La Costa Azul se veía maravillosa desde el aire. A pesar de mis temores estiré el cuello para observar el panorama. El tono zafiro del Mediterráneo en esa zona era único. Sobre las densas colinas de color verde que se extendían a lo largo de la costa, se distinguían los techos cerámicos de las lúcidas mansiones y las piscinas privadas parecían espejos celestes que centelleaban entre los árboles a los rayos del sol.

«Lástima que no vaya de vacaciones», pensé con tristeza.

En el aeropuerto de Niza me informé sobre la manera de llegar a Mónaco. Tenía dos opciones: coger un taxi, que costaba más caro que el pasaje aéreo, o coger un bus. Opté por el bus, porque a pesar de que el viaje iba a ser más lento, era asequible. Cuanto más me acercaba a Mónaco, más crecía mi ansiedad y nada lograba calmarme o distraerme; ni las vistas espectaculares sobre el pequeño Principado, ni la belleza del mar, ni la grandiosa arquitectura del Casino de Montecarlo, ni los extravagantes yates.

El chófer me indicó la parada que le había preguntado. Estaba situada en medio de un conjunto de edificios de oficinas. En el lado del mar ascendía una roca con una altura de unos doscientos metros. Alcé la vista y vi que en la cima se vislumbraba parte del palacio de los Grimaldi. Había un caminito que subía bordeando las rocas por donde iban turistas. Desvié la mirada de la agradable vista y me recordé que no estaba de vacaciones. Miré a mi alrededor intentando ubicarme. Tuve que caminar dos calles hasta encontrar la dirección que buscaba. El despacho del abogado estaba en un edificio de oficinas gris de lo más corriente. No había portero. Tomé el ascensor hasta el tercer piso. A pesar de la decoración, incolora e impersonal, todo estaba muy limpio. En la puerta ponía «Marquet-Pasquier Avocats» y no se mencionaba el nombre del señor Medino. Toqué la puerta y entré. Una secretaria joven me lanzó una mirada hostil.

Bonjour —dije sonriendo sutilmente.

Bonjour —contestó.

—Busco al Sr. Medino.

Cambié al inglés, insegura de mi francés.

—Siéntese y espere un momento —dijo ella en francés.

La secretaria se mostraba indiferente. Me senté y cogí una revista. Sin embargo, casi de inmediato, oí una puerta que se abría y alcé la mirada.

—¿Señorita Ana Stoichev? —preguntó un chico joven y extremadamente delgado.

Pensé que era el asistente del abogado. Dejé la revista y lo seguí hasta llegar a un diminuto despacho.

—Buenos días, soy Medino —se presentó al llegar a su escritorio.

Lo miré con perplejidad. Aparentaba tener unos veinticinco años como máximo. Tenía la tez marcada por el acné. Vestía como un aprendiz, con un traje azul del que las mangas de la chaqueta y el pantalón le quedaban cortos. El nudo de la corbata era muy pequeño y estaba demasiado apretado. Esperaba encontrarme a un abogado de edad avanzada, elegante y seguro, con experiencia, que me diera confianza y me dijera que todo estaba bajo control.

«¿Qué hace este chaval representando a Russ?», pensé preocupada.

Medino se dio cuenta de mi expresión y desvió la mirada. Empujó sin necesidad unas carpetas sobre su escritorio y se sentó. Me señaló la silla de enfrente. Me senté con lentitud, sin poder apartar los ojos de su cara.

—En primer lugar, quiero decirle que siento mucho las circunstancias por las que está pasando. Entiendo que va a ir a visitar al señor Edwards, ¿no? —comentó.

Asentí, todavía impresionada por su juventud.

—Para poder hacerlo tiene que obtener un permiso del juez. Le voy a dar la dirección del Palais de Justice.

Escribió deprisa en un papel y me lo acercó.

—Aquí la tiene. No está lejos de aquí. ¿Trae su pasaporte?

Asentí de nuevo.

—¿Tiene fotos?

Negué con la cabeza.

—No se preocupe. Al salir del edificio verá un centro comercial. Entre y diríjase al Carrefour. Allí, al lado de la fila de las cajas, hay una de máquina de fotos instantáneas. Vaya con las fotos y el pasaporte al Palais de Justice y explíquele al guardia que quiere un permiso para visitar a Russ Edwards. Tendrá que esperar. Se lo harán en el momento. Una vez tenga el permiso, tendrá que pedir una cita —dijo consultando su reloj—. Si lo hace pronto, le podrán dar hora para esta misma tarde. Si no, tendrá que esperar hasta mañana.

Lo miré incrédula. Se hizo un silencio.

—¿Por qué está Russ detenido? —pregunté.

Mi voz sonaba tensa. Era la primera frase que decía. Medino me observó sorprendido y luego reflexionó un instante.

—Se le acusa de abus de confiance —dijo categóricamente.

