La idea de visitar Roma surgió un mediodía mientras comíamos en un Pastafiori. Nos preguntamos cómo era posible hacer una pasta a la carbonara tan mala. Estábamos discutiendo sobre el origen del plato y, tras una consulta rápida por internet con su Blackberry, Russ anunció que teníamos destino para el próximo fin de semana. Se ocupó de toda la organización y me pidió que no cancelara el viaje por ninguna razón porque me tenía preparada una sorpresa.

Desde el aire, Roma era espectacular de noche; iluminada, parecía una ciudad de cuento de hadas. El piloto enfiló la pista y aterrizó con mucha agilidad. Medio avión estaba ocupado por un grupo de jóvenes, que lo aplaudieron triunfalmente. Cuando entramos en el aeropuerto, nos recibió la agradable melodía del idioma italiano.

—Busquemos un taxi —propuse una vez que salimos del área de llegadas.

Russ me ignoró. Recorría con la mirada la gente a nuestro alrededor. Algunos sostenían carteles con los nombres de los pasajeros que esperaban. De repente, me cogió de la mano y me tiró hacia un lado. Me di cuenta de que se dirigía hacia un individuo que sostenía un cartel con los nombres Mr. & Mrs. Edwards. Lo miré sorprendida.

«Mi apellido es Stoichev», pensé. «Y me gustaría mantenerlo.»

A los pocos minutos, el chófer nos acomodó en el Mercedes Benz más grande que había visto en mi vida.

—¿De qué va todo esto? —le pregunté un tanto cohibida.

—Amor, relájate y disfruta —me contestó con su sonrisa traviesa—. Quiero que tengamos unas vacaciones que no olvidemos el resto de nuestras vidas.

Había estado en Roma varias veces y siempre me dejaba maravillada. Me fascinaban sus calles estrechas, las fuentes, las iglesias. La limusina recorrió Via Aurelia Antica y se mezcló con el tráfico que venía de Via Gregorio VII hasta la Città del Vaticano. Luego cruzó el río Tíber y nos perdimos en el creciente tráfico de la ciudad. Reconocí la Piazza di Spagna justo antes de subir por un callejón tan estrecho que el grandioso coche apenas cabía. Al final, nos detuvimos frente a un hotel. Había otras tres limusinas. En el distintivo que llevaba el portero que abrió mi puerta se leía «Hotel Hassle Roma». Contuve el aliento. Era uno de los hoteles más lujosos de Roma y, como es lógico, uno de los más caros. Observé a Russ sorprendida, con cara de no entender nada. Se limitó a guiñarme un ojo.

Dentro del vestíbulo reinaba un silencio agradable y unas luces muy tenues iluminaban el mobiliario barroco. Desde la recepción nos sonreía una ragazza que parecía sacada de una revista de moda. Miré a Russ de reojo. Mis celos se desvanecieron al ver que no me quitaba la mirada de encima. Mi asombro lo divertía. La ragazza se dirigió a nosotros como Mr. y Mrs. Edwards y dijo que nuestra suite estaba lista. El botones nos mostró el camino. La suite resultó ser un lujo de diseño. Al lado de la cama había una cubitera con una botella de champán fría y fresas. La nota decía: «Feliz aniversario».

—¿Me puedes explicar qué está pasando? —le pregunté enseñándole la nota.

Russ la cogió y la tiró al suelo.

—Lo siento, se me olvidó recordarte que es nuestro primer aniversario y que estamos locamente enamorados —dijo sonriendo.

Después me abrazó y, al ver mi expresión escéptica, añadió:

—Era la única manera de conseguir una suite disponible. ¿Qué te parece?

Me aparté de él y me acerqué a la ventana. La vista era impresionante de noche. Se veían los escalones y la iglesia Trinità dei Monti, todo iluminado con la luz suave de las farolas. A pie de la escalinata, se vislumbraba la Fontana della Barcaccia, la cual debe su nombre a su parecido con un barco naufragado. A lo lejos se veía una calle transitada, la Via Condotti, famosa por la elegancia y tradición de sus tiendas de lujo.

—Me parece hermoso —murmuré disfrutando de la vista.

