El trabajo me ayudó a distraerme. En la restauración, las jornadas eran eternas y las complicaciones no cesaban. Supe que tenía dos graves problemas. El primero era que Marisol, aunque fuera una excelente cocinera, no era capaz de asumir una carga grande de trabajo. El servicio no daba abasto cuando el restaurante se llenaba, lo cual resultaba una absoluta paradoja, ya que si el restaurante no funcionaba a plena capacidad, perdíamos dinero. Marisol no lograba organizar dos equipos de servicio, uno para el mediodía y otro para la noche, por lo que trabajaba sin parar, lo que la agotaba y frustraba aún más. Al final de cada turno, los cocineros acababan exhaustos y hartos de sus gritos.

El segundo problema era que Carlos no sabía decir que no, a consecuencia de lo cual se ocupaban todas las mesas, no cumplíamos con las expectativas y los clientes se iban disgustados. Era tan solo cuestión de tiempo que corriera la voz. A pesar de la apatía que sentía hacia el negocio por haber tomado ya la decisión de venderlo, mi sentido de perfeccionamiento me empujaba a solucionar el problema. Carlos era formable, pero Marisol era un lobo con piel de cordero. Me di cuenta de que pronto la tendría que reemplazar.

Aquella semana apenas dormí. Pasaba las noches acariciando a Charlie sin poder pegar ojo. Solo algunas madrugadas caí en un sueño superficial. Seguía llamando al móvil de Russ para escuchar su voz en el contestador, hasta que una madrugada Vodafone me informó de que la línea ya no existía. Cada mañana a las siete me maquillaba con paciencia para esconder los signos del insomnio, aunque no lo lograba del todo. Había dejado de llorar; creí que mis lagrimales habían colapsado. Tampoco comía, no tenía hambre. Los olores de la cocina de Marisol que antes encontraba exquisitos, ahora me daban asco hasta revolverme el estómago. Los momentos en los cuales me sentía demasiado débil, bebía agua. Me sentía indiferente por las personas a mi alrededor y tampoco quería la simpatía de nadie.

Algunos días pensaba que me estaba obsesionando y, antes de salir de casa, me convencía de que tenía que ver la vida con algo de optimismo. Entonces llegaba al restaurante sonriendo y fingiendo que me interesaban las relaciones sociales. Sin embargo, bastaba con que uno de los camareros nos contara sus planes de compartir tiempo con su pareja para que yo me encerrara de nuevo en mí misma y me alejara del grupo. También me bastaba con ver a una pareja de enamorados besarse y abrazarse en algún rincón para que mi corazón se encogiera y recordara que mi mundo era Russ. A la mínima me volvía a deprimir y eso conllevaba que trabajara aún más horas para no extrañarlo. Era la única manera de mantener la cordura: agotarme.

El restaurante se llenaba más por la noche que a mediodía. El sábado a las ocho ya nos estábamos preparando para el servicio de la cena.

—No hay grupos grandes —dijo Carlos.

—¡Estupendo! —exclamó Marisol.

La observé con rabia. Ella no acaba de comprender que, aparte de elaborar platos, un restaurante tenía que ganar dinero. Ofrecer un menú a los grupos era una alternativa bien rentable para no colapsar el servicio.

—Solo hay una mesa de cinco personas —comentó Carlos lanzándome una mirada—. Por cierto, es de tu amigo Marc Puig.

Recordé a Marc y la última conversación con él, y me intimidé. Él sabía que algo ocurría conmigo y me costaba decidir si su interés era personal o profesional. No tenía ni las fuerzas ni las ganas de averiguarlo y tampoco de socializar.

—Dales la mesa seis, es la mejor, y atiéndelos para que no les falte nada —le dije a Carlos—. Yo me ocuparé de las mesas de delante.

