personas o empresas sin necesidad de estar registrados en la FSA.
—¿Hay competencia?
—Claro que la hay, pero también hay oportunidades —contestó con una sonrisa seductora mientras picaba berberechos.
—Russ, no te irás a meter en otro negocio ilegal, ¿verdad? —pregunté con temor.
«Se me partiría el alma», pensé.
Me miró con seriedad. Sus ojos adquirieron un tono grisáceo y se tornaron algo distantes.
—Ana, yo no me metí en un negocio ilegal. Yo entré en una empresa que pensaba que era normal.
—Al principio tal vez —lo contradije—, pero cuando supiste que no era normal, no te fuiste y, junto con David, abriste otras empresas fantasma y cuentas bancarias, contrataste a gente y vendiste humo. Russ, ya te dije que lo sé todo.
Calló y desvió la mirada un rato mientras yo lo observaba. Piqué otra patata.
—Y me arrepiento de haberlo hecho —masculló entre dientes, con resentimiento—, pero sobre todo me arrepiento de no haber hecho las cosas de una manera más astuta y de no haberme asegurado de tener los mejores abogados.
Dejé caer el tenedor. El ruido alarmó a Russ, que me miró. Había una testarudez cruel en sus ojos.
—¿Cómo? —pregunté sin dar crédito a lo que había oído.
—Ana, por favor, deja ya de ser tan ingenua. Todo el mundo rompe la ley. De una forma u otra, en menor o mayor grado.
Me dejó boquiabierta.
—Dime una cosa, ¿siempre has hecho la declaración de tus impuestos correctamente? ¿Nunca has ocultado ningún gasto? —preguntó irritado.
Se apoyó en la mesa y acercó su cara a la mía. Los ojos le chispeaban.
—Estoy seguro de que lo has hecho y es aceptable, todo el mundo lo hace. ¿Y alguna vez has invertido tus ahorros en algún fondo variable que te ha recomendado el banco? ¿Has visto ganancias? Estoy seguro de que no y si has obtenido algo, ha sido un margen miserable. Mientras tanto, los bancos o las casas de cambio especularon con tu dinero, ganaron comisiones extravagantes y te enviaron un estado financiero tan complejo que ni lo comprendiste. Esto también es aceptable —Alzó la mano, frustrado, y me miró con tesón—. ¿Has intentando alguna vez sacar la totalidad de tu dinero invertido? Tu gerente de cuenta haría todo lo posible para persuadirte de que no lo hicieras y si no lo lograra, el banco tardaría por lo menos un par de semanas en liberar tu dinero y, cuando por fin lo tuvieras abonado en tu cuenta, verías retenida una comisión por penalización porque habrías retirado el dinero por anticipado. Esto también es aceptable —Bajó la voz—. Y a nadie, o a muy pocos, se les ocurre llevar a un banco a juicio y, cuando lo hacen, tienen todas las de perder, porque probablemente no se hayan leído alguna letra pequeña al dorso de algún contrato que han firmado.
Russ estaba agitado y aunque hablaba en voz baja y reprimía su cólera, el efecto de sus palabras me asustó.
—Ana, todos estos bancos, casas de inversión, brokers, gente con dinero que evita pagar impuestos, tienen un ejército de abogados a los que les pagan para que les tengan bien informados y busquen las brechas en las legislaciones para ganar o ahorrar dinero. Les ayudan a montar redes de empresas interrelacionadas, algunas en paraísos fiscales, otras en países importantes, de tal manera que sea una telaraña compleja y difícil de rastrear por las autoridades de un país. Lo que yo hice está mal, pero solo porque a los clientes no se les dio nada por su dinero. Si hubiéramos estado mejor asesorados y si hubiéramos sido más astutos y les hubiéramos entregado acciones de valor casi nulo, pero existentes, no nos habrían detenido, porque habríamos estado dentro de los límites de lo legal. Es una línea muy fina y es paradójico, pero funciona así.
Lo escuché sin interrumpirle, intentando seguir sus palabras. Estaba sorprendida. Me había esperado un cambio en él, pero no ese.
—Entonces, ¿qué va a pasar ahora? —pregunté amargada.
Russ me observó con la mirada llena de contradicciones.
—Ana, yo he cometido el error de dar las cosas por sentado y de no prestar atención a los detalles, y repito, de no tener un buen abogado desde el principio, desde el momento en que empecé a trabajar con David.
Su voz transmitía frustración. Se apoyó en el respaldo de la silla y volvió a divisar el mar.
