Seguía inmóvil, tirada en el suelo, atrapada en la miseria. El tiempo se volvió una eternidad. Dejé de llorar porque me quedé sin fuerzas. Vagamente oía el ruido lejano del tráfico y los pasos de la gente que estaba en el centro de negocios. Alguien hablaba por teléfono en el despacho de al lado. Quería incorporarme, pero el cuerpo no me respondía. Pasaron horas hasta que el tiempo volvió a adquirir significado. Con lentitud, en lo más profundo de mi ser, el instinto de razonamiento comenzó a cobrar vida. Mi conciencia empezaba a asimilar con debilidad lo inverosímil de la situación.
El pensamiento de Russ me hirió como un cuchillo que se me clavó en el corazón y lo destrozó. ¿Qué había hecho? ¿Cómo se le podía acusar de estafa? ¿Había sido premeditado? ¿Era una víctima? Recordé que me había dicho que no tenía planes de futuro aparte de hacerse rico, que dedicarse a algo que a uno no le gusta podía ser un mal para llegar a un bien. De repente, comenzaron a emerger en mi cabeza frases aisladas de nuestras conversaciones…
«La buena noticia es que yo no tengo prisa, te puedo esperar.»
«A veces el fin justifica los medios. No siempre sabemos comportarnos de la manera correcta y a menudo hacemos intentos desesperados por lograr lo que queremos.»
«Me lo estoy pasando demasiado bien contigo como para hablar de trabajo.»
«No tengo tiempo para amistades.»
Me sentía grogui, confusa. Conseguí cerrar los ojos unos instantes, aunque hacerlo me causó un fuerte ardor. Me reincorporé muy despacio. Me puse de rodillas y me arrastré a cuatro patas hasta la silla. Logré sentarme y me dejé caer, exhausta, sobre el respaldo. Aparte de la angustia y el miedo, comencé a sentir indignación. ¡Quería saber más! ¡Quería respuestas! ¡Quería tener la certeza de que Russ había cometido un crimen! Y, de ser así, ¡quería saber por qué lo había hecho! ¿Todo lo que me había dicho era mentira? ¡No me lo podía creer! ¡No podía creer que hubiera sido tan falso conmigo! Recordé las expresiones que tenía cuando yo me despertaba y él estaba a mi lado observándome. Había sido todo tan idílico y amoroso que me pareció inconcebible que hubiera fingido. Recordé su declaración de amor cuando me entregó el anillo de compromiso. Solo un hombre enamorado podría hablar así. Recordé también que Russ quería salirse del negocio de David. ¿Sospechaba que estaba ocurriendo algo? ¿O ya se había llenado los bolsillos? Me acordé de los ojos fríos y penetrantes de David, y me volví a estremecer. Estaba dividida entre la incertidumbre y las sospechas.
«Ana, por Dios, ¿cómo te has podido meter en esto?», me dije.
Y, entonces, un pensamiento monstruoso me sacudió. Había aceptado dinero de Russ para el restaurante y él lo había transferido a mi cuenta. ¿De dónde debía de provenir aquel dinero? ¿Me convertiría ello en cómplice? Un escalofrío me recorrió el cuerpo y sentí que, del estupor, se me cortaba la respiración; frenéticamente pensé en razones para descartarlo.
Mi instinto me decía que saliera corriendo de ese drama, que tenía que protegerme. Russ se las arreglaría. Tenía que hablar con mi abogada de inmediato y aclarar el tema de la transferencia de fondos. Desvié la mirada del escritorio al ventanal. Sentada, podía ver el cielo, de un divino color azul que me recordó el de los ojos de Russ. Y entonces controlé mi instinto. No quería vivir sin ver aquellos ojos una vez más. Iba a averiguar qué demonios estaba pasando. La idea me aceleró la adrenalina.
Ojeé el cuaderno en donde había apuntado el número de los padres de Russ y cogí el teléfono.
«¡Vaya manera de conocerlos!», pensé con ironía mientras marcaba.
—Quisiera hablar con el señor Edwards —le dije a la operadora.
La mano con la que sujetaba al auricular temblaba.
—Sí, un momento, voy a intentar ubicarlo —contestó con un acento casi incompresible.
