Siguió lloviendo y el cielo estuvo gris durante el viaje a nuestro siguiente destino costero, Aberystwyth, un nombre impronunciable, así que yo bauticé el lugar como Aerosmith. Sin embargo, al día siguiente tuvimos suerte y gozamos de un par de horas de sol cuando llegamos al área del parque nacional de Brecon. En los valles y las tierras bajas que atravesamos, el paisaje lo formaban pastos muy verdes de diferentes tonalidades. Russ se quedó perplejo con el repentino cambio de clima y no acababa de creer que el sol hubiera logrado romper la barrera de las tupidas nubes que solían amontonarse en el área. El clima volvió a variar cuando salimos de la ciudad de Brecon en dirección al Castillo de Harlech, y para cuando estuvimos frente a su enorme entrada, hacía mucho frío y el viento soplaba con tal fuerza que yo no dejaba de tiritar. Sin embargo, seguí los pasos de Russ y recorrimos el monumento medieval. Se conocía cada detalle histórico de la construcción de la fortaleza y me informó de que en el punto álgido de la construcción, en 1286, la fuerza de trabajo era de 546 obreros, 115 canteros, 30 herreros, 22 carpinteros y 227 mamposteros. Miraba a Russ maravillada y cohibida, mis conocimientos de los lugares donde yo había vivido se reducían a las áreas comerciales y los edificios modernos.

Tras abandonar el castillo, como me había quedado congelada, tuve que comprar ropa cálida en una tienda para turistas. Estábamos a finales de agosto y la ropa que llevaba era más adecuada para Barcelona.

—Russ, tu país es maravilloso. Tiene tanta historia… —le comenté más tarde en el coche, apreciando el panorama que se veía por la ventanilla—. Pero sobre todo es tan verde…

Era lo que más me maravillaba durante los recorridos a lo largo del countryside. El paisaje era un acopio de valles, bosques y campos de diferentes tonos de verde. Me transmitía serenidad.

—Con el tiempo, te cansa —comentó con la mirada fija en la carretera—. El verde es uno de los colores que mejor percibe el ojo y la visión prolongada puede llegar a molestar sin que uno se dé cuenta.

Pensativa, volví a contemplar las vistas por la ventanilla. Cuando llegamos a casa de sus padres, seguía lloviendo. El encuentro fue emotivo. Les había conocido en unas circunstancias difíciles y angustiosas para todos, y ahora era el momento de relajarnos y de compartir. Me recibieron con mucho cariño y se esmeraron para que me sintiera cómoda. A Russ se le veía feliz. Su sonrisa deslumbrante no le abandonaba la cara. La última noche de nuestra estancia, sus padres organizaron una reunión familiar. Alquilaron un restaurante e invitaron a unas cincuenta personas. Yo estaba completamente abrumada y desorientada entre tantos familiares. No podía recordar sus nombres ni el parentesco. Además, todos querían hablar conmigo, pero su acento me era incomprensible. Llegó un momento durante la noche en que me entró un deseo incontrolable de irme corriendo de allí. Además, me sentía mareada. Me encerré en el baño hasta que Russ vino a buscarme.

—¿Vas a salir de ahí? —preguntó con voz burlona.

—No. Estoy ocupada.

—¿Crees que es buena idea esconderte como un cangrejo?

No, contesté.

—Vale. Te esperaré aquí.

Oí que se acomodaba en el suelo. A los pocos instantes, abrí la puerta.

—Russ, no puedo volver a la fiesta. Hay tanta gente que me habla y que quiere conocerme y presentarme a sus familias, que no puedo, me agobio.

Me miró con semblante algo triste.

—Bueno —dijo al final—, te llevo al hotel y luego vuelvo.

Asentí. Tardamos diez minutos en abrirnos camino entre el gentío y salir del restaurante. Russ no volvió a la fiesta, se quedó conmigo. Pasamos el resto de la noche conversando hasta las tantas de la madrugada. Afuera seguía lloviendo.