Me volví hacia él. Russ me observaba.

—También me parece demasiado lujoso. ¿Es necesario todo esto?

—Estoy loco por ti. Lo demás viene en el paquete —declaró con voz seductora.

Se acercó y me acarició la cara. El roce provocó que la adrenalina se disparara por mis venas.

—Russ, ¿tienes idea del efecto que produces en mí cuando me tocas? —pregunté con voz ronca.

—¿De veras? —murmuró.

Me acarició la cara con la yema de un dedo y lo deslizó muy despacio por mi cuello. Siguió bajando hasta llegar a los botones de la camisa. Mi respiración se aceleró. Sus ojos brillaron con un deseo repentino y comenzó lentamente a desabrochar mi camisa. En ese momento sonó su móvil y se detuvo.

—Esto es muy raro —dijo con la voz áspera—. Pero tengo que contestar.

Di un paso hacia atrás.

—¿Sí? —dijo al atender la llamada.

La expresión de su rostro se iba volviendo cada vez más tensa conforme escuchaba lo que le decían. Sus ojos se tornaron duros y fríos. Apretó los labios y cerró la mano izquierda en un puño. Su cara se enrojeció. Lo miré sobrecogida. El cambio era insólito, parecía otra persona.

—¡Sí! —volvió a decir al rato con voz fuerte.

Quería apartar la mirada de él, pero no podía. Era consciente de que lo observaba con asombro.

—Haz lo que puedas. Hablamos el lunes —ordenó y colgó.

Se quedó unos instantes mirando el suelo. Cuando alzó la mirada, sus ojos echaban chispas.

—Lo siento. Problemas de trabajo.

—¿Qué pasa? —pregunté aún impresionada por el cambio de su expresión.

—Problemas entre socios.

—¿Es tan grave?

—¡Sí y no! —exclamó.

Parecía frustrado. Aunque intentaba controlarse, seguía echando chispas.

—¿Me vas a explicar algo más? —le pedí.

Me miró pensativo. De nuevo, lo vi indeciso, como si tuviera un dilema interno.

—Russ, sabes todo sobre mi trabajo. Lo que hago, lo que no hago, cuánto gano y cuáles son mis planes de futuro. Yo no sé nada del tuyo, aparte de que realizas colocaciones privadas, lo que no sé qué significa exactamente. Creo que si vamos a estar juntos e incluso vamos a identificarnos como Mr. & Mrs. Edwards, algo que me parece demasiado volátil, tengo que saber más sobre cómo te ganas la vida —le dije decidida.

Vaciló.

—Ana, me niego a hablar de trabajo. Ha habido un problema que ya se resolverá. A veces pierdo la paciencia con la gente —dijo sonriendo de manera forzada—. Vamos a cenar y a disfrutar de esta hermosa ciudad.

Me crucé de brazos y lo miré con obstinación.

—No me voy a mover de aquí. He visto un cambio radical en ti y quiero saber a qué se debe —le dije con la voz tensa.

Me miró sorprendido un largo rato, pero yo no desvié la mirada. Al final suspiró y comenzó a caminar por la habitación.

—Me convertí en socio minoritario de la empresa hace un par de meses. El socio con el mayor capital es David Bloom. El que le sigue, Sam Richards, lleva desaparecido desde ayer. No nos preocupamos cuando no vino a trabajar ni llamó. Pensábamos que no se había levantado porque se había ido de marcha la noche anterior. Hoy tampoco ha llamado. Hemos intentado contactar con él a lo largo del día, sin éxito. David sospecha que se ha llevado las claves de la cuenta de la empresa para hacer transferencias electrónicas. Es decir, Sam podría transferir dinero como le dé la gana. De momento no hay movimientos, pero el peligro está. David ha contratado a un abogado para que se ocupe del caso y ha hecho la denuncia con la policía. Ahora mismo está intentando cambiar las claves. Si no lo consigue, Sam seguro que vaciará la cuenta. Ya te puedes imaginar lo que esto significa.

Russ estaba enfadado. Yo miraba asombrada como se paseaba de un lado al otro.

—Russ, ¿cómo un socio puede hacer algo semejante? —pregunté.