—Ya, eso me lo dijo por teléfono —contesté con un hilo de voz—. ¿Me podría explicar más? —insistí.

Medino me volvió a observar, esta vez con indolencia.

—Significa que ha obrado con abuso de confianza y llevado a cabo actividades financieras sospechosas en Mónaco —explicó, como si con ello se aclarara todo.

No comenté nada, solo lo miré sin entender lo sucedido. Él se movió incómodo en la silla y se inclinó sobre el escritorio apoyándose con los codos.

—Señorita Stoichev, creo que lo mejor es que visite primero al señor Edwards, ya que la está esperando, y comente con él los sucesos —se apresuró a decir—. Aparte, tiene que gestionar varios temas entre los cuales están mis honorarios. Ya hemos acordado cantidades, pero él le tiene que dar la autorización para pagarme. Así que, si le parece, nos veremos de nuevo esta tarde a las cinco.

Se levantó de la silla y me contempló con cierto aire de superioridad. Me incorporé despacio.

—Ahora, si me permite, la acompaño a la puerta. Si tiene cualquier duda, llame a mi secretaria.

Me estrechó una mano delgada y flácida. Luché por reprimir el desagrado que me invadió.

«La secretaria que no habla inglés…», pensé.

No tuve más remedio que irme, aún más angustiada.

Seguí sus indicaciones y encontré la máquina de fotos en el Carrefour. Me preguntaba por qué no me pudo haber avisado de que tenía que traer fotografías. Cuatro fotos costaban quince euros. En Barcelona habrían valido menos de la mitad. Me fotografié. Salí horriblemente pálida y ojerosa. Me daba igual. Luego pregunté a un policía cómo llegar al Palais de Justice. Él me evaluó unos instantes con mirada inescrutable y me indicó que el juzgado quedaba en la cima de la colina Rocher de Mónaco, la que había admirado antes, y me indicó cómo llegar.

El camino menos empinado estaba por el lado contrario a donde me encontraba, lo que suponía que tenía que rodear la roca. Todo parecía encontrarse cerca en Mónaco, pero variaba la altitud. Me mezclé con la masa de turistas, que caminaban despreocupados, sonrientes, se maravillaban con las vistas al puerto Hércules y tomaban fotos a los suntuosos yates. Se oían muchos idiomas extranjeros. Me sentí sola y desconsolada entre la jovial multitud. Una sensación de fobia, de no pertenecer a ese lugar, me invadió y me provocó un escalofrío, a pesar del calor que hacía.

Al lado de la catedral se encontraba el emblemático —aunque pequeño— Palais de Justice. Sin detenerme a apreciar la belleza de la arquitectura que las miles de cámaras de los turistas fotografiaban sin cesar, me dirigí a la entrada. Cuando estaba a punto de empujar la puerta, sonó mi móvil. Eran los padres de Russ, quienes acababan de aterrizar en Niza. Les sugerí que tomaran un taxi, ya que el bus iba a tardar mucho tiempo. Al padre de Russ le llevó dos o tres minutos entender lo que le decía y apuntarlo. Le tuve que explicar varias veces los pasos a seguir, pues él me contestaba que no conocía nada y que no sabía qué hacer.

Me deprimió tanto su actitud que me sentí aún más desolada. Me daba cuenta de que se iban a aferrar a mí como a un salvavidas. Era lo que menos necesitaba en ese momento. Más bien añoraba un hombro fuerte en el que apoyarme. Colgué y, en vez de entrar en el edificio, di media vuelta y bajé hasta lo que parecía ser un jardín botánico. A pesar de mi humor taciturno, no pude dejar de apreciar la singularidad del lugar. La combinación de colores y olores de las flores era atrayente. Me senté en un banco a esperar.

En media hora un taxi se detuvo frente a la catedral y una pareja algo mayor se bajó. Les reconocí por la foto que había visto en el piso de Russ. Su padre era una réplica mayor de él; ambos eran altos, corpulentos, tenían una mirada directa y el pelo canoso. Su madre era menuda, regordeta y simpática. En la foto del piso de Russ ambos sonreían radiantes y saludaban a la cámara, pero ahora no quedaba ni rastro de aquella felicidad. Se notaba que la madre de Russ había llorado mucho. Tenía los ojos enrojecidos y las comisuras de los labios hundidas. Su mirada parecía la de un cachorro asustado y sus manos apretaban con nerviosismo un pañuelo que seguramente estaba empapado por las lágrimas. El padre de Russ tenía una expresión preocupada, con la frente arrugada y la mirada tensa. Cuando me vieron, se acercaron deprisa y me abrazaron con fuerza y esperanza.

—Ana —dijo el padre con cariño—. ¡Qué gusto conocerte!

—Sí —dijo la madre cogiéndome de las manos—. ¡Cómo lamento las circunstancias! —logró decir antes de romper a llorar.

