El lunes siguiente, María y yo cenamos en el restaurante. Le conté durante una hora las últimas novedades en el caso de Russ. No le dije lo de Marc por vergüenza. Cada vez que recordaba la alucinación y la pérdida de conocimiento, y luego el haber despertado en su cama, me entraba un sentimiento de culpabilidad enorme por haberme expuesto demasiado a una persona desconocida. Lo había visto cuatro veces en mi vida y él ya conocía mi secreto más íntimo y personal: Russ. Además, me había visto desnuda y sus manos me habían tocado y quitado la ropa. Cuando pensaba en eso, el pudor me estremecía. En realidad, él me atraía. Por un lado, despertaba en mí una sensación de extraño nerviosismo. Su forma de mirarme, de calarme hondo y de preocuparse por mí me causaba cierta ansiedad. Por otro lado, me cautivaba su personalidad, que prometía ser muy interesante. Sus ojos, pardos, eran misteriosos y reservados. Parecía inteligente. Presentí que, si pasaba demasiado tiempo a su lado, caería en la tentación de conocerlo a un nivel más íntimo, y quería evitarlo. No pretendía buscarle un sustituto a Russ, lo quería demasiado.
Adivinaba que Marc se encontraba en una situación similar a la mía. Vivía separado de algunos seres queridos: su mujer, o ex mujer, y su hija. Él no había querido hablar de ello, lo cual ya era un indicio. Yo era consciente de que lo atraía de manera similar a la que él me atraía a mí: no tanto por el físico, sino por algo más, por algo del carácter. No había averiguado todavía de qué se trataba, pero tampoco quería hacerlo. Creía que la atracción entre nosotros era inoportuna. Ambos teníamos a otras personas en nuestras vidas a quienes queríamos más. Sin embargo, confiaba en Marc como en nadie. Era una confianza ciega, pero sabía que no me equivocaba. Todo eso era algo que me costaba explicar con palabras, incluso a María, mi amiga del alma.
—¿Cómo lo llevas sin Russ? —preguntó cuando acabé de hablar.
Carlos ya había recogido los platos y esperábamos el postre.
—¿Que cómo lo llevo? ¿No te das cuenta? —dije mirándola con sorpresa—. Estoy decepcionada, agotada, trabajo sin parar, echo a Russ tanto de menos que me arde el alma…
—No me refiero a eso, sino a cómo llevas… la falta de sexo —dijo después de poner los ojos en blanco.
Me quedé callada. No sabía cuál de las dos estaba más loca: si ella por preguntarlo o yo por no haberlo pensado.
—María, ¿crees que tengo la energía para preocuparme por eso? —le pregunté sorprendida.
Ella se encogió de hombros.
—Ana, tú y Russ estabais como unos conejillos y de un día para otro te quedaste sin pareja. No me digas que no vas cachonda.
—Creo que en mi caso la excitación se ha quedado tan profundamente dormida que ni Brad Pitt la despertaría.
—No puedo creer que toda la llama se haya apagado en ti. Algo debes de sentir, algo te tiene que apetecer.
Carlos se acercó y colocó el postre en el centro de la mesa. Cogí mi cuchara y lo probé.
—Chocolate… —dije con la boca llena.
Marisol preparaba el mejor coulant de chocolate del mundo.
—¡Chocolate!
María comenzó a reír.
—¿Por qué no? Produce la misma hormona de la felicidad que libera tu cuerpo durante el orgasmo —dije.
María se rio con más fuerza.
—¿Me estás diciendo que puedes sustituir el sexo con chocolate?
—No —repliqué—. Te estoy diciendo que me puedo conformar con el chocolate mientras espero a Russ. ¡Pruébalo! —La animé guiñando un ojo—. Estoy segura de que te será útil a ti también.
María cogió la cuchara y probó el postre.
—Mmm… La verdad es que esta buenísimo —Sonrió—. Pero creo que es peor el remedio que la enfermedad. Como cada vez que Nav me rechace me coma uno de estos… Dios, acabaré gorda y frustrada.
—¿Qué te parece si un fin de semana te vienes conmigo de viaje a Mónaco? Así te distraes un poco. Será un viaje de chicas —propuse—. Mejor dicho, que sea un domingo y un lunes, si puedes pedirlo libre. Los sábados los tengo que pasar aquí, porque la chef y el maître no consiguen atender a los clientes como Dios manda.
Me observó, pensativa, pero al final sacudió la cabeza.
—La oferta está hecha —añadí—. Si te decides, házmelo saber.
En eso se nos acercó Carlos de nuevo para traernos digestivos Grand Marnier.
—Aquí les traigo más combustible a las damas —dijo sonriendo.
—Gracias, Carlos —contesté—. Eres fantástico, no sé qué haría sin ti.
Sonrió con cierta timidez y se alejó. María me observaba.
—¿Te das cuenta de que está locamente enamorado de ti? —me preguntó de repente.
Casi me atraganté con el licor.
—¿Quién?
—Carlos.
—No.
—Sí.
—No.
—Se le cae la baba por ti, Ana. No tiene ojos para otra persona cuando estás cerca de él. Cuando le hablas te mira con absoluta adoración y no tengo muy claro que se entere de todo lo que le dices.
Era cierto. A menudo le tenía que repetir las cosas dos o tres veces y él las olvidaba con frecuencia. Los demás camareros se quejaban de que no se concentraba en el trabajo. Callé unos instantes intentando asimilar el hecho y las consecuencias que podía tener. Suspiré.
—Lo que me faltaba…
María rio.
—Yo me enrollaría con él.
De nuevo, suspiré. Mi amiga no tenía remedio.
—Cada loco con su tema —dije antes de beberme el Grand Marnier.