El desenlace

—¡Doscientos mil euros! —exclamé estupefacta.

Hubo un silencio al otro lado de la línea, lo que me dio a entender que estaba demasiado exaltada. No hablé, pues me encontraba en estado de shock.

—Ana, ¿sigues ahí? —preguntó.

—Sí, sigo aquí —contesté recuperándome un poco—. Anton, esto no tiene ningún sentido. ¿Cómo han decidido fijar esta cantidad?

—Podrían haber pedido más —dijo y yo pensé que alguien había perdido la razón—. El hecho es que el caso no está avanzando. Tanto el abogado de David Bloom como yo estamos presionando mucho al juez para que haga algo. Ha habido solo veinte respuestas a las ciento sesenta y siete cartas que han enviado. Supongo que la cantidad de doscientos mil euros es la suma de las reclamaciones.

Me quedé callada, pensando.

—Ana, es un buen trato. Es un milagro que el juez haya aceptado liberar a Russell bajo fianza.

—¿Qué quiere decir con bajo fianza exactamente?

—Todavía tenemos que acordar las condiciones, pero en principio significa que no desaparezca del mapa y que, cuando el caso avance, se presente en la corte.

—¿Russ lo sabe?

—Sí.

—¿Y qué opina?

—Lo mismo que tú, no lo acaba de comprender. Después de tantos meses de prisión prefiere que se celebre el juicio con las pruebas existentes, pero es lo que hay, o lo toma o lo deja.

—¿Qué pasa si lo deja?

—Seguirá en la cárcel hasta que al juez se le antoje, lo que es una locura, porque no se sabe cuándo va a avanzar ni si va a avanzar.

—¿Cómo que no va a avanzar? Lo tendrán que llevar a juicio un día u otro.

—A ver, el caso va a avanzar, por supuesto, pero no sé cuándo, ni si será con el mismo juez. En fin…

—¿Y de dónde saldrá el dinero para pagar la fianza?

—De la cuenta suiza de Russell.

—Pero si la cuenta de Suiza está congelada —objeté sorprendida.

—Liberarán la cantidad pedida.

Así pues, el dinero iba a cambiar de manos. Quería tener a Russ de vuelta más que nada en el mundo, pero algo no me cuadraba. ¿Por qué el juez no lo juzgaba con las veinte quejas que tenía? ¿O por qué no habían puesto una fecha límite para recibir las posibles quejas de los clientes?

—Anton, yo no veo esto muy transparente.

—Puede que no, pero es lo que hay —repitió molesto—. Ahora mismo Russell está redactando un fax para que transfieran el dinero. Ha aceptado las condiciones.

—¿Qué condiciones? —pregunté.

Era consciente de que sonaba ingenua, pero no acababa de asimilar la noticia. Anton me ignoró con un suspiro descortés.

—¿Cuándo podrías venir a Mónaco?

—¿Cuándo es necesario que vaya? —pregunté absorta.

—Lo antes que puedas, porque Russell pidió que trajeras una pequeña cantidad. Hay que pagar veintidós mil euros de tasas gubernamentales y de mis honorarios.

Me quedé sin aire. Los importes que movían en aquel país eran desorbitados para cualquier mortal.

—Iré el domingo.

—Mejor el lunes. En Mónaco cerramos los días festivos —dijo con ironía.

Apreté los dientes con tanta fuerza, que me dolió el lado de la mandíbula que me había fastidiado en el accidente de moto.

—Pues iré el lunes, Anton.

—Vale, lo comunicaré a la cárcel para que todo esté listo para el lunes y te envío un e-mail para confirmártelo. ¿Alguna pregunta?

—Sí —dije enseguida—, ¿qué pasará con David Bloom?

—También saldrá bajo fianza, aunque no de inmediato. Estará detenido un par de meses más por fraude, por haber utilizado, además, tarjetas de crédito con nombre falso.

—¿Y su fianza es la misma cantidad?

—Sí.

Al colgar me quedé pensando durante un rato. Llevábamos meses esperando que avanzara el caso y aunque solo se hubieran recibido veinte respuestas, lo deberían haber juzgado en base a ellas, en vez de liberarlo bajo fianza y posponer el juicio. ¿Qué más iba a suceder? Por otro lado, creía que David era más culpable que Russ. Había transferido el dinero hacia su cuenta y, de repente, lo soltaban bajo las mismas condiciones. Me preguntaba si en Mónaco ya habrían recibido la información de España. Marc me había dicho que eso incriminaría a Russ aún más. Me estremecí. Esperaba que Russ supiera lo que hacía y me preocupaba cómo quedaría su relación con David y si este tomaría represalias. No llegué a ninguna conclusión y dejé los malos pensamientos a un lado. La alegría de que por fin mi amor regresaría junto a mí me comenzó a contagiar poco a poco. Después de nueve meses, el mundo parecía un lugar mejor.

Mientras que yo asimilé la noticia con tranquilidad, los padres de Russ se pusieron eufóricos. Su madre comenzó a llorar por teléfono. Los intenté tranquilizar, pero no me escuchaban. Al final les prometí que los llamaría más tarde. Entré en el servidor de Internet y copié las últimas claves para entrar en la cuenta de Chipre. Envié el fax para solicitar la transferencia a mi favor. Solo esperaba que el director del banco no hiciera demasiadas preguntas a raíz de mi petición de veintidós mil euros en efectivo.