Su marido la abrazó y ella apoyó la cara sobre el pecho de él. Los observé algo sobrecogida.

—Yo también lo siento —dije y reprimí un suspiro de desamparo—. Señor Edwards, por casualidad, ¿traen fotografías?

—Llámame Colin, por favor —contestó con amabilidad mientras acariciaba el hombro de su mujer—. Y no, no sabíamos que teníamos que traer fotos.

—Yo tampoco. Me acabo de enterar —dije—. Vamos a entrar. Es por aquí —añadí mientras les señalaba el camino.

Ellos me siguieron cogidos de la mano. Al acercarnos, Colin se adelantó para empujar la puerta del juzgado y entramos. El guardia nos indicó que había otra máquina de fotos en el parking del Museo Oceanográfico. Mientras los padres de Russ iban a hacerse las fotografías, completé los formularios para la solicitud de los permisos de visitas.

Una funcionaria procesó los permisos con rapidez y nos dieron la cita para ver a Russ casi de inmediato. Entonces caí en cuenta de que no tenía ni idea de dónde se encontraba la cárcel o la maison d’arrêt, como la llamaban ellos. Preguntamos por la dirección y nos explicaron que estaba justo antes del Museo Oceanográfico. Recordé que la había pasado de largo al ir al juzgado y pensé que era una mansión privada de alguien importante, ya que parecía tener altas medidas de seguridad: puerta de barras de hierro y cámaras de vigilancia. Los padres de Russ y yo nos dirigimos en silencio hacia allá.

La vía que llevaba a la entrada de la maison d’arrêt era empinada. Al descenderla y encontrarnos frente a la enorme puerta, me di cuenta de que esta era mucho más alta de lo que me había parecido de lejos. Medía unos cinco o seis metros de altura y las barras eran tan gruesas que con una mano no hubiera logrado rodearlas. Dos enormes banderas monegascas colgaban en la entrada. Resultaba paradójico que ahí se emplazara la cárcel, dado que alrededor estaban las atracciones turísticas más importantes del país: el Museo Oceanográfico, la catedral y el Palacio Grimaldi.

Detrás de las rejas había un patio pequeño y, al fondo, un portal de hierro macizo. No se veía a nadie en el patio, así que toqué lo que parecía ser un timbre, que emitió un desagradable chirrido. Mientras esperaba a que sucediera algo, recorrí con la mirada el alrededor y divisé al menos seis cámaras de vigilancia. Me preguntaba cuántas personas nos estarían observando en ese preciso momento. Una voz masculina habló por el interfono e interrumpió mi contemplación. Expliqué que quería visitar a Russell Edwards. Pasaron unos segundos y, con lentitud y asombroso silencio para su magnitud, la reja se deslizó a un lado. Los tres entramos deprisa. La reja se volvió a cerrar discretamente a nuestras espaldas y, entonces, al fondo, se abrió una pequeña puerta del portal de hierro macizo. Al traspasarla estuve a punto de tropezar con el policía que nos aguardaba. Este, nos invitó a seguirlo con un gesto de cabeza.

Llegamos a otro patio, cubierto por una claraboya grande, y seguimos al policía hacia otra puerta que había al fondo. Acercó un carnet de control magnético al panel y la puerta se abrió despacio con un estruendo. Me preguntaba cuántas puertas más iba a atravesar antes de encontrarme con Russ. Un sentimiento de claustrofobia comenzaba a apoderarse de mí. Entramos en una sala con el techo bajo y un pequeño mostrador, detrás del cual había otro policía. El lugar se veía muy limpio y tenía un agradable olor a comida casera. Todo estaba pintado en un tono amarillo pálido. Para mi gran consuelo, el policía que nos atendió hablaba un poco de castellano. Era muy alto y pelirrojo, y sonreía con amabilidad. De inmediato nos informó de que Russ solo tenía derecho a que lo visitaran dos personas al día. Con el corazón en un puño les traduje a los padres de Russ la información. Su madre rompió a llorar, pero su padre conservó la calma e insistió en que yo fuera a verlo sola. Me dio un abrazo y los escoltaron hasta la salida. La madre de Russ seguía sollozando. Me sentí entristecida por ellos, por la angustia que debían sentir al no poder ver a su hijo hasta el día siguiente.

El policía revisó minuciosamente mi pasaporte y se sorprendió con mi historial de estampillas aeroportuarias. En varias ocasiones enarcó las cejas y me miró. Al final me devolvió el documento y me explicó las normas. Las visitas duraban cuarenta y cinco minutos y como máximo podía tener dos al día. Me estremecí; era poquísimo tiempo. Se me permitía llevar papel y lápiz. Le pregunté cómo se encontraba Russ y él se encogió de hombros.

—Normal —me dijo.

—El señor Edwards es asmático —me atreví a mencionar mientras él escribía algo en unos papeles.