—Durante los nueve meses que estuve en Mónaco, mi abogado me visitó seis veces. En parte, no se interesaba por mí, pero la razón de fondo era que mi caso era patético y él poco podía hacer con la legislación monegasca, cuyo código penal está sujeto a la interpretación subjetiva del fiscal de turno —Russ volvió a apoyar los brazos en la mesa—. Casi cada mes tenía entrevistas con el juez. Lo único que les interesaba saber era si teníamos otras cuentas y dónde estaban, para poder acceder a ellas y congelarlas. Ana, recuerda mis palabras, de todo el dinero que se confiscó en Mónaco, el de la cuenta, el de los dos coches, el mío, el de David, el de las fianzas que por cierto dijeron que devolverían si no había más quejas, ni yo ni David ni los clientes jamás veremos un duro. Mónaco lo embargará y lo retendrá todo. A ellos no les preocupan los clientes, porque no hay ni uno solo monegasco. Nuestra empresa tampoco es de Mónaco, ni somos residentes allí. No se ha cometido ningún crimen en Mónaco. Y yo me pregunto, ¿es esto legal? Más bien me parece prosaico.
—No acabo de entender qué te irrita más, ¿que alguien más poderoso que tú se quede con el dinero o que los clientes no vayan a recibir ni un duro? —dije desconcertada.
La actitud de Russ me estaba preocupando. Russ apretó los puños, su cara se enrojeció.
—Ana, me encantaría despreocuparme de las dos cosas, sobre todo porque no puedo hacer nada. Está completamente fuera de mi control. Lo que estoy intentando decirte es que no me juzgues, porque no soy el único que ha sobrepasado los límites legales.
—Russ, siento mucho que haya tanta injustica en el mundo —exclamé exasperada—, pero a mí lo que me importa es que esta injusticia o lo que tú llamas«sobrepasar los límites», no la cometas tú. Quiero estar con una persona en quien pueda confiar y no tener que preocuparme cada vez que no contestes el móvil porque pueda ser que te hayan arrestado.
Russ me observó con recelo.
—Quiero compartir mi vida contigo, Russ, y quiero ser feliz —dije con sinceridad—. No necesito ser rica, ni espero que tú lo seas. Quiero estar con una persona normal y vivir una vida normal.
—¿Qué significa normal, Ana? —preguntó.
Su sarcasmo no tenía límites. Alcé los brazos con desesperación.
—No lo sé, Russ. Alguien como yo. Alguien que tiene un trabajo normal y no está empeñado en ganar fortunas.
Me miró dubitativo, desvió la mirada hacia el mar y luego la volvió a clavar en mí.
—Te aburrirías en menos de un mes —dijo con ironía—. Ya estuviste con alguien normal, Thomas.
Sentí que la sangre me bullía.
—Thomas me ignoraba y estaba obsesionado con el deporte y el trabajo. Tú lo sabes mejor que nadie.
—Ana, despierta, esto es ser normal —exclamó Russ, que se inclinó más sobre la mesa y me miró de cerca—. Alguien que trabaja duro para ganarse la vida, que tiene una afición, que contrata una hipoteca porque no se puede permitir pagar el inmueble que quiere, que compra el coche a crédito y que deja de disfrutar la vida y se olvida del romanticismo porque está muy ocupado trabajando para pagarlo todo. Yo no quiero ser ese alguien, Ana.
—Y yo no quiero pasarme la vida temiendo que te vayan a encarcelar de nuevo y esperar a que te liberen —dije categóricamente.
—No va a suceder. Tendré mejores abogados —dijo testarudo.
Mi interior explotó de la rabia. Empujé la silla y me levanté, captando la atención de las personas sentadas en las mesas de alrededor. Furiosa, salí casi corriendo del restaurante. Caminé lo más rápido que pude hacia el final de la cala, donde comenzaba el camino de la ronda. Subí los escalones de dos en dos y seguí caminando sin detenerme. Russ me alcanzó a los dos minutos y me cogió del brazo. Me liberé con brusquedad.
—Ana, espera —exclamó.
Me volví hacia él. La piel de la cara me ardía a causa de la indignación.
—¡Cuando me separé de mi marido me prometiste felicidad y amor, pero no me dijiste la verdad: a qué te dedicabas! —grité fuera de mis casillas—. He estado esperándote nueve meses mientras te pudrías en la cárcel. Le he estado diciendo a todo el mundo que me ha insinuado o dicho directamente que no valías la pena, que solo habías cometido un error y que ibas a cambiar. He intentando mantener a flote un negocio a cambio de insomnio, agotamiento y humillación, porque había invertido lo que creía que era tu dinero y te lo quería devolver. He estado esperando el día en que te tuviera de vuelta como un pecador espera su absolución. Y todo porque quería darte una segunda oportunidad. ¡Y ahora vienes y me dices que te arrepientes de no haberte informado mejor y que la próxima vez te asegurarás de que no te pillen! Me haces sentir como una completa gilipollas por haber pensado que podías cambiar.
Mi voz temblaba. No podía imaginarme mayor decepción.
