—Ana, tienes que hacer algo con tu miedo a las alturas —anunció María más tarde, cuando estábamos en el baño.

Ella se retocaba el maquillaje mientras yo me lavaba la cara con agua fría.

—Lo sé —dije abrumada.

Tenía el estómago revuelto. Me observé en el espejo, me veía pálida.

—Me encanta —dijo de repente María poniéndose el pintalabios.

La miré en el reflejo mientras me secaba las manos con papel.

—¿De veras? —pregunté sonriendo.

—Sí. —Sonrió también—. Es ideal para ti: espontáneo, con sentido del humor y… —Formó una «o» con los labios—. Sexy.

Sonreí más ampliamente y bajé la mirada.

—¿Cómo crees que le ha caído a Nav? —le pregunté girándome hacia ella.

Se encogió de hombros y guardó el maquillaje en su bolso.

—A Nav todo el mundo le cae bien. No te preocupes.

Se giró hacia mí y me observó.

—Tengo que decirte un par de cosas —dijo atrapándome con la mirada—. Por un lado, que eres una tonta, Ana. Te has mantenido lejos de este hombre tan espectacular en vez de abrirte y disfrutar la vida con él desde hace meses. Me alegro de que ahora estés tan feliz, se nota que te quiere. Pero, por otro lado, no olvides una cosa: ningún hombre es perfecto. Eres un poco ingenua y, a veces, te dejas llevar demasiado. No confíes en él a ciegas. —Me tiró de la manga—. Vamos, que tengo un hambre atroz.