—No hay problema, ya nos lo ha dicho y se le ha permitido traer su inhalador —comentó con una mirada impasible y añadió—: El señor Edwards tiene dinero de momento porque llevaba trescientos euros encima, pero para el futuro, si quiere enviarle más, lo puede hacer a través de Western Union a la trabajadora social Claire Rua. Este es su número de teléfono. Ella vela por el bienestar de los encarcelados. Puede contactarle para recibir más información.

«¿Para el futuro?», pensé horrorizada. «¿Esto va a durar?»

Sentí como se me cortaba la respiración.

—¿Se encuentra bien? —oí que me preguntaba el policía.

Asentí intentando recobrar el control.

—Sígame —ordenó y salió de detrás del mostrador.

Se dirigió a otra puerta de madera y la abrió con su carnet. Lo seguí por un pasillo largo cuyas paredes estaban cubiertas de baldosas blancas y brillantes hasta llegar a un área con cinco puertas numeradas. Abrió la primera.

—Adelante, si acaba antes de que transcurra su tiempo, apriete el botón appel y la vendré a buscar —dijo sonriendo.

Su amabilidad parecía casi irreal dadas las circunstancias. Le devolví una sonrisa forzada y entré.

De inmediato, me tuve que apoyar en el respaldo de la silla que había en el centro del diminuto locutorio para no caerme de la impresión. Russ estaba sentado, pálido y triste, y me miraba con sus hermosos ojos, en los cuales se entremezclaban la desesperación, el miedo y la indignación. Estaba vestido con lo que parecía ser el uniforme de la cárcel, un chándal azul oscuro. Se le veía muy limpio, hasta parecía recién bañado. Llevaba el pelo un poco despeinado, lo que en otras circunstancias habría encontrado sexy.

Sin embargo, no eran ni él ni su semblante la razón por la que yo perdía el equilibrio, sino la sólida pared que se alzaba entre nosotros, en medio de la cual había insertado un vidrio blindado de apenas el tamaño de una ventana pequeña, tal vez no más grande que una almohada de dormir. Sentí que se me debilitaban las rodillas y decidí sentarme. Con pavor, entendí que no íbamos a tener contacto físico, que no lo iba a tocar ni abrazar, no hundiría mi rostro en su pecho para llorar desconsoladamente hasta que me calmara. Lo miré a los ojos y noté que había comprendido mi expresión. Tomó el auricular y me señaló que hiciera lo mismo.

—Hola, mi vida. No te puedes imaginar lo feliz que estoy de verte.

Su voz sonaba hueca y lejana. Intentó sonreír.

Tragué saliva, angustiada. Mi garganta estaba reseca como la corteza de un árbol quemado por la sequía.

—Créeme que me hubiera gustado verte en otro sitio y en otras circunstancias —susurré.

Russ bajó la mirada y se llevó la mano a los ojos. De repente, la exasperante necesidad de entender lo ocurrido me alertó.

—Russ, por favor, explícame qué está pasando —le pedí con un hilo de voz.

Me indicó que callara y señaló con los ojos hacia el techo por encima de su cabeza. Me tuve que agachar un poco para seguirle la mirada. Arriba había una cámara diminuta. Él suspiró frustrado y a mí se me hundió el corazón.

—Amor —dijo—, sé que esta no es manera de que te enteraras de las cosas, pero te juro que no quería decirte nada por tu propio bien. No quería que supieras el mundo de porquería en donde me había metido y de donde intentaba salir. Este viaje iba a ser lo último que compartía con esa gente y luego iba a dejarlo todo y a comenzar de nuevo contigo a mi lado. Pero en esta vida se paga siempre…

Rompió a llorar. Lo observé unos instantes.

—Russ, tranquilízate. Estoy aquí y puedes confiar en mí —le dije.

Intentaba que mi voz sonara tranquila. Las lágrimas se asomaron en mis ojos también.

—Dime, ¿de qué se te está acusando? —le pregunté—. Me da igual si hay cámaras y grabadoras, ellos seguro que saben más que yo del tema. Háblame.

—Se me acusa de abus de confiance —dijo mientras se enjugaba las lágrimas.

—Pero ¿qué significa? —exclamé—. El abogado ya me lo ha dicho, pero no entiendo nada.

Suspiró de nuevo e intentó controlar la compostura, sin éxito. Tenía los hombros hundidos y una expresión de resignación y amargura.

—Significa que se nos acusa de llevar a cabo operaciones financieras sin tener la licencia para ello y…

—¿Y qué? —interrumpí desesperada.

—Insinúan que las empresas de las que vendíamos acciones en realidad no existían. —Acabó la frase con voz temerosa.