Los clientes llegaron casi todos de golpe a eso de las nueve y media. De un momento a otro, los cinco que estábamos en sala nos saturamos de trabajo. De reojo, con disimulo, vi que Marc llegaba con sus acompañantes. Era un grupo de dos chicos y tres chicas que conversaban contentos. Todos vestían smart casual y eran guapos. Marc tenía el mismo aspecto cuidosamente desaliñado, con el pelo largo y despeinado, aunque se había afeitado la barba. Sin ella parecía aún más joven. Fernando los recibió en la puerta y los acompañó hasta la mesa. Seguí atendiendo a los clientes en mi zona. Al cabo de un minuto se me acercó Carlos.

—Ana, quieren que tú los atiendas —me dijo al oído.

Lo miré con recelo. Él solo se encogió de hombros y se alejó. Después de introducir la comanda en la caja, me acerqué a la mesa de Marc.

Bona nit —saludé con amabilidad.

Marc, que estaba leyendo la carta, alzó de inmediato la vista. Sus penetrantes ojos me atravesaron como balas y entonces supe qué me inquietaba tanto de él: era capaz de calarme a fondo. Por un instante me sentí expuesta. Vi que Marc se daba cuenta de ello: en su rostro brotó una sonrisa cómplice, como la de un adolescente hacia un compañero que se sienta al volante de un coche sin tener el permiso de conducir. Sentí una punzada de vergüenza, pero también una extraña sensación de alivio, de complicidad por haberme topado con alguien quien posiblemente entendería mi mundo, mis problemas.

—¡Hola, Ana! —exclamó—. Justo a tiempo. Estábamos mirando la carta, quizá nos puedas sugerir algo.

Todos me observaban a la expectativa mientras yo me tomaba unos segundos para controlar mis emociones.

—Decidme cuáles son vuestros gustos —pedí empleando toda mi fuerza de voluntad para sonreír—. ¿Carne, ave, pescado o vegetariano?

Transcurrieron varios minutos mientras cada uno de ellos decidía sus preferencias.

—Por cierto —dijo el otro chico y estiró la mano—. Soy Joan. Marc es un maleducado y no presenta a la gente.

Sonreí y le estreché la mano.

—Eres un intrépido, Joan —dijo Marc sin darme tiempo a contestar—. Ana —prosiguió señalando a la chica de su lado—, te presento a mi hermana, Sandra. Joan, mi mejor amigo —continuó mirando al chico con expresión traviesa y luego señaló a la chica de al lado de Joan—. Su novia, Gemma y… —Miró a la chica que se sentaba en la punta de la mesa—. Su hermana, Marta.

—Encantada —dije, a la vez que recorría a todos con la mirada.

—Ana es la dueña del restaurante —me presentó.

—¿En serio? —preguntó Sandra y sonrió.

Se parecía poco a su hermano, pero la sonrisa genuina era inconfundible.

—La decoración es fantástica —añadió.

—Gracias —contesté resuelta—. Espero que también os guste la comida.

A continuación los ayudé con la selección de vinos. Mientras yo hablaba, Marc tenía apoyada la barbilla en la palma de la mano y no me quitaba la mirada de encima. Descubrí que sus ojos eran de un color pardo que cambiaba de tono.

—Estoy segura de que os encantará la comida —concluí cuando recogía las cartas.

—Gracias —dijo Marc.

Me pasó la carta reteniéndola un instante más de lo necesario. Evité su mirada y me alejé deprisa.

—Carlos, asegúrate de que no les falte nada —dije al introducir la comanda.

Él asintió. Añadí una nota para Marisol: dar prioridad. Luego me ocupé de mis otras mesas. Carlos, fiel a mis órdenes, cuidaba de Marc y sus amigos con esmero: les rellenaba las copas apenas las habían vaciado, en el momento de servir la comida, llamó a dos camareros más y los cinco comensales fueron atendidos a la vez y estaba atento a cualquier petición que tuvieran.