—Ana, mi amor —me suplicó Russ cogiéndome de ambos brazos—. No, no, por favor, no pienses así. Por favor, entiéndeme.
Intenté soltarme, pero él me agarró con más fuerza.
—Ana, no te voy a soltar —exclamó y me miró con perseverancia—. He estado nueve meses sin ti y no quiero perderte. Te adoro… Por favor, escúchame, no he terminado.
Russ calló un instante, como si hiciera frente a sus pensamientos. Me seguía agarrando con fuerza.
—Lo que te dije es cierto. Es más, en la cárcel vi que personas con crímenes más graves que el mío entraban y salían, porque tenían contactos o dinero, mucho dinero para pagar a los mejores abogados. He tenido mala suerte en todo, en decidir trabajar con David, en no irme cuando comencé a sospechar de él, en no decirte la verdad, en ser detenido. Pero la mala suerte me la he buscado yo solito y todo por no haberme informado mejor. Ana, entiende una cosa, mi decepción por lo ocurrido es tan grande que solo puedo afrontarlo con sarcasmo. Mónaco realmente no tiene ninguna prueba contra mí, nada. No hay ni una queja de los clientes, ¿entiendes? Las generaron ellos, pero no nos llevaron a juicio —Hablaba a toda prisa, casi sin respirar—. Confiscarán el dinero y los clientes no verán un duro. Esto me está comiendo por dentro. La moraleja es muy simple: si eres astuto, sobrevives, si no, te pudres.
El rencor con el que hablaba me volvió a impactar. Estaba muy tocado por todo lo sucedido, más de lo que me había imaginado. De una forma absurda, sus palabras tenían sentido, pero yo no opinaba como él; yo recordaba muy bien todo lo que me había dicho Marc sobre su negocio.
—Russ, yo he tenido que romper mis esquemas para estar a tu lado y ha sido una lucha muy dura, pero aquí estoy, ansiando compartir mi vida contigo. Si tú te sientes de la misma manera, por favor, acepta que has cometido un error y que no volverás a hacerlo y prométeme que te vas a alejar de todo ese mundillo fraudulento en el cual te habías metido.
Su mirada se llenó de nuevo de contradicciones, vi odio y amor, resentimiento y esperanza, cólera y serenidad. Su interior estaba dividido de manera tan insondable, que me conmoví. En aquel momento sospeché si él era capaz de superar esa experiencia; el aborrecimiento era demasiado profundo. Había visto demasiado, lo habían decepcionado y era ambicioso. Russ suspiró frustrado y me abrazó con tanta fuerza, que tuve que detener la respiración. Tenía los músculos de hierro. Su corazón palpitaba con poderío y respiraba aceleradamente.
—Russ —dije casi sin aire—. No puedo respirar.
Me apartó de su pecho y me miró.
—Ana, reconozco que fui demasiado intrépido al participar en el negocio de David y que hice cosas que no debí hacer, por mucha prisa que tuviera por superarme. Te prometo que no me meteré en nada ilegal y que me alejaré de David, pero tampoco esperes que sea un empresario corriente y que me conforme con llegar a final de mes y tener una hipoteca. No podría. Soy ambicioso y quiero ganar dinero en la vida.
En fracciones de segundos, los consejos de mis amigos emergieron en mi memoria. El de Helen: «Yo habría hablado con él un poco todos los días, sin acosarlo, lo habría animado a abrirse, habría comentado alternativas, yo misma las habría buscado y se las habría sugerido, le habría asegurado que no lo dejaría si perdía dinero. No me habría guardado las dudas por dentro… porque lo amaría y porque lo querría ayudar». El de Marc: «Si te quedas a su lado, siempre tendrás que estar atenta a lo que hace y cuidarle la espalda, porque tendrá la tendencia a descarrilarse. Has de pensar si quieres desempeñar ese rol».
Y comprendí que Russ era diferente y que yo iba a seguir a su lado intentando cuidarlo. No sabía si lograría salvarle de su propia trampa, no creía que pudiera controlar a un adulto a diario, seguir cada uno de sus pasos, pero lo intentaría, porque lo quería. Tendría que replantearme mis principios, mi manera de pensar, comprometerme… porque lo amaba con locura. Quizá me dejaba guiar demasiado por mis sentimientos y tal vez Russ sí que llegaría a ser mi perdición, pero en aquel momento le di más valor a mi corazón que a mi raciocinio. No pude remediar las posibles consecuencias de mi enamoramiento. Asentí de forma reservada. Quería confiar en él desesperadamente.
Sin decir más, Russ me cogió de la mano y seguimos caminando por la ronda mientras contemplábamos el mar. Las vistas eran hermosas, resaltaban las barcas y las pequeñas lanchas ancladas en la proximidad de la costa. El paseo hasta la siguiente cala transcurrió en una complicidad silenciosa.