No pude decir nada durante lo que pareció una eternidad. Todo mi ser se negó a aceptar lo dicho. Por supuesto, había oído de los llamados chiringuitos financieros que existían por todo el mundo. Se dedicaban a estafar a pequeños inversores que desconocían el mundo de la bolsa, prometiéndoles retornos extravagantes de las acciones de empresas que no existían, o sobre las cuales ellos no tenían derecho de representación. El inversor jamás volvía a ver su dinero y no tenía a quién demandar porque las direcciones y los números telefónicos que se daban eran de centros de negocios y buzones de voz.

—Tú… ¿tú hacías esto? —susurré.

Estaba aterrorizada. Pude ver en los ojos de Russ como reconocía la decepción en los míos.

—Ana, déjame explicártelo. Yo no tenía la certeza de nada.

Hablaba despacio y en voz baja. Yo me daba cuenta de que escogía las palabras con cuidado.

—No sospeché que las empresas no existían por los informes que leía sobre ellas. Algunas me parecían mediocres y poco profesionales, pero mi trabajo era vender. Tenía que colocar las acciones entre inversores particulares. Para ello, David me daba los informes de cada caso. Estos informes venían en un formato estándar. Yo suponía que las empresas los rellenaban y se los hacían llegar a él. Jamás traté directamente con ninguna de ellas. Mi trabajo consistía en convencer al inversor, asegurarme de que hacía la transferencia de dinero, hacer el seguimiento por si había problemas y enviar un certificado de recepción del dinero. Todo el tema del comportamiento de las acciones lo gestionaban David y Sam, y la tesorería la llevaba Jay Goldman. Como sabes, Sam desapareció de la faz de la tierra hace meses. Entonces David siguió solo haciendo la gestión. En varias ocasiones, cuando estaba en el despacho, supe que había reclamaciones de inversores por la falta de información. Cuando se lo comenté a David, él dijo que se iba a ocupar de ello.

Russ hizo una pausa breve y yo sospeché que ocultaba parte de la verdad.

—Pero seguían llegando reclamaciones —continuó—. Un viernes en el pub lo hablé con él y le exigí una explicación. Me dijo que algunas de las empresas no estaban calificadas ni tenían la estructura requerida para realizar colocaciones privadas. Fue entonces cuando le dije que tenía que representar solo a empresas calificadas y dejarse de negocios raros. David me dijo que estaba loco y que me concentrara en vender. En ese momento, mis sospechas se intensificaron y decidí irme de la empresa. El error que cometí fue no irme de inmediato. Seguí esperando. No sé a qué. Tal vez a que David cambiara de opinión. Pero hace tres semanas ya tuve suficiente. Estas vacaciones iban a ser mi última actividad con David y los demás chicos de la empresa.

Russ calló y me estudió con la mirada.

—¿Cuándo sospechaste por primera vez de David?

No sé cómo conseguí pronunciar ahogadamente la pregunta. Él me observó con tristeza unos instantes.

—Más o menos en abril.

Cerré los ojos y evité el grito que estaba a punto de detonar mi garganta. Desde hacía cinco meses y él había seguido… Mi pensamiento se interrumpió por el temor de aceptarlo.

—No me fui —dijo adivinando mi pensamiento—, aunque debí haberlo hecho. Me quedé porque tenía la esperanza de que él cambiara de parecer y porque… —Volvió a enmudecer un instante—. Porque ganaba demasiado bien.

Esta vez no pude reprimir el grito y lo oí retronar entre las paredes. Me llevé la mano a la boca y la tapé con vehemencia.

—Ana, lo siento —dijo Russ sacudiendo la cabeza—. No tienes idea de cuánto lo siento. De cómo me desprecio a mí mismo por lo que he hecho.

Lo miraba pasmada mientras intentaba hacer funcionar el cerebro. No lo logré, no podía pensar, estaba atónita.

—No sabía que había problemas con la cuenta de Mónaco. Parece ser que el director del banco intentó contactar con David en varias ocasiones porque quería conocer la índole del negocio. Le extrañaba que la cuenta tuviera tanta actividad —prosiguió—. Él no respondió a las llamadas. Tampoco sabía que David había recibido una carta del fiscal general de Mónaco en donde se nos citaba para un interrogatorio. Me enteré el mismo día en que nos detuvieron. Lo único que yo sabía era que David quería cerrar la cuenta de Mónaco, porque nos salían muy caros los gastos de gestión y que necesitaba mi firma. Ambos teníamos firma. Había firmado sin pensar más y al cabo de un par de semanas David me dijo que la cuenta había sido congelada y que teníamos que contratar a un abogado para que resolviera el problema. Cuando le pregunté por qué había sido congelada, me dijo que era por un tema de aclaración de impuestos.

Russ dejó caer la cabeza y soltó el auricular. Yo seguía sorprendida, pero poco a poco comenzaba a recobrar la capacidad de pensar. La decepción me devastó. Las lágrimas me nublaron la visión y bajé la mirada. No sé cuánto tiempo pasó, pero en algún momento oí su voz de nuevo.

—Por favor, di algo.