Mientras transcurría la noche y los clientes disfrutaban de nuestra cocina, yo no podía dejar de sentir la mirada de Marc, que me seguía en todo momento. Parecía estar divirtiéndose y se oían risas y conversaciones amenas en su mesa, pero las pocas veces que lo observé me di cuenta de que estaba más pendiente de mí que de sus amigos. Me reproché haberle invitado a la inauguración, le había dado razones para que pensara que tenía interés en él.

Al final de la noche, cuando la mayor parte de las mesas había pedido los postres, me acerqué a la de Marc.

—¿Qué tal? —pregunté amablemente—. ¿Os ha gustado la comida?

—¡Muchísimo! —exclamaron las chicas.

—Estaba muy buena —dijo Joan.

—Me sumo a los cumplidos —dijo Marc sonriendo.

—Gracias —contesté—. ¿Vais a querer postres?

—Si son caseros, sí —dijo Sandra.

—Por supuesto —dije—. La chef no me permite comprar nada hecho. Hasta la pasta la prepara ella.

—¿La chef? —preguntó sorprendida—. ¿Es una mujer?

—Sí.

—Con razón su comida es excelente y la presentación muy cuidada. Felicítala —dijo.

—Se lo diré, gracias.

—¿Qué nos recomiendas de postre? —preguntó Marc.

Me encogí de hombros.

—Me temo que mi recomendación será muy subjetiva. Tengo debilidad por el chocolate.

—¿Quién no? —exclamó Gemma.

—Yo me arriesgo —dijo Marc.

Me pareció que había cierta insinuación en sus palabras.

—¿Lo compartirías con nosotros? —me preguntó Joan con amabilidad.

Noté que Marc le lanzó un vistazo rápido que no supe interpretar con certeza, pero me pareció de advertencia y en discordancia con las miradas que me había dirigido durante la cena. Aquello me intrigó. Dudé un instante.

—Sí —me oí pronunciar.

Sonreí y, tras girarme hacia Carlos, añadí:

—Dos coulant de chocolate y un champán.

Sandra aplaudió. Me senté en la silla libre que había al lado de Joan, y Fernando enseguida apareció con la botella y las copas. De repente, deseé relajarme y divertirme como ellos, despreocuparme de todo y disfrutar el momento. Sabía que la sensación no me iba a durar, así que aproveché el lapso de sosiego. Pasé un rato conversando sobre temas triviales como restaurantes, los rincones de Cataluña de donde prevenían sus mejores vinos y el tiempo. La conversación era amena y agradable. Los cinco tenían mucha clase, hablaban un catalán entendible y sonoro y cambiaron a un castellano muy correcto de excelente léxico. Eran corteses y no se interrumpían al hablar. Las bromas y los comentarios que hacían no exponían a nadie. Sin embargo, a mí no me conocían e inevitablemente la conversación giró hacia mis orígenes.

—¿De dónde eres, Ana? —preguntó Sandra—. Tienes un acento indefinible.

—Mis padres son búlgaros, pero yo crecí en Venezuela.

Joan chasqueó los dedos.

—Allí está, el acento latino.

—Yo lo oigo más como una mezcla —opinó su novia.

Asentí, consciente de que hablara el idioma que hablara siempre lo hacía con un acento propio.

—¿Qué otros idiomas hablas? —preguntó Sandra.

—Con mis padres, búlgaro, y en el trabajo uso mucho el inglés y el alemán. A veces el catalán, pero no lo domino muy bien, sobre todo me cuesta escribirlo. También sé ruso, pero llevo muchos años sin practicarlo.

—Y a mí que me cuesta conjugar los verbos en castellano… —bromeó Joan.

Los demás rieron. No me daba la impresión de que a Joan le costaran las conjugaciones, pero no se lo comenté.

—¿Cuánto tiempo llevas en Barcelona? —preguntó Sandra con expresión llena de curiosidad.

—Cuatro años.

—¿Te gusta?

—Sí, mucho —dije con sinceridad.

Ella asintió.

