Era la primera vez que Russ viajaba a uno de los países del exbloque comunista. Tenía mucha curiosidad por ver y conocer. Había leído algunos libros sobre los Balcanes y las guerras civiles que pusieron fin al comunismo, pero no esperaba encontrarlo así.
Durante el recorrido en taxi, observé a Russ de reojo. Miraba por la ventanilla asombrado y lleno de curiosidad, y no decía ni una palabra. Si bien el clima, a diferencia de Gales, era estupendo, soleado y cálido, el aspecto de los bloques comunistas, los parques abandonados y las calles destrozadas era deprimente, sobre todo en contraste con la verde naturaleza y las casas de estilo victoriano que habíamos visto en su país.
—La gente debe de ser muy optimista en este país.
—¿Por qué dices eso? —me sorprendí.
De la gente que yo conocía, nadie era optimista. Todos se sentían aplastados por la realidad, estaban decepcionados por las políticas incompetentes de los partidos y contaban las monedas para llegar a fin de mes.
—Creo que la gente tiene que ser muy positiva para poder vivir en este entorno, porque está todo abandonado, dejado y destrozado. Para no deprimirse, seguro que tienen que creer que sucederá algo bueno —comentó.
—No tienen otra opción —dije, después de sonreír débilmente tras su comentario—. Tenían muy poco durante el comunismo, pero es que ahora tienen aún menos. Piensa que antes no había clases sociales. Había unos cuantos comunistas ricos y, a diferencia de los ricos del oeste, no mostraban lo que tenían, por lo menos aquí. Todos los demás eran como una masa gris homogénea en cuanto al nivel de ingresos. Lo cierto es que la mayoría tenían acceso a la educación, incluyendo las universidades, y podían acudir al médico sin gastar dinero, pero trabajábamos todos los sábados y no se podía viajar, ni expresarse, ni vivir la vida a todo color, ni abrir un negocio.
Me callé unos instantes y pensé en el estilo de vida de mis padres.
—Ahora la gente tiene toda esta autonomía —proseguí abrumada—, pero no tiene dinero, no hay trabajo, no hay industrias, la educación y los médicos ya no son gratuitos y las pensiones son una miseria que no alcanzan para nada. Las clases sociales polarizadas se están comenzando a hacer evidentes y a la gente le cuesta mucho aceptar la realidad. La vida sigue siendo gris para muchos y si antes luchaban por tener un poquito más, ahora luchan por sobrevivir. Optimismo no hay. Quizá las cosas mejorarán, pero tardará por lo menos una generación. Tal vez lo que le da un poco de esperanza a la gente es el hecho de que Bulgaria va a entrar en la Comunidad Europea.
Russ no dijo nada. Siguió mirando por la ventanilla.
Cuando llegamos, mis padres nos recibieron con mucha alegría, pero no vi a Iván. Al parecer, no estaba. Mi padre se ocupó de servirle rakia a Russ y llenó la mesa de cosas para picar. Trajo salami, quesos y encurtidos.
—¿Qué es esto? —me preguntó Russ.
Señaló con disimulo el pequeño vaso con el líquido transparente.
—¿Vodka? —añadió.
—No —contesté sonriendo—, es algo mucho más fuerte.
Me echó una mirada dubitativa.
—No tienes por qué bebértelo —le dije.
—¿Por qué? —preguntó Russ.
—Porque contiene más de un 70% de alcohol. Te puede dañar el estómago si no estás acostumbrado.
—Déjale, Ana —exclamó mi padre mirando a Russ y sonriendo—. Es un hombre grande, no le pasará nada.
—Quien avisa, no es traidor —le susurré a Russ.
—¡Salud! —dijo y sonrió.
Bebió un gran sorbo y se arrepintió instantáneamente. Comenzó a toser y enrojeció. Mi padre le dio unas palmadas fuertes en la espalda. Russ gimió y pidió agua. Mi madre, riéndose, le acercó un vaso de Coca-Cola.
—¿Qué era esto? —exclamó, todo rojo, una vez hubo recuperado el habla—. ¿Veneno?
—No, es la bebida típica de Bulgaria.
—¡Por Dios! ¡Esto podría matar a un caballo! —se quejó—. Ponme más Coca-Cola, por favor.
Mi madre le sirvió más Coca-Cola mientras él observaba a mi padre, que, calladito, se bebía la rakia a pequeños sorbos que alternaba con encurtidos.