Alcé la mirada. Vi esperanza y miedo en sus ojos, y también pude ver el niño asustado que había en él. En discordancia absurda con el desengaño que sentía, me entristecí por no poder abrazarlo. No quería aceptar la realidad y ansié que todo fuera una pesadilla de la cual pronto despertaría para vivir en un mundo maravilloso.

—Russ…

Noté mi voz extraña, recatada y fría al romper la ilusión.

—Tendrías que haberme dicho todo esto hace tiempo. Te tendrías que haber ido de la empresa. No puedo creer que siguieras sabiendo lo que ocurría.

—Ana… —Sus ojos de repente se tornaron duros—. Es muy difícil alejarse voluntariamente de tanto dinero.

—¿Cómo? —musité—. ¡Por Dios! ¿Qué estás diciendo?

—Te sorprenderías de la cantidad de gente que haría lo mismo que yo o peor.

—¿Y esto justifica que lo hagas tú? —exclamé fuera de mis casillas—. Por Dios, Russ, ¿quién eres?

—Soy el hombre de quien te enamoraste. Solo que he cometido un error…

—No te reconozco como el hombre de quien me enamoré —Yo seguía exasperada e indignada—. El hombre de quien me enamoré es honesto y dice la verdad. Ah, espera… Ese hombre no existe. Es fruto de mi imaginación.

—Ana, no te quise decir nada por tu propio bien.

—¡Calla! ¡Calla de una puñetera vez! —lo corté—. Me tendrías que haber dicho la verdad y no tomar la decisión por mí. ¡Yo puedo decidir por mí misma! ¡Tengo treinta y tres años! Russ, tú lo sabes todo de mí: a qué me dedico, quiénes son mis amigos… ¿Cómo puede ser que me hayas ocultado la verdad sobre tu trabajo? ¿Sabe Vanessa cómo David se gana la vida?

Sentía que la sangre me hervía bajo la piel. No recordaba haber perdido nunca el control de esa manera ni haberle gritado así a nadie. Mi furia no tenía límites. Russ me observaba perturbado.

—¡Contéstame! —grité aún más fuerte.

—Sí —dijo en susurro y desvió la mirada.

Enmudecí, incapaz de formular más palabras. Un peso enorme me oprimió el pecho y amenazó con sofocarme. Con toda la fuerza de mi voluntad, me obligué a respirar profundo. No soportaba la injusticia y Russ me había fallado. Apreté el auricular con tal fuerza que me dolieron las articulaciones de la mano. Los años de práctica en contener mi genio durante las discusiones con Thomas estaban dando resultado. Poco a poco, mi pulso se calmó y mis respiraciones se nivelaron. Sentí que las palmas de las manos se me empapaban de sudor. Russ me miraba con indecisión.

«¿Por qué será que las peores decepciones nos vienen de la gente a quien más queremos?», me pregunté pensando en Thomas, Russ y mi hermano.

—¿De qué cantidad de dinero se trata? —le pregunté, ya algo sosegada.

Russ sacudió la cabeza con disimulo.

—No lo sé con precisión. Lo sabremos durante los próximos días, cuando los abogados tengan la denuncia oficial del fiscal —dijo con evasivas.

Comprendí que no decía la verdad. No sabía si era porque no quería asustarme o porque nos estaban escuchando.

—Al igual que tú —continuó—, yo también tengo muchas preguntas. No entiendo por qué exactamente se nos acusa de abus de confiance si no hay ninguna reclamación de clientes. Asumen que llevábamos a cabo operaciones financieras sin tener la licencia para ello e insinúan que las empresas a las que representábamos no existen, pero no tienen más fundamentos que la sospecha del director de un banco.

Russ suspiró y cerró los ojos de nuevo.

—Nos detuvieron en el hotel —prosiguió—. Tendrías que haberlo visto. Unos veinte policías rompieron la puerta y asaltaron mi habitación, no cabían dentro. Me esposaron y me sacaron como a un delincuente por la puerta trasera del hotel. El conserje salió corriendo detrás de nosotros con la factura en la mano exigiendo que pagáramos. Toda la armada de policías esperó mientras él cobraba la factura de la tarjeta de David. Todo parecía un teatrillo. Luego nos llevaron a la jefatura de la policía sin ninguna explicación. Ahí un policía nos interrogó durante horas. Cuando pedí un abogado sus palabras fueron: «No tienes ni idea de en qué te has metido, esto no es Europa». Nos hicieron firmar algunos documentos en francés que no entendíamos. Medino me explicó después que eran las autorizaciones de embargo de ambos coches: el Maserati de David y mi Ferrari.

Russ alzó el brazo libre en señal de frustración.

—Así de simple. Fueron expropiados sin derecho a que nos defendiéramos. Ahora, según entiendo, el juez va a llevar una investigación. El problema es que como no nos presentamos en la citación del fiscal, nos consideran fugitivos y, por lo tanto, culpables hasta que comprueben nuestra inocencia. Dicho en otras palabras, intentarán mantenernos entre rejas en tanto dure la investigación.