—¿En qué otras partes más has vivido? —preguntó Marc.

—Bulgaria y Venezuela, por supuesto —respondí—. Y en Estados Unidos, Alemania, Israel y Ucrania.

Siempre me sentía incómoda con la atención que atraía cuando hablaba de mis orígenes y viajes. Cuando la gente se daba cuenta de que había viajado bastante, ocurrían dos cosas: o me miraban como a un bicho raro sin saber cómo tratarme, o se maravillaban hasta el punto de sobrecogerme.

—Vaya trotamundos —comentó Joan.

—No tanto, tengo amigos que han vivido en los seis continentes. Me faltan tres por explorar.

—¿En qué parte de Estados Unidos? —preguntó Marc.

—Boston.

—Él también —exclamó Sandra señalando a su hermano.

—¿Ah, sí?

Lo miré sorprendida. Él iba a contestar, pero entonces la hermana de Gemma, Marta, que casi no había participado en la conversación, intervino.

—¿Y dónde está tu casa? Es decir, ¿dónde te sientes en casa?

La observé un instante, pensativa. Me preguntaba si tenía sentido explicarlo o en su lugar dar una respuesta trivial. Luego desvié la mirada hacia Marc. Él me contemplaba intrigado. Medio sonreí.

—En el lugar donde tenga familia y amigos cerca, me guste el idioma, donde haga un buen clima y esté cerca del mar y la montaña. También es importante que haya oportunidades de tener un negocio y que el coste de la vida y los impuestos no sean exorbitantes.

Marc se recostó en el respaldo de la silla y, con la mano izquierda, jugaba con la copa de champán. Tenía la mirada clavada en la mesa. Una expresión ensimismada y reservada apareció en su semblante. Noté que Sandra lo observaba disimuladamente.

—¿Qué me contáis de vosotros? —pregunté al decidir que había revelado suficiente sobre mí.

Todos eran de Barcelona. Me enteré de que Joan y Marc eran amigos de la infancia y habían estudiado la carrera de Informática juntos. La hermana de Gemma, Marta, trabajaba en el área de compras de Mango. Gemma era abogada y trabajaba en una empresa familiar de fabricación de productos médicos y sanitarios. Sandra no habló sobre sí misma e intentó desviar la conversación a otros temas. Sin embargo, yo quería averiguar algo todavía.

—¿Y qué me dices de ti, Marc? —le pregunté.

Al igual que Sandra, él no hablaba de sí mismo.

—¿A qué te dedicas exactamente? —añadí.

—Ya lo sabes.

Sonrió.

—Marc es muy misterioso —intervino Joan y se inclinó hacia mí—. Le encanta saber de los demás, meterse en sus vidas, averiguar cosas, pero ni se te ocurra intentar saber algo de la suya…

Marc le lanzó una mirada divertida.

—¿Qué quieres que te diga, Joan? Ya lo sabes todo sobre mí.

—Creo que eres policía —contestó riendo—, pero no me atrevo a preguntártelo por miedo que sea cierto y me arrestes.

Iba bastante alegre. Su novia, Gemma, lo abrazó y lo besó.

—Cariño, estás borracho —observó ella.

—Bien, tú conduces —decidió mientras se tragaba su champán de un solo sorbo.

En eso, Carlos y Fernando sirvieron los postres. A pesar de lo suculentos que se veían y de lo mucho que me encantaba el chocolate, sentí el estómago revuelto.

—Si me disculpáis un momento, tengo que ayudar a mi equipo —dije.

Me incorporé. Sentí la mirada de Marc en mi espalda mientras me alejaba de la mesa. Me dediqué a cerrar la caja. Muchos clientes ya se habían ido y algunos de los camareros también. Solo quedaban Carlos y Fernando. Bajé a la cocina para ultimar con Marisol los detalles de la próxima semana; me iba de viaje y me quería asegurar de que no hubiera problemas durante mi ausencia. Desde la cocina podía ver en el terminal de la caja que Marc y sus amigos pidieron cafés y digestivos. Miré la hora, era la una y pico de la madrugada. Mientras conversaba con Marisol, me sentí decaída y ansié salir al aire libre.