—Fácil. Desacuerdos. Ocurre siempre. Unos roban a otros.

Torció los labios y alzó los hombros.

—¡No! —exclamé—. Esto no ocurre siempre. A mí no me ocurre. ¿Con qué gente te has juntado?

Me miró unos instantes con lo que parecía ser nostalgia.

—Ana, tú eres diferente. Tú vives en un mundo, o mejor dicho, en una burbuja protegida. Creo que jamás en la vida te has topado con gente maliciosa. No tienes ni idea de lo que hay allí fuera en el mundo de los negocios, sobre todo en el mundo financiero.

Consideré lo que había dicho unos instantes.

—Es posible que tengas razón. Nunca he estado metida en el mundo de la banca y las finanzas. Pero no soy tonta. Sé que hay de todo y sé que uno tiene que cuidarse. Y cuidarse significa no juntarse con mala gente.

—Tal vez mi problema es que no me cuido —aceptó irónicamente.

—Tal vez no deberías poner el dinero por delante de todo —le contradije.

—¿Te parece si cambiamos de tema y disfrutamos de nuestro aniversario? —contestó.

Lo miré pensativa. Me parecía que Russ se tomaba el problema a la ligera.

—¿Y tú no puedes hacer nada? —insistí.

—¿Qué quieres que haga? —exclamó—. No tengo ni idea de dónde podría estar Sam. A lo mejor ni está en Barcelona. David ya ha hecho todo lo que se puede hacer. Si desaparece dinero de los clientes, mala suerte, lo tendremos que reponer nosotros. Pero, de verdad, Ana, no te alteres. Estoy acostumbrado a estos problemas, no porque me haya sucedido muchas veces, sino porque conozco la industria y sé que situaciones como esta y peores se dan con frecuencia. Lo bueno de todo esto es que ya sabemos que Sam no es de fiar. Ahora solo seremos dos socios y la situación será más fácil de llevar.

—¿Conoces bien a David? —le pregunté.

Su explicación no me había calmado.

—Lo suficiente como para estar siempre alerta —anunció Russ y, con determinación, me cogió del brazo—. Ahora vamos a comer porque he reservado mesa en el lugar más romántico de la piazza.

Y en eso me arrastró fuera de la suite. Tuve que reprimir la curiosidad de interpretar con exactitud a qué se refería y me dejé llevar. Comimos en un restaurante pequeño al lado de la Piazza di Spagna que tenía una terraza acogedora. Pedimos una ensalada caprese, la famosa pasta carbonara —que estaba suculenta— y tiramisú, todo acompañado de un Verdicchio. En algún momento volví a sacar el tema de su trabajo.

—No me habías comentado que te habías hecho socio de la empresa —le reproché.

—No era importante. —Se encogió de hombros—. Me lo pidió David. Creo que comenzaba a desconfiar de Sam. A mí me daba igual hacerme socio o no. Por cierto, hablando de socios y empresas, ¿cómo va tu plan de negocios del restaurante?

Se me formó un nudo en la garganta. El restaurante era mi punto débil.

—He decidido abandonar la idea.

Russ me miró sorprendido.

—¿Por qué?

—Porque no puedo con todo. Tengo demasiado trabajo con la consultoría y no estoy segura de cómo seguirá. Tengo que concentrarme en lo que me permite ganar dinero. El proyecto del restaurante sería una inversión a largo plazo y no daría frutos antes de dos años. Es decir, no creo que pudiera tener un sueldo como el que tengo ahora gracias a la consultoría, y de algo he de vivir.

—Ana, el restaurante era un sueño para ti.

—Y lo sigue siendo, pero no puedo arriesgarme a invertir mis ahorros, porque físicamente no podré llevar dos negocios. Es demasiado trabajo para una sola persona.

—¿Y si buscas un socio para el restaurante?

—No conozco a nadie que tenga dinero extra para invertir a largo plazo sin una recompensa inmediata —respondí con ironía.

Russ sonrió y alzó una mano. Tardé un instante en darme cuenta de que se estaba ofreciendo voluntario.

—¡Qué! ¿Tú? —exclamé.