Lo escuchaba inmóvil mientras intentaba asimilar lo que me decía.

—¿Qué me dices de Jay?

Para mi sorpresa, Russ se encogió de hombros.

—¿Jay?

—Sí. Me llamó la noche que no apareciste y me dijo que habían robado vuestros coches.

Russ me observó con el entrecejo fruncido. Una sombra de sospecha oscureció su mirada.

—¿Te llamó Jay? —preguntó incrédulo.

—Sí.

—Ese cabrón… —masculló entre dientes.

—¿Qué ocurre? —quise saber.

—No tengo ni idea de por qué te llamó. Yo no se lo pedí. Es más, ni lo vi después de que nos detuvieran. Supongo que él nos habría visto y salió corriendo a Barcelona.

—¿Y qué esperabas que hiciera? —me sorprendí.

Si Jay llevaba la tesorería, era lógico que tuviera miedo a ser detenido. Russ me miró con exasperación.

—Jay es casi tan culpable como yo o incluso más. Mejor mantente alejada de él. David confía mucho en que Jay nos ayude a que se resuelva el caso más rápido, no tengo ni idea de cómo. Pero yo no lo creo, no confío en él.

A la indignación que sentía por lo descubierto se empezaba a sumar la incredulidad que me provocaba su imprudencia.

—Si David sabía que os buscaban, ¿por qué decidió meterse en la boca del lobo?

—No lo sé, supongo que quería mostrarse. Estábamos en el camino de vuelta y decidió que teníamos que ir al casino. No sabía lo que se hacía. Los demás lo siguieron. Me dejé llevar. Él se registró en el hotel con otro nombre y llevaba tarjetas de crédito falsas. La policía se dio cuenta por mi pasaporte.

—¿Se os acusa a ambos de lo mismo?

—A David se le acusa de abus de confiance y, aparte, de estafa financiera. Transfería el dinero de la cuenta de Mónaco directamente a la cuenta de una empresa de la que él es el propietario.

Mientras hablaba, Russ alzó la mano y acarició el vidrio a la altura de mi cara. La situación era absurda y humillante.

«Cuántas personas habrán tocado, besado y acariciado este maldito vidrio…», pensé.

No hice ningún movimiento, seguía estando demasiado furiosa. Russ dejó caer la mano.

—Russ, te voy a hacer una pregunta y quiero que me digas la verdad, y me interesa poco si las cámaras y los audífonos nos vigilan.

Él me miraba desconsolado.

—¿Eres culpable? —Mi voz pareció un eco.

Me contempló largo tiempo con la mirada triste. No hizo falta que respondiera. De nuevo, mi mente se negó a procesar la información. El silencio se prolongó.

—Ana, soy culpable por haber seguido la corriente, pero no soy el cerebro de esta operación… —murmuró al fin.

—La verdad es que ahora mismo no sé qué imagen tuya me resulta menos atractiva: la de un estafador o la de un imbécil que se ha dejado manipular como una marioneta —le interrumpí.

Pensé en los orígenes de Russ, en la humildad de su familia, y en su deseo de ser rico. Arrugué la frente y me tapé los ojos con la mano.

—Ana, ¿estás bien? —preguntó.

No contesté porque intentaba controlar mis emociones.

—Ana —repitió.

Abrí los ojos. Russ me miró profundamente y se apresuró a decir:

—Amor, he cometido un error que estoy dispuesto a pagar, pero yo no soy mala persona. Se está llevando a cabo la investigación y espero que pronto tengan algunas conclusiones. De momento, nuestros casos están separados.

—¿Separados? ¿Eso es bueno o malo? —pregunté.

—Tal vez ambas —dijo deprimido—. Sus abogados alegan que hay un conflicto de intereses.

Sentí un escalofrío. Si era el caso, David sin duda iba a intentar a perjudicar a Russ.

—Ana —prosiguió—, esto puede durar un tiempo. El abogado cree que podré salir bajo fianza, pero no será rápido.

—Dios, Russ, ¿y si no sales rápido qué pasará con todo? —Alcé la mano con desesperación—. Tu piso, tus cosas… —Se me quebró la voz—. Por Dios, el restaurante…

El pensamiento me atravesó como un filo. Me había lanzado al negocio por insistencia de Russ.

—Sigue adelante con todo, como si yo estuviera —dijo con seguridad—. Tú eres fuerte, podrás sacar ambos negocios adelante, y si sientes que es demasiado para ti sola, deja el restaurante. No importa si se pierde el… —No acabó la frase.

—¿De dónde proviene el dinero que me diste? —le pregunté con rencor.