—Carlos —lo llamé desde el sótano—. Me voy a cambiar y me iré a casa.

—Descuida, yo cierro —se ofreció—. Tendrías que descansar —añadió.

—Lo intentaré —prometí a sabiendas de que no lo lograría.

Ya había pasado el límite de estar cansada. En cierto modo, no quería irme, estar en el restaurante me distraía de pensar en Russ y sentirme sola. Mientras me cambiaba en el vestuario, observé mi cara en el espejo. Las ojeras seguían disimuladas por el maquillaje, pero tenía las mejillas hundidas. La pérdida de peso ya era notable. No recordaba la última vez que había comido. Al igual que mi traje negro, los vaqueros también me quedaban grandes y tuve que ajustar el cinturón en otro hueco. Me puse la bufanda y la chaqueta y cogí mi bolso. Miré pensativa el casco, pero no lo toqué. Quería caminar y coger un taxi. Cuando subí, Marc y sus amigos por fin se disponían a marcharse. Me acerqué para despedirme.

—Me voy —dije—. Ha sido un placer teneros como clientes y espero que os haya gustado nuestro trato.

—Gra… gracias a vosotros —tartamudeó Joan.

—Ana, vente con nosotros —exclamó Sandra—. Vamos a CDLC a por un par de copas.

—Como si os hiciera falta beber más —comenté en broma y todos rieron.

—Vente, la noche es joven —insistió ella.

Me percaté de cómo Gemma abrazaba a Joan después de que él la ayudara a ponerse la chaqueta. Me encogí; la felicidad de otra pareja me devastaba. Me pareció que Marc se daba cuenta de mi reacción.

—Déjala, Sandra. Seguro que Ana tendrá planes —dijo Gemma.

—¿Tienes planes? —preguntó ella sin recatarse.

«Sí, abrazar a mi gato», pensé.

—Tengo a alguien que me espera en casa —contesté deseando que tras esa excusa dejaran de insistir.

—Vamos a recogerlo —decidió Joan.

Todos se levantaron de las sillas y Carlos y Fernando, como dos sombras, comenzaron a recoger la mesa discretamente.

—Gracias, pero en otro momento, que lo paséis muy bien —dije decidida—. Encantada de verte —añadí mirando a Marc antes de alejarme de ellos.

—Ana —oí que él me llamaba y me giré.

Marc se apartó de su grupo y me dijo:

Escolta, normalmente no insistiría, pero en esta ocasión necesito ser rescatado. Si vienes con nosotros, luego tendré la excusa de irme para acompañarte. Estos cuando empiezan la marcha no acaban hasta que sale el sol y yo tengo compromisos mañana —Miró el reloj—. Mejor dicho, hoy.

Sentí que la excusa era falsa.

—Marc, son tus amigos. Sabrás cómo decirles que no…

—Quizá te parezca absurdo, pero no aceptan un no de mi parte.

—Estoy agotada…

—Lo sé, se te ve en la cara —me interrumpió.

La franqueza de sus palabras me impresionó y alertó.

—Si vienes, podré irme más pronto y te acompaño a casa.

—Me están esperando —repetí, insegura de ceder frente a su insistencia.

Marc me traspasó con la mirada, pensó en algo ajeno a la escena. Sus ojos, pardos, adquirieron un toque desafiante durante un momento, luego parpadeó y, con un gesto rápido e inesperado, me cogió de la mano.

—Vamos, Ana, nadie te espera en casa, eso lo sabemos los dos —dijo suavizando su ronca voz hasta emitir un susurro sedoso que me desalentó.

El dominio sutil que desprendía me cautivó y, de repente, ansié estar cerca de él. Me dejé llevar.

Abuso de confianza. La otra verdad
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