Fui a Londres para visitar a Helen, que no tenía novio en ese momento, por lo que fui víctima de su inagotable energía. Me sacó de marcha todas las noches, forzándome a beber gin-tonic antes de las seis de la tarde y a bailar salsa hasta la madrugada. Me divertí mucho con su humor sarcástico.
Pasé cuatro días en Madrid con Erika y su marido Pablo, quienes se habían comprado un chalet a las afueras de la capital y estaban planeando tener hijos. Vi a Erika feliz con su enorme casa —con demasiadas habitaciones que limpiar y calentar durante el frío invierno madrileño—, con su hogareño marido, a quien no le gustaba viajar por placer ni salir de noche, y con la ilusión de tener gemelos. No tuve el coraje de decirle que todo me parecía demasiado forzado, súbito y agobiante, que tenía que dedicarse más tiempo, por ejemplo, para estudiar, trabajar o hacer un curso de pintura, que le encantaba. Así pues, me callé y, antes de irme, la abracé y le deseé lo mejor.
En Barcelona a menudo quedaba con Svetlana e íbamos de copas después del trabajo. Se había mudado al Borne con varias amigas. Compartían un piso bohemio de arquitectura neoclásica, de techos altos y con frescos, suelos de mosaico y ventanales enormes. No tenían calefacción y solo había un baño para seis chicas, pero Svetlana vivía feliz sin prestar demasiada atención a las limitaciones del piso.
Russ comenzó a trabajar con Osmar. Registraron su nueva empresa en el Reino Unido y entre los dos compraron un enorme terreno al sureste de Londres, en la parte norte del condado de Kent. Sometieron el proyecto de parcelación al ayuntamiento local y, todavía en trámites, comenzaron a vender las parcelas individuales. El proyecto fue un éxito en cuestión de menos de dos meses. Russ poco a poco comenzaba a perder el resentimiento en los ojos. Al principio, desconfiada, intenté seguir cada uno de sus pasos, pero después del éxito de la operación y de convencerme de que era ridículo controlar a un adulto, porque si él quería, me podía engañar de todos modos, bajé la guardia. Al principio, él trabajaba desde casa, pero muy pronto el lugar se convirtió en un caos por la cantidad de papeles, archivos, libros y manuales que tenía. Comenzó a buscar una oficina. No obstante, al ser director de una empresa extranjera y desconocida en España, le era prácticamente imposible alquilar algo que no tuviera un precio desorbitado o bien le exigían el pago del alquiler de medio año por adelantado. Tampoco quería irse a un centro de negocios, pues muchos ya tenían mala fama por haber alquilado las instalaciones a los chiringuitos financieros. Así las cosas, alquilé un despacho no muy lejos de mi oficina a nombre de mi empresa y Russ se mudó allí para trabajar.
Me sorprendió la rapidez con la que retomó su vida normal. Sabía que era un hombre muy seguro de sí mismo y que tenía una capacidad asombrosa de ver la vida desde un punto de vista positivo, pero pensaba que le iba a costar más acostumbrarse a la cotidianidad de nuevo, al fin y al cabo habían sido nueve meses tras las rejas. Había pensado que le afectaría a nivel psicológico. Yo misma a veces me despertaba por las pesadillas del pasado, pero Russ no. Nada le quitaba el sueño.
Disfrutábamos de la vida de pleno, a veces salíamos a cenar, de copas, al cine. A veces quedábamos con Jan y Magda o con María y Nav, paseábamos por la ciudad sin rumbo, conversando. Los fines de semana salíamos con frecuencia, íbamos a la playa, a las montañas, hacíamos una escapada por España, Francia, Italia… Lo adoraba tanto, que a veces temía que algo sucediese e interrumpiera la felicidad que compartíamos. Pero todo marchaba bien.
Todo, excepto una cosa que me alteraba un poco: la frecuencia con la que Russ mencionaba que le gustaría tener hijos. No lo hacía muy a menudo, pero tampoco lo dejaba pasar. Por lo menos una vez a la semana, con uno u otro pretexto, sacaba el tema. Al principio, mi respuesta era siempre la misma, rápida y tajante: no, no quiero. Pero poco a poco comencé a reflexionar. En algunas ocasiones, me sorprendí a mí misma observando la vitrina de alguna tienda de ropa de niños u ojeando revistas de bebés en el quiosco. Le seguía teniendo aprensión a la idea, pero los sentimientos de cariño y ternura que las fotos de bebés comenzaban a despertar en mí, me llenaban y, a menudo, me descubría sonriendo. No obstante, mi miedo prevalecía, aunque no tenía muy claro a qué le temía exactamente.