La otra verdad

La voz desesperada de Russ suplicándome que lo visitara no abandonaba mi mente. Y allí estaba yo, en el aeropuerto de El Prat, a punto de coger un vuelo a Niza para perseguir ese eco interno sin que mi conciencia fuera capaz de frenarme ni hacerme ponderar los hechos. Debía haber tomado precauciones, como avisar a mis amigos de lo que iba a hacer. Tendría que haber llamado a mis padres, pero no lo hice; sentía una desesperación casi convulsa por ver a Russ antes de nada y saber realmente qué estaba ocurriendo. Una parte de mí creía que se había cometido una injusticia con él y, cuando pensaba de esa manera, me cegaba. No podía soportar la sinrazón y me empeñaba en hallar la verdad.

Esperaba con ansiedad a que anunciaran mi vuelo, pero cuando pasé por la puerta de embarque que llevaba a la pista, me detuve en seco. Iba a volar en un avión pequeño de hélices. Sentí el amargo sabor del vértigo en la boca y un vacío desagradable en el estómago. Recordé la «bebida mágica» que me había dado el instructor de paracaidismo. En un impulso, me di la vuelta y regresé a la sala de espera. La azafata aceptó con recelo la excusa de que me urgía ir al baño y me dejó volver. No había tiendas duty-free cerca, así que entré en el bar.

—Un brandy —le pedí, apurada, al barman.

Me miró sorprendido y arqueó las cejas. Con lentitud, se dirigió al mostrador donde tenía las bebidas alcohólicas y, aún más despacio, destapó una botella y sirvió un chupito. Yo lo observaba impaciente.

—¿Cuánto le debo? —pregunté inquieta mientras él me servía.

—Tres euros —contestó sin quitarme la mirada de encima.

Pagué y tomé la bebida de una sola vez. El sabor quemó mi garganta y me atraganté. El camarero seguía con la mirada clavada en mí.

—Estás bebiendo brandy, nena —dijo por fin—. No es agua. Esto no te quita la sed.

—No tengo sed, sino miedo a las alturas —contesté entre toses.

Él sonrió con expresión burlona.

—Espera —dijo.

Cuando subí al avión llevaba una pequeña reserva, una botellita en miniatura de Cardenal Mendoza. El avión estaba casi vacío, volábamos siete personas, casi todos sentados al lado de las ventanillas. Yo era la única que había escogido pasillo.