—No tiene que ver con el caso de Mónaco. Ya lo hablé con el abogado y no hay peligro para ti. Por favor, cancela el alquiler de mi piso como puedas. Pon los muebles en algún guardamuebles pero quédate con los cuadros y cuídalos, ellos tienen las claves.

Su voz y su mirada estaban llenas de insinuación. Asentí automáticamente. Russ acercó aún más el auricular a sus labios y dijo muy despacio:

—Por favor, amor, sé que estás enfadada conmigo y con razón, pero necesito pedirte algo. En mi piso hay un maletín marrón con mis documentos personales. Es muy importante que lo recojas tan pronto como puedas. Acuérdate de mi cumpleaños —Me guiñó un ojo—. Aparte, si puedes, pasa por mi oficina, en Vía Augusta. Supongo que ya no habrá nadie, seguro que Jay ha corrido el rumor y todos habrán salido corriendo. Allí dejé mi maletín negro, recupéralo, dentro tengo algunos documentos importantes de la empresa. Ah, y por favor, págale a Medino.

Lo miré sin entender.

—De mi cuenta personal. Encontrarás toda la documentación en mi maletín marrón.

Tan solo asentí mientras intentaba recordar cada detalle.

—Ana, hay algo que quiero decirte —añadió despacio.

Sus ojos, azules, me cautivaron de nuevo a pesar del estrés, la angustia y la decepción que sentía.

—Quiero que sepas que te quiero. Eres lo mejor que me ha pasado en la vida. Cuando esto se acabe, te demostraré que soy la persona sencilla de quien te enamoraste y pasaré el resto de mi vida cuidando de ti. Ana, desde que te abriste a mí en aquella excursión en la profundidad de los Pirineos catalanes, te convertiste en la razón de que quiera ser mejor persona. Por desgracia, ya estaba metido hasta el cuello en la mugre. Tengo que pagar por ello, pero esto se acabará.

Russ se quedó callado unos instantes y me dedicó una mirada larga y desesperada. Luego prosiguió:

—Te he fallado por no haberte dicho todo sobre mí. Me arrepiento. Quiero que sepas que si tú decides darme la espalda, lo entenderé. Se me partirá el alma, pero lo aceptaré. No estés a mi lado por lástima, no podría tolerarlo. Si lo haces, hazlo por el amor que sientes por mí, hazlo porque crees que merezco una oportunidad.

El efecto cautivante que provocaban sus ojos en mí se apagó por la indignación, que seguía imponiéndose sobre los demás sentimientos. Sabía que más tarde o al día siguiente me iba a sentir distinta, pero en ese momento estaba decepcionada y asqueada por lo descubierto.

—Russ, tú ya me conocías cuando entraste a trabajar con David —le contesté—. Fue una decisión consciente y, luego, cuando comenzaste a sospechar que el negocio no era transparente, no te marchaste, seguiste. Me parece justo que pagues con creces por tus errores, pero no creo que me merezca el trato que me has dado. Me has ocultado la realidad. No me dijiste la verdad sobre tu trabajo. Mientras yo me estaba separando de Thomas me prometiste que me ibas a hacer la mujer más feliz del mundo y me sedujiste con paciencia. Me decías que no tenías prisa y ahora entiendo por qué: te estabas llenando los bolsillos. Me convenciste de comenzar un negocio que no quería hacer y me diste un dinero que no era limpio.

Lo observé con tristeza mientras pensaba en mi vida y en cómo había cambiado desde que me había acercado a él. Tragué saliva.

—Y aquí estoy, muriéndome del dolor y la decepción. Lo único que yo quería de ti era amor. Me traían sin cuidado los regalos caros que me hacías y las perspectivas de que ibas a ser rico. Pero resulta que soy una romántica empedernida y he dejado que el amor me deslumbre y me prive de la capacidad de racionalizar, de cuestionar. He sido tan ingenua que no lo puedo creer. He confiado en ti ciegamente y me has herido como nadie lo ha hecho en la vida. No quiero promesas de cómo serás cuando salgas de esta. No puedo evitar pensar que, si no hubieras tenido mala suerte, tal vez nunca me habría enterado de la verdad sobre cómo te ganabas la vida.

El timbre nos avisó de que se había acabado el tiempo de visita. Una sombra de dolor recorrió la cara de Russ. En sus ojos vi que estaba destrozado.

—¿Vas a volver a venir? —preguntó con voz temblorosa.

—No lo sé, Russ. Necesito tiempo para pensar.

Asintió. Los ojos se le llenaron de lágrimas.

—Mañana vendrán tus padres —le dije cambiando de tema.

Russ cerró los ojos.

—Te quiero —susurró.

Yo tan solo asentí. La puerta detrás de él se abrió y un policía le dijo que lo siguiera. Russ colgó el auricular sin dejar de mirarme. Sentí que se me encogía el corazón y un espasmo de sufrimiento me atravesó el vientre.

Abuso de confianza. La otra verdad
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