—Sí, yo.

—Russ, ya te dije que no quiero hacer negocios con otro hombre…

—La mayoría de las personas en los negocios son hombres —me contradijo.

Puse una mueca.

—Quiero decir con un hombre con quien comparto mi vida sentimental —expliqué, aunque sospechaba que él entendía a lo que me refería.

—Quería escucharlo de tu boca —sonrió.

Solo sacudí la cabeza.

—Ana —dijo de repente, serio—, sabes que no suelo interferir en tus cosas, pero creo que deberías seguir adelante con el proyecto.

Lo observé extrañada.

—Es algo que te gusta —continuó inspirado—. Tú misma me dijiste que trabajas en la consultoría casi por casualidad.

—Y tú mismo me dijiste que debería trabajar en algo que me permita ganarme bien la vida —apunté—. El restaurante no me dará ingresos durante bastante tiempo.

—Es cierto que te lo dije y creo en ello con firmeza. Pero somos diferentes. A ti te tiene que gustar lo que haces para hacerlo bien. Estoy convencido de que con la consultoría seguirás un tiempo más, pero luego se te apagarán los motores, porque el negocio no te estimula. Lo que yo haría en tu lugar es mantener la consultoría hasta que el restaurante comience a dar ingresos. Entonces te centrarás solo en él.

Asentí, pensativa, mientras comía mi tiramisú. Pero al final objeté decidida.

—No. No lo puedo hacer. Por mucho que me guste, no puedo invertir mi propio dinero. Sabes que ayudo a mis padres económicamente. No me puedo permitir adquirir ningún riesgo.

Russ dejó la cuchara del postre en el plato ya vacío.

—Ana, no inviertas tu propio dinero. La gente inteligente no lo hace. Tienes que invertir el dinero de otros.

—El banco no me prestará la totalidad de la inversión.

—Entonces pide una parte al banco y yo invertiré el resto —anunció Russ.

—¿Por qué insistes tanto? —me sorprendí.

—Porque es algo que te gusta —repitió con entusiasmo y, de repente, se puso serio—. Déjame que aclare la situación antes de que protestes —añadió—. Invertiré como un inversionista externo. Por lo que me has contado, esperas obtener un retorno del 5% en el segundo año y del 7% a partir del tercer año. Estos porcentajes me parecen correctos. Me gustaría que la amortización del capital invertido se devolviera a partir del tercer año. Aparte, te ayudaré con todo lo que necesites, si me lo pides.

Lo observé atónita.

—¿Y cómo lo vas a hacer? —cuestioné tragando saliva—. ¿Estando tú en el restaurante? Tú tienes un trabajo.

—Ana, ¿te das cuenta de los horarios de los restaurantes? —me preguntó con tono irónico—. Se trabaja cuando los demás descansan, comen o cenan. Yo podré apoyarte en estos horarios. No voy a estar con los clientes, pero podría supervisar personal, controlar existencias, pegar la bronca a los camareros si se despistan…

Sonrió con el último comentario.

—Russ, gracias por la oferta. Lo pensaré —prometí.

En el momento me sentía sobrecogida. Él me observó pensativo y me cogió las manos.

—Piénsalo. Quiero que seas feliz. Tu cara llena de felicidad es preciosa y el brillo de tus ojos es adorable. Quiero verte siempre así.

Se me derritió el alma al escuchar esas palabras y las lágrimas se asomaron. Russ me abrazó y me besó.

—Déjate querer —me susurró al oído—. Es todo lo que te pido.

Estuvimos largo rato abrazados hasta que un camarero nos trajo la cuenta. Me sequé la cara y miré a mi alrededor. Estaba feliz, tan feliz que temía creerlo. Observé a Russ en silencio mientras él pagaba.

«¿Dónde has estado todos estos años?», pensé, soñadora.

