Afortunadamente, Vivienne Baron se presentó un día en el restaurante con la valoración hecha: ciento veinte mil euros, una cifra que correspondía a mis expectativas. Recobraría la inversión y ganaría una pequeña cantidad con la devolución de los impuestos. Nos reunimos en la sala inferior del restaurante. Ella me explicó que la política de John Taylor era presentar un solo candidato a la vez. Ellos hacían la selección y se aseguraban de que el interés de comprar fuera real. Solo cuando las negociaciones no progresaban, algo que en principio no sucedía, presentaban un segundo candidato. Vivienne me aseguró que, para las buenas oportunidades, como era mi caso, solían encontrar compradores de forma muy rápida, y que, de hecho, ya tenían a alguien en mente. Por eso cobraban la abismal comisión del 10% del valor de la compra.

El restaurante apenas cubría los gastos y yo no estaba dispuesta a perder más dinero.

—En tal caso, subiré la valoración —le dije.

Al decirle eso, Vivienne me observó con sorpresa, pero enseguida se dio cuenta de que hablaba en serio y asintió. Estuvimos ultimando algunos detalles más y después la acompañé a la salida. Me prometió que se pondría en contacto conmigo en breve para organizar la visita. Cuando se fue, me senté pensativa en la barra.

—¿Te apetece tomar algo?

Antonio, a quien todos habíamos comenzado a llamar Toni, interrumpió mis pensamientos.

—Sí —dije, casi en un suspiro.

Eché un vistazo a las botellas. Me pregunté si sabría preparar el whisky sour tan bien como Carlos.

—Un whisky sour —dije.

No hizo ningún comentario y se puso manos a la obra. Con gestos ágiles y ligeros preparó el cóctel. Sabía incluso mejor.

—Estoy impresionada —sonreí.

—Hay que agregar bourbon auténtico —dijo con una sonrisa—. ¿Quién era esa señora? —preguntó de repente.

Lo observé con desconfianza. No creía que fuera asunto suyo.

—Alguien relacionado con mi trabajo —contesté, atenta a su reacción.

—Ana, perdona pero he oído parte de la conversación sin querer —reconoció con algo de reparo—. ¿Quieres vender el restaurante?

No podía haber escuchado parte de la conversación sin haber husmeado. Vivienne y yo habíamos estado a solas en el piso inferior. Entonces recordé que Toni había pasado varias veces por delante para entrar en la cocina.

—Lo siento, Toni, pero no es asunto tuyo —le corté.

Lo miré a los ojos fijamente. Él desvió la mirada.

—Perdona, Ana, no es asunto mío.

Se llevó las manos al pecho.

—Es solo que conozco a gente que quiere comprar un restaurante —confesó—.

—¿De qué gente se trata? —pregunté mosqueada.

—Son unos inversores que conocí en uno de los restaurantes donde trabajaba. Uno de ellos se ha hecho muy amigo mío. A veces salimos de fiesta juntos. Si te interesa venderlo, te los puedo presentar —se ofreció.

Fingía desinterés y se le veía nervioso.

—¿Cuál es tu papel en esto?

—¿Mi papel? —preguntó.

—¿Qué interés tienes en esto? ¿En qué te beneficiarías si tus amigos compraran el restaurante?

Me di cuenta de la respuesta al instante. Toni era ambicioso, más ambicioso de lo que yo había estimado. Su meta no era ser maître el resto de su vida; él quería ser propietario y la única manera de conseguirlo era que alguien invirtiera en un proyecto suyo. Desconfié de él inmediatamente, pero no podía despedirlo, no tenía tiempo para buscar a un sustituto.

Sonó mi móvil. Era un número desconocido. Mi corazón dio un vuelco.

—¿Diga? —contesté alterada.

—¿Ana Stoichev?

—¡Enrique! —exclamé.

Me llevé una sorpresa. En ese momento, Enrique era la última persona que me esperaba. Hacía tiempo que no sabía nada de él.

—Yo mismo. ¿Cómo te acuerdas de mi nombre?

Rio.

—Hola, hola, hola… Lo siento, he estado algo liada —dije con efusividad.

—Sí, ya lo sé… —siguió lamentándose con voz profunda—. No me llamas, no me escribes. Desde que te juntaste con el inglés, me has abandonado.

«Si tú supieras…», pensé.

—No era mi intención.

—Si la montaña no viene a Mahoma, Mahoma tendrá que desplazarse del país para ver la montaña —dijo bromeando.

—¿Vienes a España? —pregunté.

Tenía ganas de verlo, pero me daba reparo. Enrique se daría cuenta enseguida de que algo ocurría y tendría que contarle todo lo de Russ.

—Pensaba pasar por Barcelona a visitarte. ¿Tendrás un espacio en tu agenda para mí? —añadió con voz juguetona.

—¿Dónde estás?

—¡En la bella Italia! —gritó imitando el acento italiano.

Tuve que apartarme el móvil de la oreja.

—Tú siempre igual, Enrique… —Sonreí—. Por cierto, yo también voy a Italia. Trabajaré cerca de Pisa.

—¿Puedes acercarte a Milán?

—No, demasiado lejos. ¿Estarás por allí?

—Cerca —contestó.

—¿Y de Milán vuelas a Barcelona?

—No, vuelvo en coche.

—¿Cómo? —exclamé sorprendida—. Es un viaje larguísimo.

—Y buenísimo… —me contradijo entre risas.

Era cierto.

—Voy a estar casi una semana viajando. Me voy a regalar unas vacaciones.

—Me parece fantástico. Entonces te veo en Barcelona, o… —Se me acababa de ocurrir una idea—. Espera, ¿y si nos vemos en Florencia este domingo?

Recordé la bonita ciudad. La había visitado con Russ y me había encantado. Sentí unas ganas locas de volver, aunque fuera sin él.

—Venga, vale. Así la conozco —dijo Enrique.

—Genial.

—Ciao, bella.

Colgué entusiasmada. Florencia me iba a llenar de recuerdos de Russ, pero iba a ser diferente que recordarlo desde casa. El viaje había sido la mejor experiencia que había tenido con él y quería revivirla aunque fuera solo por algunas horas.

—Entonces, ¿qué me dices? —me preguntó Toni a lo lejos.

Me miraba a la expectativa. Intenté concentrarme.

—Vale, cuando ellos puedan me avisas y lo organizamos —le dije distraída.

Él se frotó las manos. Noté un brillo en sus ojos que me hizo desconfiar aún más.