Esperé largo rato. Con cada segundo que pasaba mi angustia aumentaba. No había conocido a los padres de Russ todavía y ahora los estaba llamando para decirles que su hijo se encontraba en la cárcel. Sentí un nudo en la garganta.
—Hola, habla Edwards —dijo por fin.
Tenía una voz profunda y agradable. Me recordó a la de Russ y al responder casi me atraganté.
—Hola, señor Edwards. Soy Ana, la novia de Russ.
Su padre tardó un instante en contestar.
—Ana, qué sorpresa. ¿Cómo estás? ¿Pasa algo?
Su voz se volvió tensa a medida que pronunciaba las palabras. No lo conocía en persona, solo lo había visto en una foto en el piso de Russ. No sabía qué carácter tenía ni me podía imaginar la mejor manera de darle semejante noticia. Tragué saliva.
—Señor Edwards, lo siento mucho, pero tengo malas noticias y me apena mucho ser yo quien se las tenga que dar. Russ fue detenido ayer en Mónaco —dije y me mordí la lengua para contener las lágrimas.
—¡Madre mía! ¿En Mónaco? ¿Qué hace Russ en Mónaco? —preguntó sobrecogido.
—Había ido unos días de vacaciones a Italia en coche con sus compañeros de oficina. Tenía que regresar ayer y no lo hizo. Me ha llamado hace un rato y lo único que ha dicho es que lo han detenido a él y a David Bloom.
Su padre enmudeció.
—¡Dios mío! ¿Cómo se lo voy a decir a Joanna? —murmuró al rato.
Aguardé unos instantes. No tenía ni idea de qué añadir.
—¿Te dijo algo más? —preguntó con la voz llena de desesperación.
—Sí, que hablara con ustedes para que lo visitemos pronto. Ahora voy a ver si hay vuelos mañana. Señor Edwards, créame, nunca me imaginé que iba a tener que llamarlo y darle estas noticias.
El padre de Russ se mantuvo callado un largo tiempo. Al final contestó:
—Vale, Ana. Voy a casa ahora mismo y te llamo desde allí con Joanna.
Colgué el teléfono, pensativa. Marqué el número de la agencia de viajes y reservé un vuelo para el día siguiente. Tenía que volar a Niza.
Estaba desesperada por hablar con alguien de lo sucedido, pero comprendí que no lo podía hacer. En primer lugar, porque me daba una vergüenza enorme. ¿Cómo le iba a decir a María, a Helen, a mis padres o a quien fuera, que Russ estaba en la cárcel? En segundo lugar, porque en realidad no sabía lo que había sucedido ni por qué Russ estaba detenido. María me haría mil preguntas y mis padres se preocuparían demasiado. Cerré los ojos con frustración. Me sentí muy sola y desamparada.
Avisé a Federico y a Claudia de que me iba a ausentar unos días sin dar explicación alguna y me fui a casa.
Los padres de Russ me llamaron cinco veces durante el día. Su padre aguantaba la situación relativamente bien, no me hacía demasiadas preguntas e iba al grano, actuaba. Se comunicó con el consulado británico de Marsella y con el departamento de ayuda a británicos en el extranjero. Ninguno de los dos organismos le pudo ayudar con nada, ni siquiera con información.
Sin embargo, la madre de Russ estaba histérica y no se podía controlar. Me hizo mil preguntas, para las que yo no tenía respuestas, y me sobrecogió con sus llantos. Además, no solían viajar, y el simple hecho de comprar un billete y tomar un avión suponía un problema para ellos. Sentí lástima por lo que debían de estar pasando: el dolor, la decepción y la vergüenza que los envolvían en esos momentos. Entendí que no sabían nada de cómo vivía Russ, ni siquiera sabían en qué estaba trabajando.
«¿Acaso yo sé mucho más?», pensé.
Pasé otra noche de insomnio y amargura. Mi angustia y ansiedad por ver a Russ y saber qué estaba ocurriendo eran tan grandes que el cansancio no pudo vencerlas. Cuando por fin me metí en la ducha, ya de madrugada, sentí el agotamiento acumulado y vi que tenía unas ojeras enormes. A pesar de ello, estaba decidida a emprender el viaje.