Después de la cena, paseamos por las calles ya casi desiertas y conversamos sobre los orígenes de la ciudad. Mi lugar favorito de Roma era la Fontana di Trevi. Le pedí a Russ que camináramos hasta allí. El fondo de la fuente estaba siempre lleno de monedas que arrojaban los turistas. Una leyenda urbana decía que traía suerte lanzar monedas con la mano derecha sobre el hombro izquierdo. Pero un chico romano que conocí durante mis estudios en Múnich me contó que, en realidad, lanzar una moneda asegura que quien lo hace volverá a Roma, dos, que se enamorará de una guapa romana (o romano) y tres, que se casará con ella (o con él) en Roma. Yo arrojé una moneda al agua deseando poder volver siempre a esa ciudad.

Al regresar al hotel, ya tarde, disfrutamos del champán de cortesía y de una apasionada velada.

Me despertaron las caricias de Russ. Sonreí y lo abracé. Pero el sueño venció. Me quedé dormida de nuevo. Cuando me desperté, por fin, estaba sola en la cama. Miré la hora. Era mediodía.

«Qué vergüenza», pensé. «He dormido hasta el mediodía en Roma.»

Me incorporé de un salto y me vestí con el albornoz del hotel. Russ estaba en el salón de la suite viendo las noticias sobre economía. Sacudía la cabeza en señal de enfado por las cosas que oía. Había bajado el volumen casi al mínimo para no despertarme. Escuchó el movimiento y giró la cabeza. Adelantó la mano para tomar la mía y me sentó en su regazo. Bajó el volumen del todo. Me cogió las manos y vaciló como cuando un hombre titubea para hacer frente a sus sentimientos hacia una mujer. Sentí como se me aceleraban las palpitaciones.

—Ana, quiero aprovechar tu silencio matutino para darte y decirte algo especial.

Estiró la mano hacia la mesita contigua al sofá y alcanzó la cajita que estaba encima. La colocó en mis palmas. Alcé la mirada, asustada.

—No tengas miedo. ¡Ábrela! —susurró él.

Miré la cajita. Era de Cartier. La abrí con recelo. Dentro había una de las joyas más hermosas que había visto, la sortija Trinity, tres aros entrelazados en los tres colores del oro con diamantes. Las piedras preciosas brillaron a la luz. Miré a Russ turbada. Era una joya muy cara. Comprendí que el fin de semana romántico se estaba convirtiendo en un fin de semana de declaración. Russ se percató de mi nerviosismo y sonrió.

—Ana… —dijo con ternura mientras jugaba con un mechón de mi pelo—, no te voy a pedir matrimonio, no porque estés todavía casada con otro, sino porque no creo en ello. No creo que sea necesario un papel para que dos personas sean felices y decidan compartir sus vidas. No creo que un sacerdote que no he visto en mi vida tenga el derecho de decirnos cómo nos debemos amar si él mismo no conoce el amor y la pasión entre dos seres humanos. Con este anillo quiero mostrarte mi compromiso, el compromiso de que quiero pasar el resto de mi vida contigo y que quiero que envejezcamos juntos. Quiero comprometerme a hacerte feliz y no quiero ver miedo en tus ojos, miedo a que te abandonen. Quiero comprometerme a estar a tu lado en los buenos momentos y en los malos, y llenarte de alegría como te mereces. Quiero ser tu apoyo cuando me necesites y tu refugio cuando quieras esconderte del mundo. Es tan simple como que ¡quiero estar a tu lado para siempre! No soy perfecto, pero me puedes ayudar a mejorar y me puedes guiar.

Russ hizo una pausa. Sus ojos adquirieron de nuevo ese toque de seducción. Aquella sorpresa y sus palabras me dejaron aturdida. No podía despegar los labios y sentía la garganta reseca.

—Russ —dije con voz afónica cuando, por fin, recuperé el habla—. Gracias por el precioso regalo…. Pero no estoy lista para llevarlo. Lo cuidaré hasta que esté lista, si te parece bien.

Él asintió.

—Eso me vale.

Lo abracé. Así acabó nuestra conversación sobre el compromiso y yo me tranquilicé.

Pasamos el fin de semana paseando por la ciudad. Visitamos el Vaticano y recorrimos la Via Vennetto. Comimos mucha pasta y nos prometimos que volveríamos pronto a esa ciudad tan cautivadora. Regresamos a Barcelona el lunes de madrugada.

Abuso de confianza. La otra verdad
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